Archivo
Bitácora
Fábrica de chocolates Mamuschka
Por Vera Giaconi
En este texto, Vera Giaconi comparte su propio mapa de Bariloche escrito a instancias del Festival.
Alguna vez vi un programa de cable que no sé cómo se llamaba pero que la mayoría conocía como “El mago enmascarado”. Básicamente trataba de un tipo con una máscara negra al estilo lucha libre mexicana, haciendo y después revelando los mecanismos de los trucos de magia más comunes pero también de los más nuevos y extraordinarios. Pero claro, después de que este señor mostraba el paso a paso de roldanas, cables ocultos, espejos y asistentes hiperentrenadas, uno básicamente tenía ganas de romperle la cara. Había un primer instante de “ahh”, porque uno había entendido el engaño, pero enseguida había un “nooo”, porque sin gracia ni motivo, el tipo acababa de destruir para siempre una ilusión preciosa, o una pequeña ilusión que, en el misterio, tenía su lustre. Enojaba ver el programa. Enojaba que, con sólo contarte una receta, hicieran desaparecer algo para siempre, y desaparecer de verdad, no como si estuviera escondido en un doble fondo.
Cuando puse un pie en la fábrica de chocolate, temí lo mismo. Casi no quería entrar. Me imaginaba al mago enmascarado agazapado detrás de las bolsas de cacao listo para decir “y así es como se hace” y adiós, chocolate sin gracia hasta el fin.
Pero no estaba el mago enmascarado ahí, estaba Matías, el hijo del dueño de la fábrica de chocolate Mamuschka, con un delantal blanco, gorrita roja y sonrisa. “A lavarse las manos”, fue casi lo primero que dijo. Y después explicó que sus productos están libres de TACC y que las normas de higiene y control deben ser estrictas incluso para nosotros, que sólo íbamos a mirar. Nos enfundamos en guardapolvos blancos, escondimos todo el pelo en gorritas rojas y enseguida estábamos en el depósito donde guardan las semillas de cacao, el corazón de todo. Agarramos un puñado y descubrí que el cacao huele feo, muy feo, es un aroma ácido, fuerte. Y me preparé, me dije que el camino hasta la delicia iba a ser largo, y sólo pude desear que en el proceso no se destruyera el encanto.
Pasamos por la máquina que tuesta la semilla y rescata sus primeros aromas, los que, dependiendo de las temperaturas y los tiempos, definen los sabores de lo que después se va a fabricar con ellas. Y Matías en su relato nos llevó al verdadero principio de todo, hasta la planta y los que la cultivan, que tienen que tenerle una paciencia de cinco años hasta que da sus primeros frutos. Después nos fue llevando, de máquina en máquina, hasta el lugar donde el cacao ya es pasta, ya se parece a algo como el chocolate derretido. Metió una cucharita en el tarro donde estaba esa pasta cien por ciento cacao y nos dijo “Prueben”. Nunca jamás creí que algo relacionado con el chocolate pudiera hacerme fruncir la cara como si fuera un pañuelo de papel sucio. El sabor es más que ácido, y te invade con violencia. Por un instante pensé que el chocolate es en realidad una trampa: nada verdadero puede tener su origen en un sabor como ese. Y sin embargo, ahí estaba Matías, que sabía exactamente lo que estaba haciendo y que conocía los trucos de su truco. Cuando nos hizo probar una pasta setenta por ciento cacao, que apenas un segundo antes nos habría resultado intragable, después de haber probado la primera, fue hasta demasiado dulce, y rica, muy rica. Cuando llegamos al cincuenta por ciento de cacao, y cuando después probamos el chocolate con leche, todo con pequeñas cucharitas de plástico que Matías hundía en tanques inmensos donde daban más bien ganas de tirarse a nadar, la magia del chocolate, en realidad, no se había roto sino que estaba renovada.
Y todavía faltaba una buena parte del recorrido. Pasar al sector donde ya no hay máquinas sino gente, las manos de un montón de gente que con sus delantales blancos y sus gorras rojas se reparte en distintas mesas, de acuerdo con sus saberes y oficio, para hacer lo que yo ya sabía, gracias al mago enmascarado, es la parte verdadera de cualquier truco: el momento en que las piezas se encastran y las roldanas giran y los espejos se rebaten y el conejo se esconde o se libera y la sierra no corta más que aire. En ese sector las manos revuelven ollas donde se calienta el praliné, extienden la pasta de chocolate en mesadas enormes para partirla después y volverla finas ramas, decoran ositos y conejos hasta darles incluso textura de peluche, envuelven los chocolates, ponen los bombones en sus cajas con formas de Mamuschkas, separan las almendras, las nueces, los pistachos que van a completar el sabor de un bocado, atan moños para terminar una decoración. Y en esa parte del recorrido, el mago Matías se encargaba de distraernos del quehacer de todas esas manos con un bombón en forma de diamante relleno de ganache, o una barra de chocolate con mousse de limón, o una guinda fresca y macerada, y decía “prueben, prueben”, con una gran sonrisa de orgullo, sabiendo que lo que estaba ofreciendo no podía fallar. Y sabiendo además que, aunque había dado la vuelta completa a su receta, máquina a máquina, obrero a obrero, fuente a fuente, cada bocado seguía brillando como truco nuevo y daban ganas de aplaudir.
Nos despidió con regalos y volvimos al hotel. Un rato después salí a caminar por la peatonal y me encontré con la gran esquina donde se venden los productos de la fábrica que acababa de recorrer palmo a palmo. Es una vidriera inmensa, donde reinan las figuras alegres de conejos y muñecas rusas, de ositos de chocolate blanco y grandes huevos de pascua decorados con lunares coloridos. Es como si hubiera explotado en esa esquina una bomba llena de alegría dulce y roja, muy roja. Y entonces lo sentí, ese leve amargor del principio del recorrido; algo, después de conocer la receta y seguirla paso a paso sí había cambiado. Porque iba a seguir siendo una turista incauta y deslumbrada por todos los paisajes de esta ciudad extraordinaria, pero un hechizo se había roto, y yo ya era indemne a los encantos de esa vidriera.
Es que ahora, que conocí el detrás de escena, las herramientas que usa y cómo empieza todo, a los tramoyistas y asistentes que son el verdadero y único secreto de un buen mago, lo único que me importa del chocolate es el sabor, el verdadero sabor, sin adornos.