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Mezcladito
La pampa infinita
Por Lila Navarro
Seis escritores se embarcan en la paradójica misión de escribir una microficción sobre la pampa, ese territorio vacío e inabarcable que, en palabras de Sarmiento, es el reflejo del mar en la tierra.
La mujer despierta a sus hijas en mitad de la noche.
—Vayan al auto, siguen durmiendo ahí —les dice en voz muy baja y sin encender la luz.
Obedientes, las tres, se visten como pueden y se suben al auto sin preguntar nada. El hombre habla por teléfono y anota algo en una libreta. La mujer mete bombachas, camperas y pulóveres en un bolso de jean y demora con ese trámite la salida.
Todavía es de noche y hay niebla cuando el Renault 12 bordea la rotonda para tomar la ruta 3. En el asiento de atrás la única que no duerme es Emilia, que no sabe cómo ubicar el cuerpo para estar cómoda. El problema es la cabeza. Si la deja quieta, se le cae hacia atrás apenas empieza a dormirse y el peso la despierta. Si la apoya contra la ventanilla le molesta el temblor del vidrio, que se le mete adentro de los huesos de la cara y le hace cosquillas.
—¿A dónde vamos? —pregunta asomada al hueco entre los asientos delanteros, por encima de las piernas de su hermana.
—A Monte —dice el hombre sin mirarla.
Emilia no pregunta por qué. En lugar de eso mira las manos del hombre, firmes sobre el volante. La mujer va callada y quieta. Emilia vuelve a su lugar junto a la ventanilla derecha, y prueba poner un buzo entre su cabeza y el vidrio helado. Del asiento de adelante le llega cada tanto un rumor de palabras que no alcanza a entender: las voces se mezclan con el ruido del motor, de las ruedas avanzando sobre la ruta mojada. Algo sobre la tía. Los sonidos de las palabras parecieran flotar y quedar suspendidos en el silencio, en ese silencio encapsulado en la oscuridad del paisaje. Por un instante Emilia piensa que ellos cinco, ahí, en ese auto, son lo único que existe en el mundo.
—¿Después de Azul qué hay? —pregunta.
—Nada. Hasta Cacharí no hay nada —contesta el hombre— dormite que es muy temprano.
Emilia sopla el aliento en la ventanilla. Desempaña el vidrio y trata de ver hacia fuera: la nada, esa negrura profunda y húmeda de pozo. Cierra los ojos y se imagina las manos con pecas de la tía cruzadas sobre la panza, como los muertos de las películas. Las uñas cortas, pintadas de rosa, las pecas como manchitas de café con leche. Cuando los abre de nuevo, un resplandor rojizo en la intemperie, allá lejos, todavía no alcanza para hacer desaparecer la luna pero sí para alumbrar algunas vacas, árboles, quietos, los pastos desparejos y blancos por la helada. La luz es lo que cambia todo, piensa Emilia, y presta atención a los bordes, que ahora ve y que por eso existen, a los límites de esa inmensidad que no es infinita porque si en algún lado empieza en algún otro terminará.
No hay nada, dijo el hombre.
Pero de a poco el filo del sol va cambiando de color y la línea que antes era perfecta se va curvando hacia arriba. Emilia quiere mirarla de frente pero el brillo la obliga a desviar los ojos hacia el llano, que se mueve a la misma velocidad del auto, a mirar los charcos, alguna que otra flor dura y perdida, los cables de electricidad que se proyectan delante de ella y se repiten como una cinta interminable. Entonces piensa otra vez en la tía, en las bolsitas de lavanda que la tía pone entre la ropa limpia y en su olor, que es igual al de esas bolsitas, y vuelca todo el cuerpo hacia delante para preguntar cuánto falta para llegar a Monte.