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Alfonsina Storni

Mezcladito

Alfonsina Storni

Por María Moreno

Cuatro autores escriben la nota necrológica de cuatro muertos emblemáticos de Mar del Plata

El 25 de octubre de 1938 se suicidó Alfonsina Storni arrojándose al mar desde la escollera del Club Argentino de Mujeres de Mar del Plata. Cenicienta trágica, perdió un zapato antes de saltar, un mocasín que es el calzado de la mujer moderna: en su taco chato se depone toda coquetería para asegurar la velocidad en la marcha por la ciudad a la vez que ahorra en cordones, ese elemento que no siempre el magro bolsillo del pobre, logra remplazar.

Se la recuerda jugando al truco en el hotel Castelar, rompiéndose las uñas contra las mesas rústicas del Génova a donde iba con la banda de la revista Nosotros –en ese caso zapatos de salir con taco carretel, sombrerito en forma de escupidera –yendo a lo del médico con Quinquela Martín. Se la asocia a un feminismo larval, a una poesía de hembra en celo, pero sosegable en los recitados de salón. En realidad fue una vanguardista cuya poesía encubrió la inmensidad de su obra periodística. La crítica y poeta Delfina Muschietti es quizás quien mejor ha corrido a Alfonsina de los clichés que la quieren romántica y pedagógica, o suicidada y sin género. Fue ella quien mejor expuso las complejas operaciones de esos textos en donde el conflicto entre “una voz mendicante” y otra “de loba” van produciendo un tono experimental y al mismo tiempo capaz de obtener inéditas resonancias populares.

La política editorial, puede decirse, no es inocente de la sustracción, durante décadas, de los ensayos y artículos de Alfonsina a la vida pública: era preciso conservarla dentro de las figuras cristalizadas de las mujeres en la cultura: la loca, la puta, la suicida, la nena, la maestra. Para eso sólo hacían falta los poemas y el mito.

Feminista sin declaraciones, o con estratégicas declaraciones contrarias (“yo pienso que el feminismo es la carrera de las fracasadas”), –treta del débil en una época sin voto ni derecho a la existencia más allá del normalismo–, Alfonsina llegó a ser vicepresidenta del Comité Feminista de Santa Fe e integrante de la Comisión Pro Derechos de la Mujer de 1919, y defendió a Elvira D’Aurizio, una mujer que había matado en pleno juzgado al padre de su hijo natural que se negaba a reconocerlo, hecho que fue avalado por el juez: “Fácil ha sido siempre advertir que el espíritu argentino tiende a proteger al individuo en desmedro de la sociedad que lo integra: todo, en nuestro país, delata al individualismo imprevisor y sensual, atropellando la ley para beneficiar a un hombre, a una institución, a un interés creado cualquiera”.

Lejos de beneficiarse como excepción femenina, Alfonsina dialogó con otras Lilith de su época: la socialista Carolina Muzzili y la anarquista Salvadora Medina Onrubia de Botana.

Los textos periodísticos de Alfonsina no combinaban con el alma atormentada y neo-rusa del Erdosain de Roberto Arlt ni con las geometrías especulares del puritano Jorge Luis Borges que la llamó “comadrita”, que es como decir compadrito en clave materna. Y si no se animó a llamar así a Evita fue porque esta le resultaba incalificable luego de haber enviado a una Doña Leonor Contrera a la cárcel del Buen Pastor. Alfonsina es oscura frente a la vanguardia martinfierrista que levanta como vestal a Norah Lange, cuya madre prohíbe besarse bajo techo. Alguna vez, una Alfonsina de visita se dejó robar un beso por Horacio Quiroga mientras los dos cumplían la prenda de besar a dúo cada una de las caras de un reloj sin que se tocaran los labios. Delfina Muschietti la enfrenta a Borges bajo el subtítulo de Storni 1, Borges, 0 publicado por Radar libros el 6 de agosto de 2000. Cito: “Cuando la despreciada firma de la Storni concurre con la de Borges en una misma revista literaria, resulta que el texto de ella se adecua mucho más claramente al programa de vanguardia que el poema que firma el varón pensativo que parece ocuparse de los sentimientos (los “trebejos” que conmueven en los versos de las “muchachas”) ordenados además en estrofas clásicas de cuatro versos en los que se alternan endecasílabos y alejandrinos y, más tradicionalmente aún, eneasílabos y decasílabos. El poema de Alfonsina, en cambio, tiene una disposición totalmente irregular: una larga tirada de versos sin estructura estrófica ni patrón rítmico irregular. Escrito en verso libre y fragmentario, se acerca al lenguaje coloquial y prosaico”.

Par de los varones, pero sin que encontrara en ninguno de ellos un amor simétrico que ella pudiera reconocer como tal, impar entre las mujeres, era la loba, la oveja descarriada, la que no tiene plata para comprarse medias. Cuando muere, no sólo sigue siendo una mujer despareja sino que le falta un pecho. En su poema final “Voy a dormir”, que envía a La Nación, parece permitirse una pequeña venganza; ella, que tanto esperó, hace esperar: “Ah, un encargo, /si él llama nuevamente por teléfono/ le dices que no insista, que he salido”. Pero Alejandro Alfonso Storni, el testigo, terminará por sugerir que es un equívoco. Ese “él” es de Yocasta. O bien es un secreto que escapa a su testimonio.

“El 18 de octubre de 1938 -me contó su hijo Alejandro- yo la acompañé hasta la estación Constitución, donde ella embarcó para Mar del Plata. No quería que fuera porque ella me había dejado una serie de encargos en donde yo tenía que ser muy torpe para no darme cuenta de que no la iba a ver más: por ejemplo, órdenes para cobrar los sueldos de ella y unos versos publicados en La Nación el 16 de octubre. Pero yo no cobré ni su sueldo ni el mío. Imagínese qué se puede pensar de alguien que le deja una orden para cobrar el sueldo de enero. Mi madre era una persona de mucho carácter. Lo que ella decía era lo que valía. No cabía decirle: “Pero si vos vas a estar de vuelta acá”. Yo sabía que no iba a estar de vuelta. Lloré toda la noche”.

En los textos de Alfonsina, en su leyenda, siempre aparece un exceso de coacción: la pobreza, las dificultades de vivir sin ser “casta de buey”.

En el caso del motivo de su suicidio –una enfermedad incurable– no sería más que una oportunidad, el suicidio mismo, un acto de soberanía que la hermana con su amigo Quiroga en el morir en los cabales porque más pudre el miedo, como le dijo en un poema cuando él ya no podía leerlo. Ella sin marido–nunca pareja de ningún varón en una yunta duradera y pública, tuvo un suicidio en serie con Lugones y Quiroga, es decir se sumó, restándose.

Alfonsina se toma revancha contra ese ineludible cuerpo a cuerpo con los otros y el mundo, adelantándose con un gesto a la metástasis. Y esa soberanía la saca de la pequeñez de quien teme el dolor, la degradación, la imposibilidad de ser deseada, sobre todo la excluye del suicidio “femenino”, argumentado en el amor y la pérdida de la belleza. Si dice en su última carta “me arrojo al mar” y no “me mato”, es porque su ademán apunta más a ganar de mano y sustraerse a su imparidad que a terminar con lo inaguantable.

Hubo una Alfonsina que se suicidó en Mar del Plata el 25 de octubre de 1938. La otra Alfonsina seguirá emergiendo en poemas y aguafuertes custodiada por nuevas generaciones críticas hasta que ella pueda devolverle a Roberto Arlt con un puñito firme de normalista el cross en la mandíbula que él pedía para la literatura, y, de paso, embocárselo a Borges.

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