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Libros puentes

Filbita

Libros puentes

Por Cristina Macjus

Filbita 2014: Vivir la literatura
LOS CAMINOS DE UN LECTOR
La autora compartió un texto creado a partir de la invitación a recorrer sus historias como lectores para encontrar puentes literarios: construcciones ficcionales, de la realidad, espaciales, geográficas o humanas que hayan unido un punto del universo con otro, gracias al encuentro con los libros. 

Consigna: escribir sobre libros que hayan funcionado como puentes en tu vida, que te hayan hecho sentir que habías llegado a un lugar que no hubieras llegado de no haber existido el ¨puente¨. 

La consigna de hoy me cuesta. Escribir sobre libros que hayan sido puentes me pone en sintonía con las grandes arquitecturas, y yo tengo que tener cuidado con eso porque me crié en el campo, en las ciudades enseguida me salgo de la vaina, me crecen los edificios y las grandes afirmaciones. Me gustaría lograr en este texto un tono pequeño, los libros queridos son como briznas para mí, juntos forman campos que dan plumeros, se mueven cuando sopla el viento.

Pero tuve libros puentes, sí, y están ubicados en mi adolescencia, así que a riesgo de desbocarme, hoy voy a escribir sobre eso.

Mi primer recuerdo de un libro es físico: mucha sed. La sed es angustiante, Joe se acaba de tirar del globo para salvar a su jefe, Samuel Fergusson, porque ya no había más peso para arrojar y el globo se iba a pique. Y luego algo así como un desierto, mucho calor y sed. Y también la sensación posterior de placer, de agua o de reencuentro. Cinco semanas en globo nos lo leyó mamá cuando ninguno de los tres sabíamos leer todavía. O quizás mi hermano mayor ya supiera un poco. Todas las noches nos leía una parte, y si bien yo ya no recuerdo la historia, sí recuerdo la sensación de aventura, de tribus, de animales salvajes. Allí también estuvieron mis primeras lecturas sobre botánica, que luego de muchos otros vernes y salgaris, fueron tomando forma de bashos, saers, marosas y dinesens.

Debe haber habido otros libros antes que ese. Pero yo empiezo ahí. Acabo de hacer una afirmación fuerte, una afirmación puente. Y acá otra que la cabeza me prende a continuación: si me ganara la lotería la gastaría de un solo gesto en comprarme un pasaje que de la vuelta al mundo. Los libros puentes me ponen en esta sintonía. O son la infancia y la adolescencia, no sé. Nunca más he vuelto a leer así. Es una pena y un alivio al mismo tiempo.

Hubo otros libros después de Cinco semanas en globo, y fueron muy queridos. Pero yo vuelvo a sentir esa sensación de caminata en el desierto, de arenas que raspan, de piel que se descascara y muda, de pasaje, de puente, de tomar agua al llegar del otro lado, con Un mago de Terramar, de Ursula K Leguin. Era el verano entre séptimo grado y primer año, zanja importante si hay que cruzar una en la vida, cambiar de escuela, de compañeros y de maestras. Y mi hermano mayor trajo de Buenos Aires Un mago de Terramar. Recuerdo a su protagonista, Ged, ingresando en una escuela de magia, creando una sombra, teniendo que ir a buscarla al final del mundo. Ser mago significaba, entre otras cosas, dominar la Lengua Verdadera, aquella que mencionaba por su nombre real, y muy antiguo, a todas las cosas. “He venido a darle su nombre -dice el mago que encuentra a Ged cuando es un niño-. Me encargaré de que reciba la instrucción adecuada pues mantener en tinieblas la mente de aquel que ha nacido mago es cosa peligrosa”. Con el libro en la mano y una edad parecida a la de Ged, me preguntaba si era posible que yo no me llamara Cristina y en algún momento alguien viniera a darme mi nombre verdadero.

En esas vacaciones todavía no sabía que empezaría un secundario que iba a detestar, que en cuestión de meses conocería a mi primera amiga descarada, que entrenaría natación junto al andarivel de Miguel, su piel brillando como un cardumen, y que mi primer disco sería el de Nirvana. Aún así, yo ya sentía esa sensación áspera que Ged siente en su novela, de contrapelo, de soledad, de no encajar muy bien en este mundo.

Luego de Terramar la ciencia ficción entró a mi vida sin términos medios. Mi hermano mayor, que estudiaba lejos, traía los libros que en mi pueblo no podíamos conseguir porque no había librería. Buena parte, si no todo, del catálogo de Minotauro. Robots, viajes espaciales, misiones complejas, mujeres fuertes con una carrera científica que viajaban al espacio, curtían con astronautas y ese tipo de cosas. Recuerdo Cita con Rama, que todo venía de a tres y en ese misterioso asteroide descubrían un equilibrado ecosistema de pequeñas máquinas-insectos, y Asimov y sus robots, Juegos de Ender, con su maldad psicológica y las pruebas a las que sometían a un niño para convertirlo en el líder del universo, y Ballard y Farenheit y Animal farm con experimentos políticos y sociedades claustrofóbicas, Galápagos, lleno de mujeres peludas, inseminaciones y esperma.

Cruzar un puente era entregarse completamente. Y también dar con un libro en el que todo fuera nuevo. Acá, de este lado, mi secundario chato. Allá toda la vida que me faltaba vivir, que traería, sin dudas, grandes aventuras y la posibilidad de desarrollar todas mis capacidades al punto más desafiante y placentero posible.

Yo ya no leo así. Y está bien. Me gusta estar de este lado del puente. Yo ya no busco libros que me transporten sino que soplen cada tanto un plumerito.

Podés escuchar este texto en Spotify leído por su propia autora haciendo click aquí.
 

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