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Necrológica de Alberto Olmedo

Mezcladito

Necrológica de Alberto Olmedo

Por Félix Bruzzone

Hay algunos monumentos a Olmedo dispersos por ahí. Uno acá en Mar del Plata. Uno en Buenos Aires. Otro en Rosario. Quizá haya más. La memoria de un pueblo casi siempre se convierte en monumento. A veces, a pesar de ese pueblo. No creo que sea el caso de Olmedo, pero por qué no dudar.

Fuimos muchos los que no vimos las gracias de Olmedo y los que nunca dijimos qué genio. Puede parecer increíble, pero así fue.

No hace mucho, pasé con mis tres hijos por el monumento a Olmedo que hay en la calle Corrientes. Bastante bueno. Él está sentado en un banco junto a Javier Portales, los dos de cuerpo completo, tamaño natural, y la escena representa no sé cuál de los sketches que hacían juntos en televisión. En el medio del banco hay un espacio para que los que pasean por ahí se puedan sentar y sacarse una fotos junto a los próceres. Mis hijos lo hicieron. Las fotos las saqué yo. El mayor se sentó tímido. El del medio se sentó, estrechó la mano de Olmedo, estrechó la mano de Portales, se ubicó tocándoles las rodillas en señal de amistad eterna, y esperó la foto. La más chiquita se acercó, se quedó frente a ellos, a unos pasos, miró a Olmedo, miró a Portales, evaluó la situación, dijo no, se dio media vuelta y se fue. No hubo foto.

Tres versiones bastante contundentes de la relación con el pasado.

Hace poco una astróloga me dijo que mi matrimonio estaba compuesto por dos signos de tierra. Ella Capricornio, yo Virgo. Y nuestros tres hijos venían a complementar la cosa con sus tres signos de agua: Cáncer, Piscis y Escorpio. Un lindo equilibrio. Aunque, como todo equilibrio, siempre vacila, y hasta se puede romper.

Olmedo no tuvo tanto equilibrio el día de su caída mortal. El mundo parece que es así: si no hay equilibrio, chau. Pero por otro lado, como dice un documentalista al que conocí hace poco, “El universo tiene una contabilidad exacta”. Así que siempre está la posibilidad de esperar. Un nuevo equilibrio, una nueva vida, todo está a la vuelta de la esquina.

Este documentalista tuvo hace unos años que ir a filmar a la Antártida para un canal norteamericano. En un momento apoyó mal un trípode sobre el hielo, el trípode era bastante pesado, pero como allá el viento es muy fuerte, lo volteó, y el trípode, al caer, mató a un pingüino. Al tiempo, el documentalista-asesino-de-un-pingüino recibió una carta pidiendo explicaciones. Remitente: dependencia medioambiental del gobierno norteamericano. Entre otras cosas, le pedían que pensara en el futuro y que planteara formas de prevención de accidentes similares. El documentalista-asesino-de-un-pinguino contestó: la única forma de prevención que se me ocurre es que no manden más gente a la Antártida, mientras manden gente, siempre existirá la posibilidad de que la gente, queriendo o sin querer, mate animales. Meses después, el documentalista-asesino-de-un-pingüino descubrió que casi todos los accidentes geográficos de la costa de la Antártida que él había conocido fueron nombrados con apellidos de peleteros, balleneros, o de las mujeres y amantes de estos y aquellos. Entonces, como en una “ocurrencia de escalera”, tuvo ganas de haber respondido: Todo bien, muchachos, pero:  ¿cuántos pingüinos tengo que matar para que le pongan mi nombre a una bahía?”

La historia también tiene sus desequilibrios. Y los monumentos muchas veces vienen a saldar un poco esos baches. O quizá sean, precisamente, la forma más patente de esos desequilibrios. Falta uno de los grandes, monumento. Falta otro, monumento. Faltan 30.000 personas, monumento. Hace poco fui a ese cafecito que hay en la calle Austria y Vicente López, donde funciona el Instituto Perón, a la vuelta de la Biblioteca Nacional. El bar se llama “Un café con Perón” y, si querés, te podés sentar a tomar un café con una estatua tamaño real del General. Lo mismo podés hacer en ese otro café llamado La Biela, donde a la mesa están sentados Borges y Bioy Casares. A pocas cuadras de distancia tenés el café del descamisado y el café de la aristocracia. La tensión es la forma del equilibrio. El equilibrio es conflicto. El café es para todos.

Con respecto a los llamados monumentos memorialísticos (como los del Parque de la Memoria, o lugares así, de memoria), no me termino de decidir. Diego Tatián, en un ensayo publicado en su libro Lo impropio, editorial excursiones 2010, comenta que hay monumentos y antimonumentos, y que los espacios de memoria, como la ex ESMA, son más bien antimonumentos. Lugares sagrados de la ciudad que creció espontaneamente pero que en esos lugares está bien que se detenga y se vuelva eso, algo sagrado, lugar para pensar y lugar que piensa.

En la ciudad de Colonia, Alemania, existe un sitio de memoria llamado Casa ELDE. Es un lugar donde la Gestapo encarcelaba, torturaba y asesinaba a los opositores del régimen nazi. Las ejecuciones se realizaban en unas horcas que había en un patio especialmente destinado a tal fin. En el momento de mayor operatividad, en ese patio llegaron a matarse 100 personas por día. La ciudad de Colonia tiene una catedral muy famosa. La ciudad, durante la segunda guerra mundial, fue intensamente bombardeada por los aliados, y quedó casi completamente en ruinas. A la catedral las bombas no la tocaron porque sus torres servían a los aviadores como punto de referencia para apuntar. Además de la catedral, fueron muy pocos los edificios que se salvaron de los bombardeos. Uno de esos edificios fue la Casa ELDE. La casa ELDE pertenece a una familia de joyeros que mientras conservaba su negocio en la planta baja y vivía en una de las plantas superiores, alquilaba el resto al Estado Nazi. El resto era, por ejemplo, el sótano donde la Gestapo torturaba y mataba opositores. Esta familia llegó a alquilar también parte de la planta baja para que allí funcionara el registro civil de la ciudad. Es por eso que existe el caso de una pareja que fue a casarse al registro civil y luego llevada al sótano detenida, y luego a la horca del patio. Como el estado alemán es muy respetuoso de la propiedad privada, para que en la Casa ELDE hoy funcione un sitio de memoria tiene que alquilársela a la misma familia que antes se la alquilaba a la Gestapo. En todo el tiempo que pasó desde que la Gestapo abandonara la casa hasta que el estado decidiera usarla como sitio de memoria, la familia no hizo modificaciones en el sótano, que quedó casi en el mismo estado en que había quedad al término de la guerra. Esto no fue porque la familia así lo quisiera, ni por imposición judicial alguna, sino porque al momento de volver a alquilarla, la familia todavía no había juntado el dinero necesario para hacer esas reformas. Fue una casualidad que ahí hayan quedado los calabozos, el baño y los espacios de tortura casi intactos. Los calabozos, por ejemplo, están llenos de anotaciones que hicieron los últimos prisioneros. En uno de ellos sobrevive la anotación de un cautivo francés que dice: “Esto es el infierno. No hay nada para hacer. Estoy muy aburrido”. Leer eso después de escuchar al guía que dijo que en una celda de 3mx2m la Gestapo metía hasta 50 personas, casi apiladas, causa cierta gracia. Le comento esta curiosa anotación a una amiga francesa especialista en sitios de memoria y centros clandestinos de detención. Ella dice: “Los franceses siempre nos quejamos de que nos aburrimos. Incluso en los centros de exterminio”.

Está muy bien que una francesa reconozca el mal del aburrimiento como propio de su nación cuando, como señala Luigi Amara en su libro La escuela del aburrimiento, el aburrimiento, en curiosa analogía con las enfermedades venéreas, parece constituir a menudo un mal extranjero, algo que acecha al vecino, que es quien le da nombre. Valga la paradoja de que la palabra empleada en francés para designarlo, spleen, sea inglesa mientras que la que se utiliza en inglés, ennui, sea francesa.
Lo que parece claro es que los centros de exterminio no combaten el aburrimiento. ¿La última dictadura convirtió a la Argentina en un país-centro-de-exterminio, aburrido y melancólico? Es posible. Los de mi generación no lo vivimos en forma del todo directa. Pero sabemos que reunirse era peligroso, que había estado de sitio, que en el obelisco colgaba ese cartel de “el silencio es salud”, etc. etc. La explosión democrática y el destape de los 80’ dan cuenta un poco de esa parálisis emocional de los años previos.

Los centros de exterminio recuperados tampoco combaten el aburrimiento. Por muchos eventos copados que organice el Centro Cultural nuestros Hijos o el Haroldo Conti, en la ex ESMA, el pasado es una bestia demasiado ronca. Nadie que quiera de verdad divertirse va a ir a meterse a uno de esos lugares.

Es un problema qué hacer ahí, ¿no? Más allá de las corridas por derecha, y por izquierda, todavía falta mucho para que la Historia termine de barrer los platos rotos y acomodar las sillas. Y memorializar, salvo que le pongamos onda, mucha onda, no es una tarea muy divertida.

El que seguro alegró y alentó un poco el ánimo de aquellos años grises fue, precisamente, Alberto Olmedo. Un culo, una teta, una puteada dicha a tiempo y todo el deseo a flor de piel, iridiscente siempre. Hay ensayos sobre cómo el horror, la percepción del horror, incide en la libido de quienes están expuestos a él. Además, siempre es posible reírse de las cosas que pasan.

Lo que importa es el equilibrio. Por eso tengo tres hijos. Uno se acerca a Olmedo, lo mira tímido y se saca la foto por convención. Otro le da la mano y se divierte, como si fuera un fan, la caricatura de un fan, hasta parece una parodia del fan, (todo junto),  o como si reconociera enseguida, transgeneracionalmente, la virtud del humor. Y la otra, la última, la más joven de los tres, la que todavía no habla, lo mira un rato y dice no, para qué, y se va. Eso sí, creo que a los tres Olmedo les dijo algo. Y yo, que apenas lo vi, que apenas me sacó alguna vez alguna sonrisa un poco incrédula, voy a tener que aprender a ver mejor.  ¿Qué les mostraste, Olmedo?, decime, por favor, ¿qué te vieron?

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