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Imágenes de mi barrio

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Imágenes de mi barrio

Por Jean-Noël Pancrazi

Las maneras de caminar la ciudad se vinculan con los modos de escribir sobre ella. Cuatro escritores nos invitan a conocer sus recorridos personales de las que consideran sus ciudades. 

1.  Me gusta ir por la mañana al Royal Nation, el bar ubicado a metros de mi casa, del que soy habitué desde hace años. Siempre hay gente en la barra; albañiles que se disponen a regresar a las obras, flâneurs, desocupados que se quedarán allí más tiempo que los demás, los que compran billetes de lotería soñando con ser ricos, los que hablan en voz muy alta y opinan sobre la situación del mundo mientras miran la televisión ubicada en el fondo, los parroquianos a los que me gusta encontrar y saludar. Me siento a una mesa; es agradable estar solo y acompañado a la vez; pienso en el manuscrito que me espera en casa, no me convencen las páginas escritas el día antes, tal vez deba rehacerlo todo, en un relámpago de felicidad me viene otra idea, pero ya se aleja, se desvanece en el bullicio creciente del bar. El mozo me conoce, me pregunta si quiero otro café, sabe que necesito algo que me de fuerza, impulso, electricidad antes de regresar a casa, que mi única cita es conmigo mismo, que volveré a la tardecita más o menos cansado, más o menos satisfecho. El Royal Nation es mi punto de referencia a cualquier hora del día. Las voces en el bar son diferentes por la noche, más febriles, veloces, apasionadas; son las voces de quienes se aprestan a adentrarse en los misterios de París.



2.    Enfrente está la Place de la Nation. Hace poco fue remodelada; quedó más amplia, más luminosa; ahora se ve de lejos la estatua central. Es magnífica, el bronce brilla otra vez. La figura principal es la Libertad sobre un carro tirado por dos leones que simbolizan la fuerza popular. La rodean otras tres figuras alegóricas: el Trabajo –un herrero que lleva un martillo al hombro–, la Justicia y la Paz. Representa el triunfo de la República. Me gusta sentirme un hijo de la República. No hay nada más bello que la escuela de la República, la que brinda iguales oportunidades a todos. Le debo todo, porque creo en el mérito, la recompensa por el esfuerzo, el éxito logrado paso a paso. Cuando miro la estatua siempre pienso en el lema de la República Francesa: libertad, igualdad, fraternidad. ¿La hemos respetado, la hemos observado en nuestra propia vida? En lo que a mí respecta, la libertad, sí. La igualdad, sí. La fraternidad, sí, pero no lo suficiente. Nunca somos lo suficientemente fraternales, sobre todo hoy, cuando a París y a otras ciudades del mundo llegan tantos desheredados que debieron abandonar su país para siempre, huir de regímenes que no conocen la palabra República.  



3.    Más lejos, donde nace el Cours de Vincennes, están las columnas del Trône y sus dos pabellones, uno a cada lado. Aquí se cobraban los impuestos sobre las mercancías que entraban a París. Me gusta pensar que, en aquella época, no había aquí más que tierras de labor, caminos, pueblos, el campo. Hoy, por supuesto, hay grandes edificios por todas partes. Pero el barrio conservó un aire provincial, con sus tallercitos y sus locales de compostura de calzado y arreglo de ropa. Al entrar, uno avanza despacito y en silencio, casi sin atreverse a molestar a la persona que, inclinada, continúa trabajando. El color de los carteles evoca una Francia encantadora y algo demodé que espero no desaparezca nunca.


4.    La Place de la Réunion es lo opuesto de la Place de la Nation. No muy grande, algo alejada, sin monumentos, con tan solo una fuente en el centro. Pero resulta maravillosa los domingos a la mañana, cuando se monta allí el mercado, al que voy regularmente. Es un lugar alegre y bullicioso; hay pescadores que vienen del Atlántico y vendedores de frutas que llegan del sur. Por doquier se oyen gritos jocosos, y hay tanta gente entre los puestos que es imposible avanzar. Al mediodía vuelve el silencio. A veces, por la noche, las mujeres africanas del barrio organizan pequeños desfiles de moda en los que lucen los vestidos que ellas mismas confeccionan. Los niños se cruzan corriendo; ellas ríen y nosotros también. Pero es el 21 de junio, durante la fiesta de la Música, cuando la plaza alcanza su máximo esplendor. Esa noche, orquestas de aficionados interpretan todas las músicas del mundo: no en vano se llama Place de la Réunion.



5.    En la calle que desciende, sobre la mano derecha, está la iglesia Saint-Jean Bosco. Es muy alta, original, de estilo art déco. El color dominante –de los vitrales y los mosaicos expuestos a la mirada de los fieles– es el azul. Me gusta entrar, encender una vela: es mi único verdadero acto de devoción. Invento una plegaria personal en memoria de los difuntos, para proteger a los que amo, para alejarme lo menos posible del buen camino. Mis errores son muchísimos, pero nunca es tarde para mejorar, para hacer una promesa. La sombra de la iglesia consolida, protege ese juramento secreto. No es Notre Dame, pocos conocen la iglesia de Saint-Jean Bosco, pero ella brilla para mí con su blancura insólita y sagrada.         



6.    En el parque Sarah Bernhardt uno deja de oír los ruidos de la ciudad. Suelo ir a leer el diario, un libro, o a soñar. La semana pasada me sorprendió ver allí un circo. Un circo pequeño, no lo suficientemente grande como para albergar un trapecio, ni lo suficientemente prestigioso como para que haya un león. Pero tiene el inmenso mérito de existir. Ofrece dos funciones: a las 15 y a las 17 hs. Es algo hermoso, extraordinario, ver a los niños dejar sus tablets y sus videojuegos para entrar a ver a un payaso o a un mago en esa atmósfera que huele al aserrín de la pista y a la madera de las gradas. Espero que se quede mucho tiempo; alegra el parque con su carpa roja y sus afiches dorados fijados a los árboles.



7.    Adoro el cine, las salas de cine: la del MK2, ubicado a orillas del canal de l’Ourcq, es mi favorita en este momento. Me gusta llegar temprano o hacer cola para entrar, volver a ver los grandes asientos beige claro y la pantalla de la sala principal o la más pequeña, la de la sala reservada a las películas consideradas “más difíciles”. Me gusta leer los créditos hasta el final, hasta el nombre del último técnico. A menudo ya he leído antes, en las revistas de cine, las circunstancias del rodaje de la película y algunas entrevistas con los actores o con el director. Pero lo más importante, por supuesto, es dejarse sorprender. Soy el “espectador ideal”, como suele decirse; río y lloro fácilmente. El cine me formó tanto como los libros. Jamás abandono una sala, siempre me quedo hasta el final del film, sin importar cómo sea. Cuando salgo, el agua del canal tiene reflejos y ondulaciones de película. Me siento en un banco para evocar las imágenes que me impresionaron, las escenas que más llamaron mi atención. Nunca estoy solo cuando vuelvo a casa; todos los personajes me acompañan. Sentí una gran satisfacción cuando uno de mis libros, Les dollars des sables, fue llevado al cine por Laura Amelia Guzmán e Israel Cárdenas. La película está hablada en español, uno de los productores es argentino. Leer en los afiches “dólares de arena” fue una de las mayores felicidades de mi vida.



8.    El Dalou es el bar-restaurante del barrio. Suelo ir por la noche. Las tulipas alineadas sobre las mesas y las sillas de mimbre proyectan una luz muy cálida. Los platos son sencillos y tradicionales. Hay blanqueta, estofado y vinos de Borgoña. Pero lo que más me agrada es el ambiente. Un ambiente variopinto, con personas  de todos los horizontes, todas las clases sociales, todos los países. El restaurante refleja el maravilloso cosmopolitismo de París. No será Champs Elysées, ni la Place de la Concorde, ni el Lido, pero el corazón de París es lo bastante grande como para que uno lo sienta latir en todas partes, hasta en los restaurantes más alejados.  



Traducción: Sofía Traballi

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