Fundación FILBA

  1. EN
  2. ES /

Archivo

Mi enfermedad : Limbo

Mezcladito

Mi enfermedad : Limbo

Por Vera Giaconi

No hay enfermedades, sino cuerpos que enferman. En la literatura hay una larga tradición de textos que, en términos de Susan Sontag, transforman la enfermedad en metáfora. Pero cuando se narra la enfermedad en primera persona, ¿tiene el dolor una sintaxis propia? Tres escritores escriben un texto a partir de su experiencia con la enfermedad. Este es el texto de la escritora argentina Vera Giaconi. 

No fue por venganza. No soy una persona vengativa. Me falta memoria emocional para alimentar un sentimiento como ese. Sí tengo una excelente memoria fotográfica. Puedo acordarme de lo que me había puesto para la primera consulta con Ribero, si tenía el pelo suelto o atado, el color de los sillones de la sala de espera antes de la remodelación del séptimo piso, cuántas lapiceras asomaban del bolsillo superior de su guardapolvo blanco, el color de la corbata que él estaba usando. Pero no recuerdo qué sentí cuando, después de mirar todos mis estudios con los que durante un año había peregrinado por clínicas, consultorios y hospitales, Ribero finalmente le dio un nombre a lo que me estaba pasando. Me hago la imagen mental de ese momento y el resto está en blanco. Como si no hubiera sido yo la que estaba escuchándolo sino una foto mía en tamaño natural, un póster. De eso hace seis años.

Hace una semana llamé para pedir el turno de uno de mis controles anuales. Por lo general llamo a recepción, no al interno de la secretaria, porque pedir un turno es burocracia de la más básica y no me gusta molestar a Sandra por esas cosas. Pero ese día los de la recepción dijeron que Ribero no estaba disponible y me ofrecieron a algún otro médico de la plantilla. Dije no, yo soy paciente de Ribero. Sin embargo, no les pude sacar nada más que amabilidad y otras alterativas que no lo incluían a él. Corté, llamé de nuevo y disqué el interno del consultorio. Sólo los pacientes con más antigüedad tenemos ese número y nos hablamos con Sandra por nuestros nombres de pila. Con ella nunca hace falta el apellido, ni la fecha de nacimiento, ni el número de plan de la prepaga. Nada. Todo es hola Sandra habla Fulana y ella enseguida te saluda cordial, te ofrece un turno o te pregunta qué necesitás. Ese día me atendió y dijo no estoy dando turnos, no tengo, pero te puedo recomendar a Natricio, es de su equipo, todos sus pacientes se los estoy derivando a Natricio, es sugerencia del doctor.

No fue fácil hacer que bajara la guardia y olvidara el discurso que tenía preparado para calmar ansiedades y reorganizar la compleja agenda de Ribero. Pero soy buena para la conversación, sé advertir los matices de la voz del otro, ponerme en sus zapatos e ir acomodando las fichas para que el comentario inofensivo eventualmente se transforme en excusa para llegar a lo otro, a eso de lo que no hay que hablar. Así fue como logré que Sandra al fin dijera es terrible, nadie sabe qué le pasa, tres días en Cartagena, vuelve bien y de golpe es como si se hubiera apagado. Lo internaron, dijo. Ribero estaba internado en su propia clínica. Ni siquiera intenté sacarle el número de habitación porque me dio pena, sabía que, en cuanto cortáramos, la pobre Sandra se iba a quedar lamentándose por haberlo traicionado, porque lo iba a vivir como una traición, así como yo estaba viviendo como un triunfo haberle sacado lo indecible: Ribero está enfermo y nadie sabe qué le pasa. Ribero no sabe qué le pasa a Ribero. Ribero a la deriva y a la espera de que las manos de otros controlen sus reflejos, analicen su sangre, levanten sus placas, las apoyen contra el vidrio de alguna ventana y lo saquen de la incertidumbre.

Estar enfermo y sin diagnóstico es como estar en el limbo. Cuando empezó lo mío yo sabía, por ejemplo, que mi cuerpo estaba mal, que algo se había roto, pero sin nombre para lo que me estaba pasando, todo era posible. En la lista de síntomas había un cosquilleo en las piernas que estaba a mitad de camino entre los ecos de un calambre y la sensación de estar caminando sobre un colchón de agua. Parálisis fue una de las opciones. A eso había que sumarle que sentía los ojos hundidos, los párpados pesados y que claramente estaba viendo menos que antes. La alternativa se convirtió en parálisis y ceguera. Los síntomas no estaban ahí como algo que terminaba en ellos, sino como el aviso de lo que iba a venir. La muerte entonces también era una posibilidad. El limbo de los enfermos sin diagnóstico es un salto en Bangee Jumping, un ataque de un rottweilder, un resbalón en la bañera: se sabe cómo empieza pero no cómo va a terminar.

Es un lugar común que los médicos son los peores pacientes. Pero para mí Ribero es mucho más que un médico. Después de aquella primera consulta, fue como haber encontrado no sólo un médico y un diagnóstico, sino un padre para mi enfermedad. Un padre sincero, sin sentimentalismos y con mano firme. El día que le puso un nombre a lo que me estaba pasando habló con voz muy clara y después hizo silencio, un silencio largo. Me estaba esperando, estudiando mi reacción, y recién después de que yo dijera “¿y ahora?” vino su frase (a partir de ese momento se la escucharía decir en cada control de los tres controles anuales): no hay que ponerse la capa de Superman ni tirarse en la cama a llorar. Esos eran los dos extremos que Ribero contemplaba para el universo anímico de sus pacientes y él se encargaba de recordarnos la importancia de transitar el camino sin bandearnos. Vida normal, esa era otra de las cosas que le gustaba decir, como si la enfermedad fuera la regla y no la excepción. ¿Qué pensaría ahora, desde su cama de hospital, de las reglas y las excepciones?

La enfermedad tiene también sus propios sueños. Un día soñé que mi pierna derecha estaba hecha de plumas y que no podía salir a la calle porque el viento volaría las plumas y me quedaría sin pierna. Soñé que tres funcionarios de traje negro y sombrero bombín tocaban el timbre de mi casa para llevarse mis manos. Son mías, les decía yo, pero ellos me mostraban unos formularios con el sello de no sé qué ministerio y yo sabía que tendrían que llevárselas. Son mías, seguía llorando. Soñé que menstruaba papelitos con los nombres de ciudades que no conozco. Soñé que cosía lentejuelas al traje de un gigante y que tenía que hacerlo mientras él dormía, sin despertarlo. Soñé que estaba en el zoológico y se me caía un ojo en el estanque de los patos. Soñé que inventaban una cura.

Después de deambular un rato por la clínica, encontré a Ribero en la habitación 162. Ribero con el torso desnudo, tapado hasta la cintura por una sábana blanca. No estaba conectado a ningún aparato, no había monitores encendidos o enfermeras custodiándolo. Sólo Ribero semidesnudo, dormido. Vi un par de pantuflas grises gastadas, una bata azul de toalla a los pies de la cama. En la mesa de luz había una botellita de agua mineral, sus anteojos, un celular, una lapicera con el logo de la clínica, una agenda, una máquina de afeitar eléctrica. ¿Estarían su camisa y su corbata, sus pantalones de vestir, el guardapolvo blanco, colgados en el placard de la habitación? ¿Estaría ahí también su par de zapatos negros, esos mocasines con flecos que a mí me causaban gracia y que era lo que intentaba no ver para mantenerme seria mientras él me hacía los controles de equilibrio, de fuerza, de reflejos?

Los cuartos de hospital no son como los de una casa. Al entrar, uno no siente la mano de la intimidad apretándote el hombro y haciendo tus pasos más lentos. Son lugares constantemente invadidos por enfermeras, médicos, personal de la cocina, familiares y amigos que hacen visitas breves o se instalan en algún sillón largamente. En el cuarto de Ribero sólo estaba Ribero. Sin los anteojos, su cara redonda y de piel tan blanca lo hacía parecer un chico sedado hasta el knock out.

Me hizo acordar al consultorio de Ribero. Ahí no hay fotos, no hay dibujos de niños ni ninguna parafernalia que haga pensar en el souvenir de algún evento familiar, no hay cuadros, tampoco. Y el salvapantallas de su computadora es una típica imagen de neuronas haciendo sinapsis, de las primeras que aparecen si uno guglea “neuronas” y “sinapsis”. De hecho, parece que estuviera de prestado en ese consultorio, incluso cuando en la chapa de la puerta dice su nombre y su cargo, y cuando Ribero no es sólo un médico en esa clínica, sino que es un jefe. Hacerse un estudio ahí adentro con una receta que lleva su nombre es como tener el ticket dorado. Todos se esmeran un poco más, son más eficientes, más escrupulosos en los protocolos y más rápidos. Pero aunque todos lo conocen, desde las recepcionistas hasta los técnicos y auxiliares, nunca nadie me hizo ningún comentario personal sobre él, ni siquiera elogioso. “Paciente de Ribero”, se anuncian unos a otros en el pasamanos que me lleva de la mesa de entradas al resonador o al cubículo donde me extraen sangre o a alguno de los otros especialistas que también atienden en la clínica y que cada tanto me toca visitar para controlar todas las caras de mi enfermedad. Porque mi enfermedad tiene muchas caras y ataca por distintos frentes, aunque, según Ribero, tampoco se le puede adjudicar todo lo que me pasa, y eso hace que ante cada nuevo síntoma o dolencia lo primero no sea atacarlo con alguna medicación sino descartar que la causa no sea otra. “Es que esto no es lo único que le pasa a tu cuerpo”, esa es una más de las frases de Ribero. Y es una de mis preferidas: me ayuda a recordar que, fuera de su consultorio y de su área de influencia, mi cuerpo sigue en el mundo, le siguen pasando cosas.

Una noche, poco después de mi diagnóstico, soñé que cogía con Ribero. Él hacía lo mismo que mi marido (que en esa época me cogía como si yo fuera a romperme) y cada tanto me preguntaba si lo sentía. ¿Me sentís?, preguntaba Ribero. ¿Sentís esto? ¿Sentís que te toco acá? Y yo no sentía nada. O no sentía ninguna de sus caricias, pero sí sentía los empujones de él penetrándome con fuerza, y el ruido de su respiración y el olor de su sudor, que era muy dulce. La siguiente vez que lo vi en una consulta, estaba nerviosa, avergonzada, y traté de no hacer preguntas para que me dejara salir de ahí lo antes posible.  

Acostado inerte sobre esa cama de sábanas rígidas, fue imposible volver a ponerle su cara al recuerdo de ese sueño. Tampoco pude imaginar cómo iba a hacer, si Ribero se recuperaba, para volver a confiar en él, en su cerebro, en los saberes que había adquirido en tantos años después de haberlo visto apagado casi hasta la muerte. A partir del momento en que volviera a abrir los ojos sería un misterio. Ese cuerpo y esa mente reseteados ¿podrían ser los mismos? Tuve ganas de llorar. Estaba furiosa. ¿Cómo era posible que hubiera dejado que le pasara algo así? Él, que era el rey de las conferencias, de los equipos de investigación, de los diagnósticos como navajas, de las charlas informativas, de los simposios internacionales. ¿Se había rendido? ¿Había decidido abandonarme a mí y a todos sus pacientes? ¿Lo habíamos cansado con nuestras quejas y reclamos y preguntas?

Porque yo sé que me quejé mucho. Pero también sé que jamás lloré frente a él. Era imposible llorar con Ribero. Tenía una habilidad desconcertante para convertir cualquier dato de la realidad más emotiva en una estadística, y una vez convertido en parte de un número mayor, de un esquema que va más allá de cualquier subjetividad, la emoción se diluye y se convierte en materia de análisis. Eso hizo cuando le conté que mi marido me había dejado.

Casi nunca hablábamos de asuntos personales. Esas cosas no lo ayudaban ni le interesaban ni sumaban demasiado a lo que fuera que analizara en mí y en mi cuerpo cada vez que nos veíamos. Pero yo me había ofrecido a participar de cualquier estudio, de cualquier grupo de prueba para ensayar lo que sea que estuvieran analizando él y su equipo.

Entre otras cosas, mi enfermedad tiene tres de los peores adjetivos: crónica, progresiva e incurable. No es un soldado al que hay que hacerle frente con voluntad y buenas armas, es todo un ejército invadiéndote y tomando poco a poco territorios, castillos, tesoros, y al que uno ve avanzar desde lo más alto de una colina absolutamente impotente. Ribero y su equipo, en cambio, están en las profundidades, analizando el comportamiento de ese ejército, mejorando las armas para tratar de detenerlo, estudiando sus puntos débiles. Yo no podía ponerme a estudiar medicina de cero y tratar de convertirme en una pseudo eminencia para luego incorporarme a sus filas y ayudarlo en esa lucha. Pero sí tenía la posibilidad de ser uno de los instrumentos de su laboratorio. Y se lo hice saber. Cuente conmigo para todas las pruebas que estén haciendo, le dije un día. Quiero ayudar. Fue una de las pocas veces en las que vi en su cara algo parecido a una sonrisa. Asintió con un gesto y de pronto yo ya era parte del “Protocolo Season”. Extracciones de sangre una vez por mes por doce meses. Litros de sangre entregados a la causa. También participé del “Electric Tree”. Descargas eléctricas mínimas que dibujaban un árbol de mil ramas que se iluminaban y apagaban trazando los detalles del recorrido defectuoso de mi tablero neuronal. Para el “Season food” tuve que llenar una planilla diaria con cada uno de los alimentos que ingería, desde las comidas principales hasta cualquier cosa que probara a deshoras, tan detallado que por dos meses casi no pude pensar en nada más. El día que le conté de mi divorcio fue porque Ribero me invitó a formar parte de “The Third Eye”. Se trataba de otro grupo de planillas con preguntas variadas pero que debía llenar la persona que viviera con el enfermo. Hasta donde él sabía, yo era una de sus pacientes casadas, por lo que era lógico que me invitara a participar, pero entonces tuve que decirle que ya no, que mi marido me había dejado hacía dos meses. Casi no pude terminar la frase porque se me llenaron los ojos de lágrimas y sentí ese nudo en la garganta que me deja al borde de la crisis de llanto. Hubiera querido llorar con él en su consultorio. Estuve a punto de permitírmelo, porque por un instante pensé que, si había sabido sacarme del limbo una vez, podría volver a hacerlo. Pero no me dejó terminar, ni avanzar demasiado, simplemente guardó las planillas que iba a darme y que ya no servían y dijo “¿Sabías que el 25% de los hombres con tu enfermedad se separan de sus parejas antes de los cuatro años de recibir el diagnóstico, pero que el número asciende al 75% cuando las diagnosticadas son mujeres?”. Lo miré en silencio. Necesitaba algo más. Un remate. Y me lo dio. “Los hombres no saben cuidar”. Y enseguida se puso a hacer la orden para la siguiente resonancia, las recetas para las inyecciones de los cuatro meses que iban a pasar antes de que volviera a verlo y una receta más, que nunca había hecho antes, de una droga de prueba para tener más energía (la fatiga crónica viene en el paquete junto con los dolores, el cosquilleo, la falta de visión y otros etcéteras). “No te pongas la capa de Superman ni te tires en la cama a llorar”, esa fue su despedida, como siempre, como si para mi desgarro emocional se pudiera aplicar el mismo consejo que para mi diagnóstico. Ribero nunca se equivocaba.

Pero verlo a él tirado en una cama, incapaz de seguir su propio consejo, fue como volver a ver a mi marido yéndose de casa con un bolsito donde no metió más que su ropa. Después de todo lo que habíamos compartido, Ribero también pudo dejarme así, de la nada, y quedarse medio muerto entre las sábanas sin un solo remordimiento por todos los que ahora, como yo, nos quedábamos huérfanos y todavía enfermos. Ribero se había apagado antes de encontrarnos una cura, nos había abandonado, y estar enfermos, sin cura y sin nadie liderando los equipos que podrían encontrarla era como volver al limbo. Mi tercer limbo. Sólo era cuestión de tiempo antes de que no quedara de él ni un solo buen recuerdo, antes de que ya no pudiera evocar ni siquiera sus consejos. Yo ya sabía que eso podía pasar, de mi marido tampoco podía evocar nada bueno porque ahí estaba el rencor, que también te va conquistando desde adentro; otro ejército crónico, progresivo e incurable.

Ribero ahora estaba indefenso, acostado boca arriba, sin un solo gesto y la respiración agitando apenas su pecho. Rodeé la cama y arrimé una silla. Su mano quedó a diez centímetros de la mía, la que tantas veces le había dicho cuánto me dolía y para la que nunca había podido ofrecerme nada, ni calmantes ni rehabilitación ni nada. Pero ahora mi mano, aún con el cosquilleo y el dolor, era mucho más que sus dos manos juntas que, como pulpitos muertos, alguien más, seguro una enfermera, había acomodado sobre las sábanas, a los lados de su cuerpo.

Me pregunté si a pesar de los sedantes o de lo que fuera que le hubieran dado para tenerlo así, Ribero estaría sintiendo dolor. ¿Cuál sería el umbral de dolor de Ribero? Habíamos hablado mucho de eso, de cómo va cambiando, de cómo hay que tener paciencia porque buena parte de la calidad de vida depende de la paciencia y la costumbre, de ir ajustando los parámetros de “normalidad” a lo que la enfermedad va presentando como nuevos patrones.

Después del divorcio también tuve que ajustar todos mis patrones de normalidad. Y en cada paso, aunque recibía consejos de amigos, familiares y otros tantos conocidos que se acercaron con ansiedad (todos convencidos de su felicidad y sabiduría que daba risa), los únicos consejos que realmente me servían eran los que había recibido de Ribero en los seis años que llevábamos juntos. Así fue no sólo un padre para mi enfermedad sino mi consejero para salir del duelo amoroso y seguir funcionando. Pero ahora no estaba más. Se había rendido.

En la habitación de Ribero había demasiada luz, y a esa hora un rayo de sol entró por la ventana y le iluminó la cara, haciendo que su piel tan blanca pareciera casi transparente. Una vena azul cruzaba su mejilla izquierda y desaparecía justo debajo de su ojo. Tuve un momento para darme cuenta de que antes jamás había tocado su cara. De que jamás lo había tocado excepto para estrechar su mano al llegar y al irme después de las consultas. Él sí me había tocado a mí. Me había tenido tendida en la camilla de su consultorio, me había golpeado las rodillas con su martillito de goma, me había pinchado distintas partes del cuerpo trazando el mapa de las áreas insensibles al contacto, me había agarrado los pies mientras yo trataba de levantarlos, me había sostenido los párpados muy abiertos para calcular la fuerza de los músculos de mi cara. Estiré un dedo y lo hundí en su mejilla izquierda. La carne era blanda y al hacer un poco más de fuerza se le deformó el gesto, ya no parecía sólo dormido sino un chico haciendo muecas frente al espejo. Pellizqué sus párpados y los sostuve levantados, pero no para calcular la fuerza de los músculos de su cara, sino para reencontrarme con sus ojos azules. No había nadie ahí. Cuando agarré su cara con las dos manos y le aplasté las mejillas hasta que su boca pareció la de un conejito me dio asco. Ese ya no podía ser Ribero, no era posible que hubiera quedado nada de él, y por lo tanto no sólo se había ido, sino que nunca iba a volver. Y tuve que aguantarme las ganas de darle una cachetada. Sólo entonces me di cuenta de que en tantos años nunca había usado su nombre, nunca le dije Ribero esto o aquello, tampoco le decía “doctor”, simplemente lo trataba de usted y evitaba cualquier vocativo. Pero ese día, mientras sentía el ruido de la respiración del cuerpo que Ribero había abandonado abandonándome también a mí, me arrimé hasta quedar a pocos centímetros de su cara, acerqué mi boca a su oreja hasta casi rozarla, y le dije “Ribero cobarde”. Le dije “co-bar-de” y deseé que estuviera escuchándome, que sintiera mi aliento y que supiera que era yo la que estaba ahí, no cualquier otro de sus muchos pacientes a los que seguro les decía las mismas cosas que a mí y cuyas vidas estaban fichadas en planillas idénticas a las mías. Esta vez yo sería la única y la más importante, a la que debía salvar y que había dejado atrás sin preguntarse cómo haría yo para seguir adelante. “Ribero hijo de puta”, le dije entonces y llevé la mano dolorida hasta su cara y con los mismos dedos que habían perdido toda la sensibilidad a las temperaturas y al contacto y con los que él se había dado por vencido mucho antes de abandonarme totalmente, le apreté la nariz con fuerza.

Al principio no pasó mucho, pero enseguida sentí un pequeño temblor y vi que el color de su

cara se encendía, como si estuviera volviendo de donde sea que había estado. No abrió los ojos. No empezó a convulsionar o a agitarse defendiéndose. Su pecho simplemente dejó de moverse.

Si hubiera entrado una enfermera, si alguien hubiera pasado a controlar que Ribero estuviera bien, las cosas habrían terminado diferente, pero en la clínica de Ribero, sin Ribero, ya nadie podía cuidar ni salvar a nadie.

Más archivos Vera Giaconi