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Juegos raros...

Filbita

Juegos raros...

Por Sandra Comino

Filbita 2015: Literatura y juego
¿DALE QUE ÉRAMOS..?
¿Dale que éramos súper héroes? ¿Dale que estábamos perdidos en la selva y teníamos que sobrevivir una semana? ¿Dale que yo era la maestra y vos…? En este texto, la escritora recrea su infancia a través de escenas de juego que habitan en su memoria.

De chica no me gustaba mucho jugar a lo que jugaban todos (de grande tampoco). Más que estar con chicos de mi edad me fascinaba espiar el mundo adulto. Y salvo la mancha venenosa, las escondidas y la escoba… no me prendía en ningún juego. Me aburrían los chicos. Ahora que soy grande (o la gente me ve grande) me aburro con los grandes. No me sienta tanto estar con grandes como cuando era chica. Las cosas cambiaron y disfruto el mundo de los chicos. Intuyo que fui una adulta en envase de niña y ahora soy una niña en envase de adulta.  Tengo problemas con el tiempo.
Si jugar es una actividad no me gusta. Aunque tenga un fin divertido. 

Si jugar tiene que ver con reglas…paso. Si el juego no es caótico, inventado o anárquico me aburre.
Y en esa ausencia de juego –creo -  fui construyendo uno.  Antes y ahora mi juego era y es  observar, escuchar, inventar un mundo donde me gustara estar.

Mi infancia transcurrió en el campo entre mucha gente. Familia italiana numerosa…matriarcado…  hacerme la huérfana era mi mayor desafío. Jane Eyre era mi heroína preferida. El páramo de Emily Bronté mi faro… aunque también la campiña Jane Austen, de Juana Spyri o George Sand según el ánimo y el grado de orfandad. Claro…eran mis lecturas. Pero resulta que el pueblo más cerca estaba diez kilómetros y si llovía una semana el campo todo se volvía un paraíso porque los grandes se quedaban en la casa y si alguien se ponía a acomodar cajones para mí era un juego quedarme con lo que desechaban.
En una familia numerosa ser la más chica duraba nada. 

¿Dale que era huérfana?

Jugar a ser sola en mundo en un mundo lleno de gente no fue fácil.

Pero podía probarme ropa cuando las tías se preparaban para ir a los bailes o a los velorios, daba igual.

Caminar descalza cuando aireaban maíz en lonas gigantes haciendo surcos descalzos arrastrando los pies; unir el condimento para los embutidos…parvas de sal, pimienta y nuez moscada mezcladas con ajo que había que revolver con las manos o ayudar a sostener la olla donde juntaban la sangre del cerdo para hacer morcilla.

 Dale que era… ¿qué?

¿Era un juego?  ¿Alguien me invitaba o yo me metía?  Misterio… 

Con el asunto de juntar la sangre en las carneadas terminaba toda salpicada y encima asqueada para siempre de la morcilla sin siquiera haberla probado jamás y me deriva de esa situación el detestar los cuentos de terror o la ficción de vampiros y todo lo que incluya sangre visible.
Era un juego ver cómo desplumaban el pollo y esperar ver qué piedritas le sacaban de la panza y otras cosas. Y lo mismo del cordero o el lechón… ¿Mirá si encontraban a la abuela de Caperucita y a la propia Caperucita? No iba a perdérmelo.

Lo que no me gustaba era ver la réplica que mi hermano y mis primos hacían con los sapos.

Creo que en las infancias “el destripar” tiene una suerte de fascinación que por suerte se supera.

También era un juego ir a los velorios porque el muerto estaba entero y quietito.

Era un juego que lloviera en Noche Buena solo porque la nona le había pedido lluvia al Niño Jesús aunque mi papá dijera que todo eso era una gran pavada pero podíamos embarrarnos con la ropa nueva. En el campo cuando llueve todo el mundo le teme a las inundaciones y cuando no llueve a la sequía, por lo tanto esa fiesta y el optimismo duraban nada más que las primeras horas día de lluvia.

Esos mundos alternativos amoldados a los quehaceres de los grandes eran tan placenteros como nunca lo fueron los juegos de mesa que son mi segundo gran odio. (El primero era la literatura de terror).  Este segundo gran odio  venía con los Reyes o los cumpleaños o los días del niño. Detesté toda la infancia el Juego de la Oca, El Ludo Matic y el Cerebro Mágico. 

Era un juego la hora de la siesta en sí misma. Había una casa debajo de la higuera con troncos añejos ya en esa época. Teníamos ollas viejas, fuentones, coladores y una mesita que era un viejo pie de palangana que le había puesto una madera y ese era mi escritorio que adornaba con frasquito con flores de paraíso o ramitas de sauce. Porque yo jugaba a escribir además de tortas de barro que hacíamos y decorábamos con bolitas de paraíso verdes y que la nona decía que eran venenosas. 

Jugar era tener la peluquería cerca de la casa de la higuera donde peinábamos o trenzábamos juncos que crecían parejitos al pie de los árboles y les poníamos hebillas, moños, peinetas. Otra vez los sapos. Y el juego cambiaba abruptamente.

Una de las primas más grandes me hacía tocados como los de Ana Bolena. Ana de los mil días era la chica de la película que ella había visto y me contó con lujo de detalles. Al parecer Ana había existido de verdad. También ella me contaba sobre un tal Romeo y una tal Julieta y yo que me andaba haciendo la huérfana con Jane Eyre ahora con Julieta y Ana Bolena tenía el trío perfecto para pensar que la vida era verdaderamente una tragedia. Jane era huérfana, tenía una tía malísima, la mandaron a un internado donde se morían de tifus y se enamoró de un viejo casado que había escondido a la mujer en el ático. Julieta se había muerto por apurada y a Ana le habían cortado la cabeza. 

También versionábamos esas obras para fin de año en la galería de la casa para toda la familia. Mi abuela tenía 9 hijos y todos venían para la fiesta. Preparar la escenografía, buscar el vestuario en roperos viejos nos llevaba todo un año. La puesta era el primer día del año y en marzo ya empezábamos a pensar en la siguiente.

Jugar también era ir a la despensa donde la tapa del piso se parecía a la de las 12 princesas bailarinas solo que ellas iban por túneles subterráneos que atravesaban jardines de plata, oro y diamante  y yo a estanterías llena de salames y conservas…pero ¿a quién le importaba? Y encima a los entrometidos que intentaban descubrirlas el padre les hacía cortar la cabeza y las muy malvadas al otro día igual se iban a bailar. En cambio a mí, si me quedaba encerrada, me retaban. Era mejor ser huérfana sin dudas. Actualmente en mi casa tengo un pasadizo igual que hice hacer cuando mis hijas eran chicas (y luego me arrepentí), al pie de mi cama igual que las princesas bailarinas pero conduce a una biblioteca.

Me gustaba jugar a las princesas bailarinas porque no limpiaban, ni dormían, ni comían manzanas envenenadas…bailaban y emborrachaban a los que intentaban develar su secreto sin pudor. Eran mentirosas. Hacían cosas escondidas. Y cuando leí que Tom Sawyer se había hecho el muerto para ver qué hacían todos al enterarse durante un tiempo anduve obsesionada con la planificación de algo parecido. Pero no tuve tiempo porque siempre andaba naciendo alguien. 

Jugar era llegar de la escuela y tomar el mate cocido con la tele si uno de los dos canales en blanco y negro se veía y eso dependía del viento. Ahí viene mi tercer gran odio: Laura Ingalls. 

Mi cuarto odio fue La novicia Rebelde, pero eso vino después... la película tiene mi edad pero la vi después de Laura Ingalls. Les dije que tenía problemas con los tiempos.

Mi quinto odio es un derivado de todo eso pero es nuevo y lo llevo conmigo. Es de la adultez: y es  la publicidad de artículos domésticos que parecen estar dirigidas solamente a mujeres. Y yo les confieso que soy una de las 4 mujeres que no elige Plusbell para lavarse el pelo (la publicidad dice que una de cada cuatro los elige). No tengo sangre azul al menos no como las que usan toallitas íntimas en la tele. No me despierto a media noche agradeciendo al Koinor y tampoco necesito tener el horno limpio para ser feliz, a decir verdad, tampoco necesito un  horno. ¿Qué tendrá que ver todo esto con el juego? No tengo la menor idea. Pero me divierte decirlo. ¿No era que el juego tenía un fin de diversión? 

Y no me animo a contarles qué jugábamos al golf con escobas y las pelotas eran los pollitos. Tampoco les voy a decir qué hacíamos con los nidos de huevos de las gallinas y de los pajaritos (juegos que cuando voy a los pueblos compruebo que tienen vigencia y eso que de los míos hace  muchísimos años).

¿Dale que era desalmada? 

La culpa la tuvo una serie… un unitario que se llamaba Malevo y, obvio, Caperucita Roja. A la serie no me la dejaban ver pero tengo recuerdos de estar con el álbum de figuritas con brillantina de Caperucita, de espaldas a la tele sentada en el piso y darme vuelta cuando alguna musiquita de suspenso  anunciaba algo malo y eso justo eso era lo que no tenía que mirar. Más de una vez vi los malevos apuñalarse y me asustaban más las expresiones de los grandes  que lo que realmente veía. Pero parece que si ves cosas así de chico nunca más podés ser bueno.  Así empecé a ver el mundo de adultos que actuaban a favor de los niños sin darse cuenta que era peor lo que hacían por tapar lo que creían dañino. 

Antes de terminar y para que no crean que soy una futura asesina serial les cuento que me gustaba hacer de Rita Pavone y de Jannet. Jannet cantaba Soy Rebelde (era para la época que leí Jane Eyre) Y después ¿Por qué te vas? (la canción de Cría cuervos…que era una frase que decía mucho mi abuela y yo no entendía que quería decir hasta que tuve hijos).

¿Dale que éramos Jane Eyre, Julieta o Ana Bolena? O mejor no. Mejor las 12 princesas bailarinas que bailaban, rompían zapatos y le daban vino a los pobres hombres que contrataba el rey para descubrirlas y si se quedaban dormidos al día siguiente les cortaban la cabeza.

Ah… una cosa… Creo que la única ventaja entre el ser adulto y el niño es la creencia que tenemos de chicos de ser inmortal. Y creo que eso…ser inmortal es el mejor juego de todos los juegos.


Podés escuchar este texto en Spotify leído por su propia autora haciendo click aquí.

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