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LECTURA. Cambia, todo cambia

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LECTURA. Cambia, todo cambia

Por Roque Larraquy

La pandemia es una explosión o pausa, dependiendo desde dónde se mire, de un presente incierto y futuro que no se predice. Cuando escuchamos por todas partes que, como dicen Los Iracundos, “el mundo está cambiando”  ¿Qué quedará en nosotrxs, en el mundo después de este encierro, que tiene tanto de ficcional como de real? ¿Cómo y en qué nos cambiará? Seis autorxs nos contaron cómo viven su proceso de transformación en plena pandemia. 

La lectura completa la puedes ver acá

En este archivo compartimos la lectura de Roque Larraquy

Hablo con un amigo a través de una pantalla.  

Me cuenta que sus padres le dijeron que cuando él fuera grande, las iglesias ya no  tendrían poder. Lejos de las leyes y del Estado, irían apagándose en menos de un siglo,  como el pensamiento mágico en general, reducidas a un folklore de narraciones  míticas. También le dijeron que la cultura del capital no se impondría en el mundo,  porque el capitalismo llevaba en su seno el germen de su propia destrucción. 

Esto se lo dijeron a mediados de los años ochenta. Vivía con sus padres en una casa  frente a la Avenida General Paz, que divide la capital de la provincia. A pocos metros  de esa casa había una feria municipal con carnicerías, fiambrerías y verdulerías. En la  entrada de la feria, un grupo de cholas bolivianas tendía sus mantas en el pasto para  

vender ajo, limones, y a veces bolsitas con orégano. Para él eran la prueba de que la vida porteña color té con leche podía ser distinta. Era distinta ahí mismo, en la vereda  de enfrente de su casa. Sentía curiosidad por saber de ellas. 

Cada quince o veinte días los puesteros de la feria municipal llamaban a la policía para  que las sacara de la entrada. Hasta él, que tenía unos diez años, entendía que el  volumen de sus ventas no representaba ninguna competencia para los feriantes. Los  vecinos blancos y casi blancos de Liniers, que las tildaban de sucias, aplaudían que la  policía les pateara la mercadería y las corriera entre los autos de la avenida. Que se  volvieran a Bolivia, les gritaban. 

Sus padres eran primera generación de universitarios. Su padre había sido campesino  en Córdoba y después obrero. Tuvo la primaria inconclusa hasta que a sus treinta  decidió terminarla. Estudió a la par del trabajo, y a los cuarenta y cinco se recibió de  médico y se dedicó a la psiquiatría. Su madre era empleada administrativa de un  hospital y había estudiado música en el Conservatorio. El sistema público y gratuito de  educación les había abierto y multiplicado las opciones de vida. Habían llegado a esta  casa alquilada de clase media en Liniers, clase media inestable decían ellos, que para  ahorrar plata funcionaba al mismo tiempo como casa familiar, en el primer piso, y  consultorio psiquiátrico, en la planta baja. El piano de su madre estaba en la planta  baja, en el área pública de la casa, y ella lo tocaba cada vez menos. 

Un día escucharon los gritos de las bolivianas perseguidas por la policía y esta vez sus  padres corrieron a abrir la puerta de la casa para darles refugio. De paso podían darle  al él un ejemplo de solidaridad. El padre, sobre todo, temía que este pibe que no había  conocido la pobreza como él se convirtiera con el correr del tiempo en un pequeño  burgués. Enfrente, dos mujeres tironeaban para que no les quitasen la mercadería.  Otras corrían llorando hasta el túnel que cruzaba a la provincia. Sus padres  las llamaron desde la puerta, les hicieron el gesto de invitarlas a entrar, pero no se  acercaban. La idea de un argentino ofreciéndoles ayuda les habrá parecido una  patraña. Pero dos que venían retrasadas por el peso de las bolsas y sintieron en el  cuerpo el cerco de la policía no tuvieron más alternativa que entrar a la casa.

Las hicieron pasar y las sentaron en los silloncitos junto al piano. El chico se quedó  junto a ellas, mientras la madre y el padre iban a buscar algo de tomar.  

Nunca las había tenido tan cerca. Ellas no lo miraban. Estaban agitadas, acababan de  evitar una golpiza. Los padres volvieron con agua, té y galletitas. La madre sacó charla  puteando a la policía, y ellas repitieron dos veces la palabra policía, pero no se  entendieron. Hablaban muy poco español.  

Había que dejar pasar el tiempo y no estaba claro qué hacer mientras. Es difícil para un  grupo de desconocidos estar en silencio. Finalmente las cholas se pusieron a hablar  entre sí y cortaron la tensión de la escena. Él las escuchó hablar fascinado con unos  sonidos que no conocía y las miró mucho, demasiado, hasta que ellas se cansaron de  fingir que no lo veían y se torcieron para darle la espalda. Él se sintió en la obligación  de decirles algo y les dijo, con palabras de sus padres, que no se preocuparan, que la  injusticia acabaría en un futuro cercano. La madre le pidió en voz alta que no las  molestara. Las cholas dijeron dos veces no, y además negaron con la cabeza. No quedó  en claro si negaban que él fuera una molestia, o si le respondían a él que no, si era un  no para el vaticinio bienintencionado del nenito blanco, un no sin más trámite, con la  claridad áspera y querendona de un adulto que le enseña a un chico en qué cosas se  equivoca.  

Ahora el adulto es él y el vaticinio bienintencionado de sus padres de clase media,  marxistas y blancos todavía no se cumplió. La religión se expresa en leyes y sigue  alojándose, dice, como un anuncio del infierno en el útero de las mujeres, en el ano de  los putos y en la libertad de quienes refractan la luz artificial del género; la propiedad  privada parece seguir siendo el valor máximo del que se desprenden todos los valores,  y por supuesto, las mujeres bolivianas que migran a la Argentina siguen siendo  despreciadas por argentinos blancos y casi blancos, porque son extranjeras, mujeres,  indias y pobres. 

Él me cuenta todo esto de sus padres y las cholas junto al piano de su madre y el  capitalismo y me pregunta, inevitablemente me pregunta, para cambiar de tema  porque me ve distraído, qué pienso yo que va a cambiar cuando amaine la pandemia. 

No sé si tengo ganas de pensar para él justo en este momento en el que quería  olvidarme de todo y charlar con un amigo, pero como en la comunicación por pantalla los silencios son incómodos, enumero lo que escuché hasta el momento sobre el tema: 

Que esta fue la primera experiencia global, la gran reclusión. Que se va a redefinir el  alcance del estado, tanto en servicios como en control. Que va a haber, o que ya hay,  libertades diferenciadas para la clase alta, la clase media y los pobres. Que vamos a ser  como China, esto en comentarios divergentes: uno, que los ciudadanos chinos aceptan  el control estatal de la natalidad solo porque viven en una dictadura, y otro, que los  ciudadanos chinos aceptan el control estatal de la natalidad porque entienden que el  deseo individual no debería dañar la salud y sustentabilidad de un pueblo. Que el  capitalismo se va a caer, como creían sus padres. Que no se va a caer. Que habrá un  capitalismo con más consciencia solidaria. Que eso va en contra de la genética del 

capital. Que habrá una nueva intimidad. Que habrá nuevas patologías resultantes de  esa intimidad. Que se reforzarán las bases del mercado inmobiliario. Que los  departamentos sin terraza van a depreciarse. Que van a desaparecer las oficinas. Que  en 2021 va a haber un baby boom como el de los años cincuenta. 

Mientras enumero esto me hago el tiempo para pensar una respuesta más personal, y  me apresuro a sumarla a la lista, porque ahora es él el que se ve distraído, quizás por  mirar su propia cara en la pantalla.  

Le digo que para mí de las pesadillas se aprende poco. O que son pocos los que  aprenden de las pesadillas. Cuando terminan uno quiere pensar en otra cosa. No toda  experiencia nueva trae un cambio inmediato. No todo cambio redime una tragedia. 

Él se burla de mí y celebra que con frases tan afirmativas y puntuales exprese una  posición tan vaga y poco comprometida de mi parte. 

Nos reímos y la conversación toma otro rumbo.

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