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Ni la lengua nos quedó

Bitácora

Ni la lengua nos quedó

Por Lila Navarro

Luego de cuatro días de intensa actividad, el festival invita a escritores participantes a leer un texto escrito durante los días de encuentro literario en la ciudad.

Lo primero que dice el remisero cuando escucha la dirección es “ah, eso es del otro lado del arroyo”. No entiendo si lo dice para mí o para él mismo, por las dudas le digo que sí. Quizás para el oído desprevenido, “del otro lado del arroyo” puede pasar por una indicación de lugar, un dato geográfico. Sin embargo, en Azul, la aclaración, así, explícita, puede significar un poco más. En estos días que tanto se habló de márgenes, no puedo dejar de ver que del otro lado del arroyo empieza una periferia, una de las tantas para quien se asuma parado en el centro. Ahí, del otro lado del arroyo, del lado que no se inunda cuando hay crecida pero en el que igual las casas valen menos por el solo hecho de estar en Villa Fidelidad o en San Francisco, viven algunos de los descendientes del cacique Cipriano Catriel.

Apenas bajo del auto veo a una chica de pelo negro, larguísimo y lacio, que sale a abrir la tranquera. Tendrá mi edad, pienso, después voy a confirmar que sí, que tenemos casi la misma edad. Se llama Alejandra Catriel.

Adentro hay otras mujeres sentadas en un sillón. Enseguida me llama la atención la del medio, que se presenta como Beatriz pero que Alejandra llama la tía Cuqui, una de las más viejas de la comunidad. Su mamá, Catalina Catriel, era bisnieta del cacique. Tiene el pelo corto, teñido de rubio, y es la que menos habla, sentada en el medio de las otras dos. “Yo vine solo a escuchar” dice en un momento, como pidiendo disculpas.

Alejandra es de la generación que le sigue y no se siente representada por la única voz que hasta ahora hablaba por los Catriel. Hace muy poco se convenció de que hace falta organizarse de otra manera si la idea es recuperar lo que queda de su historia, reconstruir las piezas que faltan (que son muchas), levantarse, hacerse escuchar. Y ese convencerse fue a raíz de un hecho puntual en el que palabras como recuperación y usurpación de tierras, pueblos originarios y delincuentes se cruzaron en la tapa de los diarios locales para dejar al descubierto que hay algo más, que algo más denso pasa acá en Azul, todavía, a uno y otro lado, y discurre como otro arroyo subterráneo para dividir, como se dividió siempre, los indios de los gringos, los negros de los chetos, lo que está bien de lo que está mal, en extremos bien opuestos, y si es posible bien lejos.

Hasta hace unos meses Alejandra no quería saber nada con sus raíces pampas. Ella sabe, dice, lo que es llevar el apellido Catriel y ser la “negra de atrás del arroyo”, señalada, desplazada, por más que el uniforme del colegio privado le prestara por un rato cierta igualdad con las otras chicas, las que en verano en vez de nadar en el arroyo preferían la pileta del club. Y no por mujer lo pasó peor. El hermano de Alejandra, Juan, llegó a querer cambiarse el apellido. Venía llorando a la casa cada vez que en la escuela lo hacían pasar al frente por el día del aborigen y los compañeros se reían y le decían cosas. Veo que Beatriz baja la vista y asiente: sigue escuchando. Ella no fue a la escuela, no tiene esas historias para contar, así que toma mate y ese silencio doliente y manso tiene cada vez más presencia, más que las fotos que me traen para que vea, las fotocopias de documentos que apenas se leen, y los objetos rescatados antes de que se pierdan del todo.

A ellos, los jóvenes, el conflicto de las tierras les sirvió de quiebre, dicen, para pensar distinto. De Cipriano saben muy poco, les gustaría saber más. De todo nos gustaría saber más, dice Alejandra. Lo que conocemos es por los blancos, por lo que escribieron los blancos. Que era buen guerrero, orador, aliado del gobierno en eso de repeler los malones, que estaba empeñado en asimilar las costumbres cristianas. De la muerte, de cómo fue esa muerte lanceado por su propio hermano, tampoco saben. No sabemos nada, porque a nosotros no nos hablaban de eso, dice

Alejandra, fijate que ni siquiera la lengua nos quedó.

Entonces habla Beatriz: “Yo sí lo oí a él, hablar palabras en su lengua… pero no, a nosotros no nos enseñó.”

Con ese “él” se refiere a su abuelo, el que decidió no transmitir a sus hijos el idioma con el que la tribu nombraba las cosas pero también las ideas que tenían del mundo, y el mundo mismo. Alejandra supone que lo hizo para protegerlos, para que no sufrieran la exclusión que igual sufren, con o sin lengua, con o sin tierras. Suponen, arriesgan, pero no saben. Por la razón que fuera, el mandato pareció ser asimilar bien rápido la cultura del blanco: la religión, la lengua, la ropa, el alcohol, todo junto y todo entreverado.

Beatriz se calla de nuevo y es difícil sacarla de ahí, quién sabe qué cosas recuerda y elige no decir. En un momento se abre la puerta y entra otra chica joven a la casa. ¿Acá es la reunión de los indios? pregunta en voz muy alta, y todas se ríen, sin ceremonia ni artificio. La chica se sienta con los brazos cruzados, a escuchar también, porque parece que Beatriz quiere decir algo más: “los curas eran los que sabían venir a hablar con él, se sentaban debajo del árbol, ahí, a conversar, pero él a nosotros no nos decía nada.”

Alejandra sabe que todo eso que el abuelo no le dijo ni le enseñó a Beatriz ni a sus otros nietos ahora está perdido y no hay dónde ir a buscarlo. Habrá otras personas, sí, otras comunidades. Pero eso no. Algo en esa sucesión se cortó y ellas saben que para muchas cosas es muy tarde. Por lo menos logramos juntarnos, hablar con otros descendientes que sabíamos que vivían en el barrio pero que hasta el año pasado gracias si nos saludábamos, dice Alejandra, y no es poco.

En la película “La grande bellezza”, que vi antes de viajar a Azul, aparece un personaje al que todos idolatran, una monja penitente de más de cien años, Sor María, que casi ni se mueve. La gente habla por ella, se ofrecen ceremonias en su honor, se citan frases que supuestamente dijo, pero la viejita no dice nada, está ahí, quieta, callada, como Beatriz, hasta que en una escena parece despertar y le dice al protagonista, que es escritor: “¿Sabe usted por qué yo solo como raíces? Porque las raíces son importantes.” Me acuerdo de eso cuando salgo de la casa de Alejandra pero esta vez no llamo al remis. Camino. Son pocas cuadras hasta llegar al puente que cruza el arroyo y me lleva al otro lado.

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