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Mezcladito
Hace frío, Los iracundos
Por Selva Almada
Selva Almada, Mercedes Cebrián, Laurent Binet, Kjartan Fløgstad, Paula Peyseré y Lucas Soares participaron de una Maratón musical en la que eligieron la canción que marcó sus vidas y también nos contaron por qué.
Ellas revolotean por mi pieza. ¿Cuánto tendrán? ¿Dieciocho, veinte? Mi tía y sus amigas. Ellas, todas, viven en el campo y recalan en mi casa, en el pueblo, unas horas, para cambiarse, para ir al baile en el club Santa Rosa o en la pista de Cooque.
Yo las miro echada en mi cama. A veces mi primo y yo las miramos, los dos tirados en mi cama. A mi hermano no lo dejan porque es más grande, pero a mi primo sí porque tiene ocho años y si les ve las tetas no pasa nada. Se desvisten, se visten, se miran al espejo, vuelven a desvestirse, intercambian prendas que sacan de un bolso de lona que trajeron en el colectivo. Se ríen, cómo se ríen, todo el tiempo se ríen, con risas chillonas, alborotadas, de yegüitas. Hablan de muchachos. Me gustaría conocerlos a ver si son tan churros como ellas dicen. Si son tan churros no creo que les den bola porque ellas no son tan lindas.
Hablan de todo lo que hablaron en el trayecto desde el campo al pueblo con el chofer del colectivo, el Pepe Durán. El Pepe es pintón y en todos los viajes siempre tiene a una o dos pasajeras cebándole mate. El Pepe es mujeriego y unos años después de cualquiera de esas noches en que mi tía y sus amigas se preparan para ir al baile, él será sospechoso en el asesinato de una chica. Una chica que también iría a los bailes y se reiría como ellas y le cebaría mate a él, parada al lado del asiento, mirando la ruta y con el rabillo, el perfil apuesto de él, los rayban, el cabello que se le empezaba a caer. El Pepe Durán, que se ahorcó hace poco.
Se acomodan las permanentes con un rastrillo de plástico para que no se les desarmen los rulos y se pintan como puertas. Una le tiene el espejito redondo, de mano, a la otra para que acerque el ojo y se delinee, grueso, negro, con una colita al final como Cleopatra. Se echan perfumes, nubes de perfumes que flotan en el aire de la pieza, perfumes que compran por catálogo a la vendedora de Via Valrrosa o Avon. Prestame el Charisma, dicen, y se ponen apenitas una gota porque es el más caro que tienen.
Andan de acá para allá en calzón y corpiño, riéndose con todo. Y si se van a poner algo con breteles finitos, se sacan el corpiño y andan un rato con las tetas al aire. Todas tienen tetas muy blancas y chiquitas. Mi primo hace el que juega con unos soldaditos sobre la cama, pero engorda el ojo de lo lindo. Si lo pesco, lo codeo y él se ríe y se encoge de hombros. A ellas les gusta que las mire. Mi primo es todavía un niño, pero algún día será un hombre y creo que deben fantasear con que él seguirá acordándose de sus tetitas pálidas, las primeras que vio en su vida.
Nos mandan a pedirle prestado el pasacasete a mi hermano y ponen una cinta de Los Iracundos. Suben el volumen a tope y prenden cigarrillos y nos hacen abrir la ventana para que mi madre no sienta el humo y venga a hacérselos tirar. Hacen como que fuman, escupen el chorro de humo apenas les entra en la boca y los dejan apoyados en el borde de la mesita de luz, para que se consuman solos. A veces mi primo y yo agarramos uno y fumamos un poco, creo que lo hacemos mejor que ellas. Agarran un cepillo y cantan sobre la voz dorada de Eduardo Franco. Esta es mi favorita y cuando llega el estribillo yo también canto y muevo el pelo largo haciéndome la mona.
Y cuando se van, el sábado nos queda demasiado grande y silencioso. Con mi primo cerramos la puerta de la habitación para que no se vaya tan pronto el olor a sus perfumes y cosméticos y dejamos puesto el casete, lo damos vuelta una vez que termina y así hasta que mi hermano entra, desenchufa el aparato y se lo lleva, sacando con asco de adolescente rockero el casete de Los Iracundos y revoleándolo por el aire. Los dos nos desvivimos por atraparlo, mirá si se cae al piso y se rompe, sacando afuera la tripa de cinta. Entonces, sin música, les revolvemos las cosas que dejaron en el bolso y nos probamos los zapatos que fueron desechados esa noche por bajos, por altos, por el color o la forma, por no combinar con la ropa. Les usamos el maquillaje. Mi primo les roba un corpiño y se lo pone arriba de la remera, rellenamos las tazas con un par de medias y él baila arriba de la cama, moviendo las tetas de trapos, como una vedette.
Entonces cuando estoy dormida, ellas vuelven. Dos se meten conmigo en la cama y las otras dos o tres se amuchan en la de mi hermanita que, por esa noche, para hacerles lugar, duerme con mis padres. Entredormida siento el olor que traen que no es el mismo con el que se fueron. Aquel era fresco, limpio. Este viene pasado por la noche larga en el baile, mezclado al de los hombres que las abrazaron, las arrimaron y, quizá, las cogieron rapidito, de parados, en el estacionamiento del club. Ahora huelen a humo de cigarrillo, a sudor y a sidra. Las siento como desinfladas contra mi cuerpo. Exhaustas y un poquito borrachas. Las escucho cuchichear un rato en la claridad que ya entra por la ventana, hasta que se van quedando dormidas.