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Por Cristina Macjus

Filbita 2019: La curiosidad
¿HASTA DONDE NOS HA LLEVADO LA CURIOSIDAD?
En este texto la autora comparte recorridos impensados, escritos especialmente para esta ocasión.

Hace algunos años el editor de una universidad me convocó para trabajar en una colección de biografías sobre los primeros científicos de nuestro país. Pedí que fuera un botánico. Era mi oportunidad de viajar por las selvas inhóspitas del 1800 en busca de ejemplares difíciles, entrar a los archivos de museos y ver de cerca herbarios originales. 

Creo en el poder de la curiosidad. En su capacidad de movimiento. He puesto en remojo buena parte de lo que hay en mi alacena solo por ver cómo es la flor del garbanzo, de qué tamaño son las hojas de una lenteja, si le gusta el invierno al poroto colorado. No llegué muy lejos, es cierto. Soy curiosa de laboratorio. No hay grandes gestas en mi vida. No he tenido amores descarriados, ni viajes intrépidos, ni he corrido grandes riesgos. Las letras son mi viaje, como lectora y como escritora.

Hace algunos años, ese editor me dio tres opciones: Thays, Lillo o Spegazzini. Decidí irresponsablemente con un googleo veloz. De Thays había mucha información disponible, y yo estaba intrépida en ese momento, me interesaba investigar, prefería una figurita difícil. Había menos sobre Spegazzini. Spegazzini fue un loco importante: se subió a un barco cada vez que pudo, naufragó en la Patagonia y sobrevivió durante un mes entablando lazos con los yámanas hasta que lo rescataron, tuvo 11 hijos, y lo apasionaba tanto la ciencia que a cada uno le puso un nombre de un compuesto químico: Etile se llamó la mayor, y luego vinieron Rutile, Propile, Monile y así. Con eso yo ya tenía lo suficiente como para decidirme. 

La web decía, también, que catalogó más de 3000 hongos. A mí los exitazos no me interesan demasiado, la cifra no me dijo mucho. En cambio, pensar cómo sería un herbario de hongos me entusiasmó. En la época de Spegazzini los hongos todavía eran considerados miembros del reino vegetal. La hoja de una planta es algo liso, que puede plancharse ente dos papeles para secarla y que dure cientos de años, pero los hongos tienen volumen, se achicharran al deshidratarse. Poner a secar un champiñón entre dos papeles debe ser un proceso semejante a poner a secar una uva: un enchastre imposible. ¿Cómo habría armado los herbarios? Puedo comprender perfectamente la pasión de Carlos por los fungi, miembros sabios del quinto reino, sin flores ni espinas, hermosos, callados, peligrosos. A Spegazzini, supe después, le gustaban por su capacidad de generar caos: “Se hallan dotados de un poder desorganizador tan intenso –decía- que las substancias orgánicas, las plantas, los animales, y el hombre mismo, son invadidos por una cantidad de estas criptógamas”.

Investigar a Spegazzini fue un recorrido que disfruté. Pude localizar y visitar algunos de sus herbarios, revisé archivos y hemerotecas, estuve en la que fue su casa, conversé con dos nietos. De todo ese recorrido me gustaron especialmente dos lugares: su archivo de hongos y el Instituto de Botánica Darwinion.

Fue una sorpresa descubrir que la investigación me llevaba hasta el Darwinion. Yo lo conocía desde afuera: una arquitectura misteriosa con un jardín al frente compuesto de ejemplares arbóreos extraños. Había pasado caminando por delante muchas veces, y siempre me detenía a mirarlo. Un cartel decía CONICET, y yo me preguntaba qué se investigaría allí adentro. Incluso, en un momento que tuve el corazón roto, me paraba, un poco destruída y con cara de boba, a mirarlo y pedirle cosas como si fuera un santito. A través de una ventana se veía una biblioteca ordenada, que irradiaba luz, cada tanto nadaban seres calmos, científicos sabios suponía yo por su calidad de nado. Un tiempo después, el rastreo de Spegazzini me llevaría a su interior, para ver los laboratorios y parte de sus herbarios. La curiosidad es un impulso al que hay que hacerle caso. Al menos eso me pasa a mí, nunca tengo muy claro por qué, pero he aprendido que en un momento todos los cabos se unen y algo toma forma. 

La bibliotecaria del Instituto de Botánica Darwinion fue una belleza dentro de mi investigación. Las personas me gustan. Lo oficios atípicos me encantan. Erika estaba entrenada en destrezas que ya no son fáciles de encontrar, analógicas, esas que relacionan datos, leen huellas y son capaces de moverse con habilidad en una selva de papel. Con timidez le confesé que en verdad yo lo que necesitaba eran detalles de color, lo mío era la difusión masiva, la vida íntima del científico, su familia, sus amores y ese tipo de chimentos que pudieran reconstruir su personalidad. Una biblioteca especializada en ciencia dura no es el mejor lugar para encontrarlos, pero Erika no se achicó. 

-Decime la fecha en que murió, por favor.

Entonces buscó obituarios entre los papers que en 1926 hubieran publicado las revistas científicas. Lo que mi bibliotecaria sabía es que ahí, en los artículos necrológicos, se pueden encontrar a los colegas conmovidos, llorosos, más permeables a contar cosas personales. Así que Erika buscó en los sumarios de las distintas revistas de ciencia hasta que apareció un botánico enlutado llorando a nuestro hombre desde Norteamérica. Esa nota nos abrió la punta. En la bibliografía que todo científico cita al final de su paper, conseguimos data para linkear hacia otros artículos, de otras revistas. Hubo más. La bibliotecaria iba rápido y hacía magia. Movía la escalera por toda la sala, se subía hasta un estante, bajaba una revista, me preguntaba un dato, volvía a guardarla, abría otra y así. O tal vez no había escalera y me la invento en el recuerdo. No pude seguir todos sus procesos mentales, no sé bien cuáles fueron sus estrategias, por eso ahora las cosas se me confunden, tal vez no fue exactamente así como lo cuento, pero lo que seguro: en un rato tuve más info que en toda la web. ¿La impulsaba el profesionalismo? Me pareció que también la movía la curiosidad. Qué tremendo debe ser bibliotecar con curiosidad. Una enfermedad infinita. Yo hubiera querido sentarme a hojear esos cosos que ella abría y cerraba, incluso si hablaban de cualquier otro tema, pero ¡chito!, es material antiguo, revistas extranjeras de ciencia que no se consiguen ni en el extranjero, Erika fue amable pero rigurosa, ¡saque los dedos! No tengo dudas de que en esa biblioteca deben quedar muchos más datos de Spegazzini para rastrear. Si con Erika no la seguimos fue porque mi encargo era un texto relativamente breve para público adolescente y yo tenía poco tiempo. Tal vez ese trabajo por el que yo llegué a esa biblioteca fue solo el primer paso de algo que se me será dado a continuar más adelante.

El segundo lugar que me apasionó conocer fue el herbario de hongos de Spegazzini. Está en la que fue su casa, que hoy pertenece a la Universidad de La Plata. Guarda los primeros ejemplares que catalogó y que la ciencia del mundo entero considera como referentes para comparar todos los siguientes ejemplares dudosos que aparezcan, incluso los que se encuentren hoy mismo, más de 100 años después, incluso con toda la tecnología moderna y todos los archivos digitales que existen. 

Los muebles son originales, enormes ficheros de madera. Abrís un cajoncito y te encontrás con sobres amarronados por el paso del tiempo. En el interior de cada uno hay una variedad de hongo, seco como en una dietética. Los sobres en verdad son paquetitos que se despliegan como mapas, y en su interior se pueden ver dibujos y anotaciones de Spegazzini. Es que a un hongo no se lo puede planchar entre dos hojas, así como tampoco a una uva. Entonces se lo dibuja. Antes de que se secaran y perdieran su forma, allí en algún bosque helado de la Patagonia, o en alguna sudorosa selva misionera, Carlos se había sentado a dibujarlos. Bocetos detallados y anotaciones varias, sombreros, esporas, anillos, micelios. La capacidad de escribir con letra pequeña y dibujar liliputense de Carlos es asombrosa. Había que anotar chiquito porque luego debía trasladar todos esos sobres desde regiones remotas del país, muchas veces a pata, otras a caballo, el resto en barco. ¡La prolijidad con que debió afilar sus lápices para dibujar en tan pequeña escala! Me lo imagino caminando por riscos escarpados cargando sus delicados materiales de dibujo. También usó otras técnicas para atrapar la silueta de sus fungis. Por ejemplo los apoyó sobre el papel para que la hoja se tiñera de sus substancias calcando su silueta. Puedo seguir hablando de estas técnicas sin parar, tanto me gustaron.

Estar en su archivo fue una fiesta. Yo, ahí, rodeada de dibujitos minúsculos, como si estuviera en una hemeroteca de comics, no puedo explicar la sensación de felicidad y extrañeza, una historia en cada sobre, las ganas de tener tiempo de abrir uno por uno, leerlos, disfrutarlos, escribir un artículo de difusión. Una curiosa como yo podría armar una vida dentro de esa sala, alojarse ahí como un hongo y soplar esporas hacia afuera.

Lo mío solo fue una investigación veloz, tenía poco tiempo y lo recabado iba a usarlo para redactar una biografía breve. Pero me quedé con ganas de seguirla. Hay dos formas de saber que lo que una ha investigado ya es suficiente: la fecha de entrega (así terminó mi investigación aquella vez) y el desgano. Creo fuertemente en el desgano. Me funciona como la contracara de la curiosidad. Me avisa que la información recolectada durante una investigación ya es la suficiente y que puedo sentarme a escribir, o incluso, en etapas anteriores, cuando me ofrecen un proyecto, que es mejor no tomarlo. No siempre comprendo al desgano, pero le confío. Si fuera posible, me gustaría medir todo en mi vida con la vara de la curiosidad/desgano. Cuando sigo empujando hacia un lado que no va, el cuerpo se me inactiva. El desgano es sabio. Entiende algo antes de que yo misma lo entienda. Eso no me pasó aquella vez. Lo del desgano, digo. Para nada.

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