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Mi verdadera vida

Filbita

Mi verdadera vida

Por Félix Bruzzone

Filbita 2018: Las historias que nos cuentan
(AUTO) BIOGRAFÍAS APÓCRIFAS
Contar el cuento de quiénes somos no es lo mismo que escribir una biografía. ¿O sí? El autor leyó en el festival este texto escrito a partir de la propuesta de contar sus propias vidas, pero en una biografía apócrifa.

Mi vida, la verdadera, empieza un día en que suena el teléfono, lo atiendo, y viajo a otra dimensión. En la otra dimensión hay muchos teléfonos. Miles, hasta el horizonte. Y ahí estoy, un poco sin saber qué pomo hacer, cuando empieza a sonar uno, y como no sé cuál es el que suena me quedo mirándolos a todos. Aparece entonces una mujer. ¿No atendiste? Es que no sabía cuál era. Era yo, dice ella, y al mirarme a los ojos me envía a otra dimensión. Esta es una dimensión donde la gente habla de usted y es muy respetuosa de las buenas costumbres. Y como dentro de las buenas costumbres está la de no tirarse pedos, lo cual va en contra de la fisiología, que estima que una persona adulta suelta en promedio catorce pedos por día, todos se aguantan los pedos permanentemente, lo que hace que estos se acumulen en el sistema digestivo de los que habitan esta dimensión, convirtiéndola en una dimensión de panzones. ¿Por dónde sacan los pedos?, le pregunto a uno. Los transpiramos, dice, el gas se diluye en el sudor y va saliendo de a poco. Qué interesante, pienso, y sin querer me tiro un pedo y ya estoy en otra dimensión. Esta vez la cosa se pone más brava. Es un escenario postnuclear y lleno de mutantes. La mayoría de ellos son mitad humano y mitad animal, como las sirenas. El problema es que cada uno se reivindica como miembro de una nueva especie elegida para dominarlo todo, lo que lleva a una guerra permanente. Una guerra por la supremacía de una especie que, en realidad, es una guerra de individuos, una guerra de todos contra todos donde cada uno de ellos representa a su propia especie inexistente. Me gustaría decirles: son todos lo mismo, son todos mutantes; pero el alto grado de convencimiento que expresa cada uno de ellos con su fiereza al luchar indica que mi intento sería inútil. No me gusta la guerra, y mucho menos esta, tan absurda. Necesito cambiar de dimensión, urgente. Y si bien tengo cierta facilidad para pasar de una dimensión a otra, nunca se sabe. Le pido ayuda a un viejo que está fumando en una zanja. No quiero que me descubran, me dice, estoy viejo para pelear, yo también vengo de tu dimensión, llegué acá fumando esta pipa y ahora que me quiero ir resulta que la pipa no funciona, y ya queda poco tabaco. ¿A ver?, le digo, y le arrebato la pipa, fumo lo último que queda y ya estoy en otra dimensión. Me siento un poco culpable por haber dejado al viejo encerrado en esa dimensión llena de guerras, y encima tirado en una zanja. Pero bueno, en la zanja se había metido él solo, ¿qué culpa tengo yo? Además, era un viejo. En esta dimensión soy sordo, o no hay sonidos. Sin embargo, cada vez que me cruzo con una mujer escucho que me dice "te amo". ¿Qué significa? ¿Es una contraseña? ¿Una contraseña para qué? ¿Por qué me la dan a mí? Pasa el tiempo, siguen pasando mujeres diciendo "te amo" y cuando intento intimar con ellas siempre salen corriendo, como perseguidas por el pudor, o por un monstruo. Estoy confundido. Ya no sé si las palabras las dicen ellas o si las trae el viento que luego las aleja de mí. Quizá sea eso, que el viento, en esta dimensión, en lugar de su típico silbido, diga "te amo" cada vez que sopla. ¿Pero no es mucha coincidencia que siempre sople cuando pasa una mujer? Por otro lado, sigo sin saber a quién decirle te amo. ¿Tendría que decírselo a una mujer, a un hombre, a un animal? ¿Alguien me escucharía? Decido acercarme a una muchacha que se lava el pelo a la orilla de un río. Es tan joven y tan bella que parece haber nacido recién, nimbada por una amplia luz, y por el reflejo de esa luz en el agua, de inocencia. ¿Su aspecto? Larga cabellera blanca, piel muy blanda y gris. Pero no gris-cadavérica, brillante como un espejo. Y tan desnuda y perfecta que verla de cuerpo entero resulta casi imposible, así que la miro por partes. ¿A qué parte le voy a decir te amo? Decírselo al oído sería lo obvio, y siempre se corre el riesgo de que los oídos no entiendan. Es así que me dirijo a su omóplato izquierdo, que sube y baja al ritmo del brazo izquierdo, que entra y sale del agua. La muchacha se sorprende. ¿Escuchará? ¿Se dará cuenta  de dónde vienen mis palabras? Hace movimientos con sus manos sobre el río, como de pase mágico, y el agua se detiene. La muchacha entrecierra los ojos y se queda muy atenta. ¡Fui yo!, ¡fui yo!, quiero decirle, pero mis palabras no salen de mi boca y descubro dos cosas: "te amo" es lo único que se puede decir en esta dimensión, y soy invisible para ella. ¿Será porque es la mujer equivocada? ¿Siempre fui invisible para ella, o desaparecí en algún momento específico? ¿Mi desaparición fue antes o después de decir "te amo"? ¿O fue mientras duraban mis palabras en el aire? El río vuelve a moverse, es lento, la muchacha y yo nos quedamos hipnotizados por ese movimiento centelleante del agua hasta que, sin ningún aviso, esta se arremolina ferozmente, me succiona y me transporta a otra dimensión. Esta vez el viaje dura unos segundos, lo que me da tiempo para ilusionarme pensando que la muchacha, durante el tiempo en que mis palabras flotaban alrededor de su omóplato, me haya amado como yo la amé. Pero... ¿la amé? La nueva dimensión es extremadamente aburrida. Una gran llanura casi transparente y suspendida entre un cielo muy vacío, apenas herido por unas pocas estrellas diminutas y, por debajo, un hondo precipicio oscuro en el que pueden adivinarse grietas y grumos en la piedra. La siguiente dimensión, a la cual no sé cómo llegué, pero acá estoy, es esa misma llanura, pero agitada por algo que la encrespó hasta formar altísimas montañas. Paso de dimensión después de escalar la montaña más alta, y empinada, y ahora estoy en en una dimensión donde todo lo que puedo hacer es extrañar a la muchacha a la que le dije "te amo". Si al menos supiera su nombre podría extrañar también eso, el nombre. Es tan terrible esta dimensión que, si en algún momento me distraigo y dejo de extrañar a la muchacha, viene un guardián y me pincha con un cactus. Es de esos cactus que te dejan la espina clavada después de pinchar; como las abejas, que te dejan el aguijón; esos seres que para atacar, o para defenderse, te dejan parte de sí. Es muy molesto, la verdad, y estoy días enteros a la espera de que algo me haga cambiar de dimensión. Siempre me resultó fácil pasar de una dimensión a otra. Siempre tuve una vida cambiante. Tanto, que perdí la memoria de todas las dimensiones por las que anduve. Muchos dirán qué raro, esos cambios deberían dejar marcas, hacer algo en vos. No es mi caso. Antes de empezar el gran viaje interdimensional mi madre me aconsejó atar la punta de un hilo a la pata de mi cama y llevarme el carretel, para no perderme. Un hilo muy largo, tendría que haber sido, y descarté la idea. Además, para qué, la vida es una sola y va hacia adelante, nunca hacia atrás. Pero ahora que no tengo ese hilo me lamento terriblemente. ¿Por qué no seguir los consejos de una madre? ¿Por puro espíritu aventurero? Extrañar a la muchacha empieza a transformarse en una forma de extrañarlo todo. Con el hilo podría volver a ella y, una vez ahí, evitar el río arremolinado, o tomarla de la mano antes de ser succionado, y abrazarla fuerte siempre, para que cada dimensión que me toque atravesar sea junto a ella. ¿Ella querría? Seguro, ¿quién no querría una vida junto a mí? Claro, todo esto se me ocurre ahora que estoy desesperado y bajo tortura, atrapado en esta dimensión horrorosa. Es lo que pasa siempre. Se termina la diversión y empieza el terror. La diversión tiene un límite. El terror en cambio... Es para siempre. Cada espina de cactus que se me clava decido sacarla con sumo cuidado, no sea que sacarla termine lastimándome más. Luego desinfecto la herida y espero el próximo pinchazo, que siempre viene, tarde o temprano. Al principio especulé con que el cactus que tiene el guardián se quedara sin espinas. O con que el guardián se aburriera de mí. ¿No tiene a algún otro a quien pinchar? Pero ni una cosa ni la otra. El guardián tiene muchos cactus, los cultiva, y nunca se aburre. O es aburrido por naturaleza, con lo que ni siquiera se debe preguntar si está aburrido o no. Y la verdad es que me cuesta hablarle para convencerlo de que hay un mundo mejor fuera de su condena a torturarme con su cactus, porque al hablarle dejo de extrañar a mi amada, y dejar de extrañar automáticamente me lleva a ser pinchado otra vez. Te pueden pinchar muchas veces, y uno resiste. Pero cuando los pinchazos empiezan a ser en lugares donde ya fuiste pinchado la cosa es realmente dolorosa. Mucho más dolorosa que extrañar, así que armo una balanza con mi dolor y decido extrañar y pensar que mi mundo, a partir de ahora, va a ser eso, extrañar despierto, extrañar dormido, extrañar siempre.

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