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Libros viejos

Bitácora

Libros viejos

Por Andrés Barba

Como es costumbre, los Festivales de literatura Filba se despiden del público invitando a los escritores, músicos, dramaturgos y artistas invitados a leer un texto escrito especialmente durante esta fiesta literaria en la Ciudad de Buenos Aires.

En uno de los libros que he tenido ocasión de comprar en una de estas librerías de viejo de Buenos Aires, El libro de horas de Rilke, casi al final, y mientras lo hojeaba en la librería, me crucé con una oración terrible y emocionante a la vez:

“Oh, Señor, da a cada cual su propia muerte”.

Me acordé de pronto, como de rebote, de una nota necrológica que leí en Madrid hace un par de meses y que hizo que estuviera riéndome una semana entera:

“Ha fallecido Margarita Rodríguez.

Sus hijos, Margarita y Abilio y su esposo Abilio la lloran.

Señor, no te preguntamos por qué te la has llevado. Te damos las gracias”.

Me parecía que la oración temible, seria y emocionante con la que Rilke pide para cada uno de nosotros la muerte que nos es propia, la que nos corresponde, se mezclaba con esa nota necrológica, cómica a su pesar, que habían escrito los familiares de Margarita Rodríguez y que tal vez nuestra vida sea gloriosa e inevitablemente eso; un pensamiento sublime, pero que se tiene justo en el momento en el que el calentador de agua de la ducha se descompone y nos vemos de pronto bajo una lluvia helada, o como en aquella película de Almodóvar en el que se ve a una chica besando apasionadamente a un chico mientras piensa: “Es verdad que le quiero, pero tengo tantas ganas de tirarme un pedo…”.

Luego, como tengo una cabeza propicia a asociaciones no muy justificadas, pensé si la muerte de aquellos libros de viejo dispuestos en tres filas por estantería era, como rezaba Rilke, una muerte propia, si estaban vivos o no lo estaban aquellos libros de saldo, si el libro que yo no vi y que tal vez me esperaba era como ese libro del poema de Borges en el que observa su biblioteca y tiene aquel pensamiento siniestro:

“Hay uno de estos libros que ya no abriré nunca más”.

Me preguntaba también si era o no una oración válida aquella de Rilke de desear para cada uno su muerte propia, y si aquellos libros de viejo, ya leídos por alguien, iban a empezar ahora que los comprábamos nosotros una segunda vida tal y como tantas personas viven una segunda vida, y hasta una tercera, y una cuarta.

El libro que compré por veinte pesos, pensé luego, ya existía cuando mi padre no existía, existía antes de los enamoramientos que han creado mi vida y la de todos los que estamos aquí y no es poco probable que siga existiendo cuando, propia o no, nos haya llegado la muerte a todos nosotros y nuestros familiares escriban una nota necrológica que haga reír a alguien que no ha nacido todavía.
Al salir de la librería me senté en un café con ese mismo libro de Rilke y lo abrí por cualquier lado, un poco inseguro, como cuando era un niño y abría un libro al azar y apuntaba con el dedo a cualquier parte de una página cualquiera para ver si, por una intervención mágica, estaba allí escrito lo que nosotros sentíamos y no sabíamos qué era. Yo quería saber el otro día una cosa que era en realidad una tontería: si debía tomarme aquello en serio o no, si los días que iba a pasear por Buenos Aires me los tenía que pasar sumergido en la densidad irresoluble de las oraciones de Rilke o si lo que tenía que hacer era comerme un asado de tira del tamaño de un niño de seis años, y pensar en Mimí, y reírme cuando trataran de imitar mi acento de gallego.

Y entonces cerré los ojos y abrí el libro de Rilke por la página 20:

“Estoy solo en el mundo y sin embargo
No lo bastante solo como para consagrar cada hora.
Soy demasiado débil en el mundo y sin embargo
No lo bastante humilde como para ser delante de ti
Como una cosa oscura e inteligente.
Quiero mi voluntad y quiero acompañarla
Sobre las vía de la acción,
Y quiero que cuando lleguen los tiempos sosegados,
Cuando las cosas se aproximen,
Estar entre aquellos que saben vivir solos.
Quiero reflejarme siempre en tu totalidad,
Jamás estar ciego o quebrantado
Y sostener tu imagen pesada e insegura.
Y quiero que mi pensamiento
Sea verdadero en tu presencia.
Quiero describirme como una imagen
Que yo vea de cerca y desde lejos
Como una palabra que comprendo,
Como un cántaro cotidiano,
Como el rostro de mi madre,
Como un barco que me transporta a través de una tormenta.
Ya lo ves, quiero demasiado:
La oscuridad de una caída sin final
Y el juego tembloroso de la luz en cada ascenso”.

Eso fue lo que leí. Haced de todo esto el uso que queráis. A mí me permitió las dos cosas sin resolver la pregunta, y al final me comí el asado y me lloré mi pequeña lágrima, las dos cosas con alegría.
 

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