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Recorrido literario
Sobre el partir
Por Andrés Barba
Un recorrido por las salas del museo Malba en el que Andrés Barba lee un ensayo a partir de la obra “Tres figuras en marcha” de Héctor Poleo (1943), parte de la muestra Tercer ojo.
Parece agotado ya cuanto puede decirse sobre el partir o el marcharse. Como si todas las instancias en las que alguien se ha visto obligado a abandonar un lugar, todas sus fórmulas: guerra, hambre, deseo de prosperidad, de aventura, traición, delito, enfermedad… hubiesen sido enunciadas y el mero hablar del partir fuese caer en un cliché. Quien se marcha lo hace, como estas tres figuras primorosamente dibujadas por Héctor Poleo, porque no puede seguir donde está. Porque no le dejan. Porque no debe. Porque no lo desea. Y el mismo momento de partir implica ya estar en otra parte; se está aún aquí, pero perteneciendo a otro lugar, a otro mundo.
Como todos los gestos-puente, partir es el punto equidistante entre dos reinos fuera de la realidad: el que se abandona y aquel al que aún no se ha llegado. El que se abandona porque ya no tiene influencia sobre nosotros, el que aún no se ha llegado porque, por desconocido, aún no tiene ningún poder. El primero es un fantasma, el segundo, solo un concepto. De ahí la condición trágica del tiempo de los seres humanos, comparada tantas veces con la de una partida perpetua: vivimos inevitablemente acorralados entre lo que ya no somos y lo que no somos todavía. El presente, la realidad, eso que supuestamente somos con más fiereza, no es más que la sensación etérea, siempre lábil y difícil de percibir, el fantasma que se encuentra entre dos ficciones: el pasado y el futuro.
Pero eso no explica toda la extrañeza del partir. Porque quien parte, no olvida nunca mirar lo que abandona. Hasta quien evita mirar -como parece que hacen las figuras de Hector Poleo- está mirando, mirando el recuerdo, mirando aquello de lo que no quiere despedirse, y cae así doblemente en el gesto que pretende evitar. Mirar y partir son dos gestos inevitablemente consecutivos. Quien se haya visto reflejado en la mirada de un moribundo, un moribundo que nos quiere, entenderá lo que digo. El moribundo mira al que abandona con amor, pero también cosificándolo. Lo rescata para llevárselo consigo, pero a un lugar al que el vivo ya no puede acompañarle. El vivo evita mirar al moribundo, pero lo mira doblemente, niega lo que es en aras de lo que fue, porque lo que es en ese momento, ya no le ayuda a vivir. Tal vez por eso los vivos tenemos miedo a la mirada de los moribundos; quién sabe hasta dónde podrían arrastrarnos. Tal vez por eso los moribundos ya no pueden vernos del todo a los vivos: estamos demasiado inmóviles para ellos, que parten.
Pero partir, abandonar un lugar, a una persona, más que condenarlo al pasado, es neutralizarlo. El lugar queda en un tiempo oscuro y sin influencia. Desde ahora estará siempre en nuestra imaginación como perdido. Y nosotros, que seguimos en marcha, percibiremos ese lugar como si estuviera anclado. Los lugares y personas a los que hemos abandonado, pertenecen ya para siempre al terreno de la necesidad. No pueden dejar de estar donde están. Y esa es la nueva paradoja de la partida: nosotros, que los habíamos abandonado para sentir por encima de todo nuestra propia importancia, nos sentimos inevitablemente aleatorios e intercambiables frente a esos lugares y personas necesarias. Nosotros podremos ser otros, ellos no dejarán de ser nunca lo que son.
De ahí que el miedo esté en la partida como la pesadez en las piedras. Quien parte, huye necesariamente. Del lugar del que parte, de sus enemigos, pero no menos de sí mismo: de la persona que él mismo fue en ese lugar. Como ya no tenemos testigos, el partir nos perdona tener que seguir siendo quienes somos. Partimos para descansar de esa persona en la que estamos atrapados. Tenemos la esperanza de que, sin testigos molestos, podremos convertirnos en otra criatura luminosa que no hemos logrado ser aún. En ese sentido, tras el miedo, partir implica siempre un estado de gracia: una liviandad. Incluso aunque la partida fuera una humillación, sería una humillación que ha terminado. Spinoza lo llamaba alegría, amor a lo real. Y la alegría es un sentimiento confesable solo a medias, un sentimiento irracional, que nos invade.
Buena parte de esa alegría del partir viene también, me parece, de haberse librado de lo innecesario. Y es que quien parte se ha visto obligado a abandonar muchas cosas, cosas de las que ha dependido mucho tiempo, pero que ya son demasiadas como para cargar con ellas. Quien parte ha de cruzar necesariamente el trance de distinguir lo esencial de lo aleatorio. Una ecuación a la que se añade siempre el factor de nuestra propia fuerza. Cargamos -literalmente- con lo que podemos cargar. Héctor Poleo lo hiperconcentra en su cuadro en ese bultito morado que lleva el personaje central. Un bultito morado que tal vez esconde algo de comer, lo necesario para el viaje o quizá lo único valioso, como esos saquitos con monedas a los que murieron abrazadas las personas que huían de Pompeya cuando estalló el Vesubio: el fruto de una vida de trabajo, los ahorros. Que cada cual examine su corazón en la partida y decida qué es esencial y qué prescindible. Se llevará más de una sorpresa.
Y también otro acierto maravilloso de este cuadro; los pies descalzos. Es como si toda la honestidad de esos personajes residiera misteriosamente allí. Si hubiesen estado calzados tal vez habríamos podido sospechar de ellos. Descalzos no. Sobre todo cuando su andar descalzos no es una cuestión de pobreza, como demuestran sus vestidos, sino una especie de elección moral. A la inversa, el curupí, esa bestia de la mitología misionera que viola a las muchachas, tiene los pies hacia atrás: para despistar a quien le persigue. Con los talones hacia adelante y los dedos hacia atrás, las huellas del curupí son siempre engañosas, porque él mismo es una criatura que precisa del engaño para lograr sus propósitos. Estos tres personajes, sin embargo, misteriosa y maravillosamente descalzos, nos hacen sentir a nosotros mismos la textura de la tierra en nuestros pies. Como dijo Suan Tzu: “Alcé la mano para saludar al pájaro en el arbusto y sentí la forma del saludo en la palma de mi mano”. Los gestos colmados de autenticidad, siempre acaban volviéndose de alguna manera sobre sí mismos, haciéndose autorreferenciales. Y así el cuadro de Hector Poleo se convierte inevitablemente en reflejo de todas las veces que hemos partido, de las que partiremos todavía. Quien no está atado a ninguna cosa, a ningún lugar, está también por encima de toda pérdida.