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Mis dependencias

Bitácora

Mis dependencias

Por Rosario Bléfari

El paisaje no cambiaba más.
Amaneció detrás de los vidrios empañados y enseguida el vapor se empezó a condensar. Parecía entonces que llovía sobre la visión de las lomas salpicadas de pastizales cortos y piedras en sucesión sin fin. Habíamos tenido que hacer un trasbordo en Bahía Blanca a la madrugada. Hubo que esperar más de una hora en la terminal donde el frío húmedo entraba por todas partes. El tapado negro de mi mamá había sido renovado con unos puños de piel sintética que solucionaron el problema de las mangas. Los acaricié hasta quedarme dormida con la cabeza apoyada en su falda.
Apenas subimos al micro definitivo, que venía de Buenos Aires, sentí el olor a cigarrillo -los pasajeros fumaban y apagaban las colillas en un minúsculo cenicero, por lo general rebalsado, empotrado en el brazo del asiento-. Esa acidez y el calor de la calefacción envolvían los cuerpos dormidos. Era la primera vez que salía de Mar del Plata, mi ciudad natal, y pronto me iba a enterar de que los viajes largos me mareaban.

Mientras mi mamá acomodaba nuestros bolsos de mano -la enorme valija roja la despachamos- me hice un ovillo en mi asiento al lado de la ventanilla y pensé en mi papá esperándonos. Lo habían trasladado desde el Hotel Provincial de Mar del Plata, que pertenecía a la misma cadena hotelera. Como en el Provincial también trabajaba mi mamá, a los pocos meses salió el traslado para ella también: formaría un equipo especial de limpieza. Yo todavía no había comenzado la escuela primaria y había desertado del jardín de infantes. Era un buen momento para el cambio. La familia se mudaba con apenas lo indispensable, no se necesitaba nada más, viviríamos los tres en el hotel “LLao Llao” y yo empezaría la primaria en una escuela del pueblo. El resto de nuestras cosas quedaría en la casa que alquilaban en Mar del Plata: el taller de relojería desarmado de papá, los muebles, mucha ropa, algunos electrodomésticos y recuerdos de familia como fotos y algunos regalos de casamiento sin estrenar.

Cómo se piensa en lo que no se conoce, no me acuerdo, pero pensé en el hotel, ese hotel del que tanto había oído hablar y del que creo haber visto alguna postal, y pensé en un lugar llamado Bariloche, entendía que íbamos hacia el sur y que iba a conocer la nieve, pensé en todo lo que no conocía y quería conocer. Mi papá ya había estado antes en un primer viaje de reconocimiento del que volvió con una historia increíble: sobre el final de un inventario general, antes que empezara la temporada, una tormenta de nieve inusual para la época bloqueó el camino y lo dejó varado diez días junto a otros tres empleados, los cuatro solos en todo el hotel, sin calefacción ni teléfono.  Jugaban a la mancha para entrar en calor y por las noches se reunían junto al proyector en el medio del salón de actos envueltos en frazadas para ver una y otra vez las mismas películas de dibujos animados. Mi papá atesoró esta historia como una aventura insólita que había tenido la suerte de vivir y que conservó a lo largo de mudanzas sucesivas como la foto mural de los cuatro abrazados en el parque con el hotel de fondo.  Pero no llegábamos mi madre y yo a ese hotel de su relato, suspendido en la pausa de un inventario o aislado en una tormenta. Ahora, en el momento más álgido de la temporada, funcionaba a toda máquina, lleno de pasajeros y con todo el personal en sus puestos. Mi papá nos contaba en las cartas cómo marchaba todo, cuánto nos extrañaba y cuánto me iba a gustar vivir ahí.

El micro se detuvo para el almuerzo en “Piedra del Águila”. Decían que faltaba poco. Me había sentido mal desde que amaneció, sin embargo tenía mucho hambre y me trajeron como parte del menú fijo una milanesa de capón que no alcancé a terminar. Casi perdimos el micro que se alejaba por la subida empinada de la ruta cuando los choferes se dieron cuenta de nuestra falta y pararon. Mamá y yo corriendo y todos mirándonos. Al retomar el camino me mantuve atenta, pegada a la ventanilla, y aunque las formas de los monumentos de piedra eran asombrosas y parecían esto o aquello, nada parecía lo que yo estaba esperando ver.  Hasta que por fin, al salir de una gran curva, vi a lo lejos las montañas y el lago. Resplandecía allá abajo. El agua casi inmóvil parecía de metal. Sin dudas el paisaje ahora sí había cambiado y el desierto por fin había terminado.

Bajamos en el centro del pueblo, no había una terminal, y el aire frío me quitó el resto de las náuseas del viaje.   Mi mamá arrastró como pudo la valija roja hasta la vereda justo cuando alguien del hotel se nos acercaba presentándose y subimos al auto que tomó el camino que va bordeando la orilla del lago.
Apenas terminó la ciudad las curvas se volvieron cada vez más cerradas, más sorpresivas, anunciadas por dibujos en negro sobre amarillo que parecían las letras de algún alfabeto de lo sinuoso. En las banquinas se amontonaban pliegues de nieve mezclada con barro que por momentos las ruedas mordisqueban reordenando. Los techos que alcanzaba a ver, casi siempre semi escondidos en la vegetación, goteaban lento el agua del deshielo. Más lejos, más arriba, detrás de los esbeltos y oscuros pinos y cipreses, las cumbres mantenían la blancura reflejando los últimos destellos de la tarde. Lo cierto es que no alcanzaba a verlo todo: apenas me detenía en un tronco marcado por hachazos, en una rama seca gris fosforescente, en la espuma golpeando un muelle al fondo del precipicio, en una tranquera al comienzo de un camino que se perdía en un bosque negro, sabía que algo se me escapaba en otro ángulo. Y arriba, y abajo, y más allá, y más acá.

En un momento el lago, desaparecido hacía rato detrás del verde, volvió a aparecer con un gran muelle y algunos barcos amarrados. Giramos a la izquierda y el motor se esforzó para subir hasta la explanada que cortaba la cima del cerro. Entonces por fin lo pudimos  ver de cerca y dejó de ser una postal. Era como una casa gigante de paredes blancas, troncos y piedra, difícil de dibujar. Tenía el aspecto de un niñito perdido que espera, tranquilo, que sus padres lo vengan a buscar. El sol ya no iluminaba pero sí su reflejo atrapado por la nieve de las cumbres, la nieve que cubría todo menos la transitada playa de estacionamiento donde nos bajamos. Ya no sé bien. Durante años extrañé tanto algunas de estas sensaciones que las proyecté mil veces en mis pensamientos y ahora creo que solo me queda como un conocimiento, enunciados tibios. Todos los sonidos asordinados por la nieve y solamente las estridencias -como un bocinazo, el motor de una motosierra o un grito-, rebotando en las paredes de los cerros. La transparencia del aire seco permitía verlo todo con nitidez, los cerros parecían los edificios de una ciudad colosal de antes de la gente. El aire formidable  se convertía en una sangre que hacía latir más fuerte el corazón. Y en la entrada principal -la boca del niño- apareció la figura de mi papá avanzando para recibirnos.  Nos abrazó y me levantó en sus brazos y me paseó un rato por el playón señalándome los cerros y diciéndome sus nombres. Agarró después la gran valija roja con las cosas que al poco tiempo se transformarían en nuestras únicas pertenencias, y entramos al edificio. No sabíamos entonces que ese gran barco a toda máquina que era el hotel estaba por naufragar y que sin poder evitarlo quedaríamos atados a su suerte.
Los primeros días vivimos en una de las habitaciones de la planta baja, que estaba en un pasillo que salía de La Florida, así le llamaban a la galería que atravesaba de punta a punta el edificio. Teníamos que esperar que liberaran una en el sótano, donde estaban las habitaciones del personal que vivía en el hotel. Cuando nos tocó mudarnos yo ya conocía el sótano, donde estaban el lavadero, el ala de servicio y en la otra punta la gambuza y la cocina desde donde se entraba al comedor de personal. Durante el día mis padres estaban ocupados en su trabajo y yo, que todavía no había empezado la escuela, estaba libre y sola. Conocía a la sra Marcela que era la jefa del lavadero,  al encargado de la gambuza y a Don ángel como se llamaba el jefe de toda la cocina. Estas personas de alguna manera me cuidaban. Una compañera de mi mamá me traía el desayuno pero con el tiempo prefería ir al comedor yo sola juntando en el camino medialunas recién hechas y frutas. La habitación siempre olía a manzana y mis lápices y cuaderno eran compañía suficiente. Al principio mis padres no estaban seguros de que fuera buena idea que yo saliese del hotel por lo que me escapaba por una ventana alta a la que me trepaba poniendo una silla sobre una mesa y salía así al parque, bajaba hasta el lago, exploraba todo lo que podía y volvía a la habitación a la hora en que más o menos calculaba no sé cómo que volvían de trabajar. Nos adaptamos sin más opción a esa vida en la que el hogar se reduce a una habitación y al mismo tiempo se despliega en una pequeña ciudad como es un hotel así. No hay cocina, la cocina es la cocina del hotel, no hay comedor, el comedor es el comedor de todo el personal, no hay baño, el baño se comparte con los compañeros de trabajo. Pero puedo decir que pese a cierta perplejidad que todo eso me producía, tampoco a mi edad tenía una noción demasiado acabada de qué es un hogar, era feliz. Me fascinaba estar un rato en el lavadero, siempre inundado de vapor, las máquinas y las personas en un mano a mano: llegaban los carros con montañas de sábanas y toallones, el trabajo pesado, ruidoso y constante de lo que no se termina nunca, los enormes rodillos que planchaban sábanas y manteles,  el calor. De pronto me cruzaba con mi mamá que estaba al frente de siete muchachos encargada de localizar casos de limpieza profunda que no entraban en el área de mucamas ni de nadie. Una de las misiones que se propuso fue limpiar el mismo edificio por fuera con las mangueras de incendio de los bomberos. Cuando abrieron la primera boca de agua la manguera plana se hinchó muy rápido y se puso a corcovear como un dragón enloquecido, consiguieron dominarla subiendo los siete a su lomo. El jefe de cocina, Don ángel, me preguntaba qué quería  comer y me hacía subir a una especie de púlpito desde donde se hacían los pedidos por un micrófono. Me sentía libre y siempre había algo que ir a ver o alguien a quien visitar en su puesto. O por supuesto rondar en secreto por el exterior.

Pero no duraría mucho ese estado de las cosas. Empezaron a deberles los sueldos a mis padres con la promesa de que ya iban a cobrar todo junto pero en cambio el hotel cerró. El dueño había fundido la cadena completa de hoteles que tenía. Los que eran de Bariloche se fueron a su casa y a empezar a buscar trabajo, nos quedamos nosotros tres y algunos compañeros más como un par de mucamas que eran chilenas y como nosotros no tenían dónde volver. Fueron algunos meses viviendo en el hotel cerrado comiendo lo que había quedado de las provisiones de la gambuza mientras mis padres buscaban trabajo lo que era bastante difícil. Había otro hotel, más chico, muy cerca, el Tunquelén, que como era del mismo dueño y a veces se intercambiaban los empleados, funcionó como otra reserva de provisiones. En su cocina, un día que el azúcar se acabó, me endulzaron el café con leche con mermelada. Hasta que el dueño hizo una aparición fugaz, y cuando ya se iba se cruza con mis padres, recuerda que estaban conmigo y les da la llave de una residencia que tenía en el kilómetro uno y medio. Les dice que ahí se van a poder quedar pero no sabe hasta cuando, pero que al menos pueden estar como caseros y a lo mejor las cosas se llegaban a arreglar. La casa se remató con nosotros  adentro, pero esta es otra historia. Tengo que detenerme ahora y solo diré que viví toda mi infancia en esa casa que estaba rodeada de frutales y que estaba a los pies de un monte que me aprendí de memoria, que me enseñó todo, que me acompaña todavía. Todo el posible diario de estos días es absorbido por estos antecedentes, cada cosa la veo desde ahí, durante mucho tiempo sentí lo inaccesible de un lugar al que se vuelve sin poder entrar como antes, pero a medida que el tiempo sigue pasando siento que por algunos segundos me deja de nuevo involucrarme, el lago, la piedra, la rama, las calles, el cielo, es una intermitencia amorosa, es la timidez de las cosas, es el celo de la naturaleza, y soy yo misma bailando ese mismo baile.
 

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