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2044

Lecturas para empezar

2044

Por Gabriela Bejerman

¿Cómo será la cadencia íntima de las palabras propias en treinta años? ¿Qué se resquebraja, qué es lo que queda entero? Seis escritores se animaron a proyectarse al futuro y a imaginar una página escrita en tres décadas, con los virajes –o no– de sus lenguajes, imágenes y espacios.

Cuando tenga setenta años espero no estar enferma de Alzheimer como mi abuela, ni de Parkinson, como mi papá. Espero no haber muerto de melanoma, como mi mamá; ni de cáncer de mama, como la mamá de mi mamá; ni de cáncer de pulmón, como mi abuelo Roberto; ni de un paro cardíaco, como mi abuelo José.

Cuando tenga setenta espero estar viva y ser feliz. Que no me duela el cuerpo. Espero tener energía para moverme por la vida, por el mundo, para buscar algo que me llene de entusiasmo. Quizá sea abuela, o una bruja actualizada. Eso es lo que más me gusta imaginar.

Soy una chamana. Vivo en la montaña donde construí una especie de templo adonde viene gente a sanarse. Uso varias polleras superpuestas y antes del amanecer salgo a caminar en busca del silencio que se ilumina y de yuyos que conozco bien y sirven para curar.

La abuela Carmen, la mamá de mi abuelo Rober, vivió desde 1896 hasta mil nueve noventa y pico. Me tengo que fijar en el libro de la historia familiar que escribió mi mamá. Porque ahora no puedo mandarle un mensaje de texto y que me responda al toque, contenta con participar de mis cosas y dando el dato preciso de mujer contadora de toda la vida. Ya no puedo preguntarle porque se murió. Ella no llegó a los setenta, el 14 de septiembre hubiera cumplido sesenta y seis.

Mi bisabuela Carmen decía que las mujeres tenemos que tener de dónde agarrarse. Genia, ¿no? Y también recuerdo claramente que varias veces me dijo: cuando una relación no va, hay que cortarla pronto. No le hice caso y así me fue en tantos noviazgos… Pero al menos nunca me olvidé de su consejo.

Cuando era chica, me gustaba ir a visitarla. El género “casa de bisabuela” es todo un modo arquitectónico de la vida. Siempre estaba oscuro, como para proteger algún secreto, o para que la luz no deteriorase las cosas viejas que vivían ahí. Ovales retratos de parientes con vidrios combados. Muebles grandes como personas. Los patines obligatorios para circular por el parquet. En un aparador tenía una caramelera infinita, ahí nos dirigíamos mi hermana y yo sabiendo que siempre recibiríamos una generosa dosis de dulzura.

Durante un tiempo tuvo un pajarito, a la mañana ella descubría su jaula. Sacaba una especie de mantita con la que le otorgaba al pajarito cantor una ilusión de noche perfecta. ¡Fascinante! Una vez nos convidó budín de pan, pero tenía nueces que a mí me resultaban nauseabundas. Hasta el momento de irnos de su casa guardé en el buche los trocitos asquerosos de nueces sin que nadie se diera cuenta.

Ella no era muy tierna, era Carmen, la jefa de la familia. Su conversación siempre nombraba gente como el Titi, y otros apodos comenzados con artículo, que volvían semanalmente con la visita. También le gustaba enumerar las dolencias y enfermedades de los otros o eventualmente informar si ya no estaban más.

Una vez mi papá le contó que había una computadora que hablaba. Pero ella sabiamente le dijo guiñándole el ojo: no… hay alguien adentro.

En la familia, se hereda la cualidad Carmen. Ser Carmen es ser mandona, dirigir y organizar sin lugar a cuestionamientos. Mi mamá era bastante Carmen. Mi hermana lo es. Y yo, bueno, supongo que también. En las hijas de mi hermana se vislumbró desde chiquitas la herencia de Carmen. Vos sentate acá, vos acá, vos allá.

Según mi papá, Carmen inventó la sección fumadores. Mandaba a su marido a fumar su pipa al altillo. Y allá iba mi abuelo Giuseppe, con sus ojos celestes, a su rincón masculino donde se sentiría a resguardo, supongo, de las órdenes de doña Carmen.

Ésa es mi imagen de la longevidad. Al final estuvo en un geriátrico, y hablaba mal de todos los “viejos”, ¡como si ella no lo fuera! Los miraba desde su lucidez y su fuerza. Nunca decayó ni se enfermó de esas cosas degenerativas ni de esos cánceres insoportables que liquidaron a tantos otros mientras ella seguía viviendo.

Mi otra imagen de la longevidad es la tía Quela. Angélica Nazer de Sarquis. La hermana de mi abuela Nelly, la que murió a los 52. Voy a visitarla seguido, hoy tiene noventa y dos años. De ella supe un secreto increíble, me enteré hace poco de un amor prohibido pero todavía no lo puedo contar, porque ella está viva. Tampoco puedo hablarle de eso ni preguntarle nada; yo creo que si lo menciono, la mato. Debe haber capas y capas de negación y ocultamiento por encima de esa historia de amor que fue empujada a vivir.

Su marido murió hace muchísimo, también de cáncer. Parece que era medio dandy. Un dandy pobre al que le encantaba ir al casino de Mar del Plata. La playa no le interesaba para nada. Usaba un bigote finito de galán y sé que quiso levantarse a otra mujer de mi familia…

De viuda, la tía Quela siempre tuvo perritos. La Doby fue la primera. Yo le tenía terror, había que encerrarla en la terraza para que no me hiciera la fiesta porque a mí me daba un patatús. Después tuvo uno pelirrojo muy buen mozo. Cada vez que un perrito se moría, al rato venía otro. La última, Catalina, murió hace pocos días. ¡Era tan, tan fea esa perrita! Tenía dentadura de pekinesa y el pelo siempre desprolijo, pero andaba de lo más contenta porque no se daba cuenta que era tan fea, la pobre. (Pobre, una palabra que mi tía Quela repite cada quince segundos, otra herencia del linaje maternal.)

A pesar de lo fea que era Catalina, mi tía la adoraba. O la adora, porque no sé si un amor grande puede pasar a conjugarse en pasado, sigue en presente andando como un motor cósmico.

La semana pasada, cuando fui a visitarla, me contó tres veces la muerte de su perrita. “Ella estaba ahí sentada en el sillón y de repente se tiró, porque ya no podía saltar. Se tiró, y como pudo se arrastró hasta acá, hasta llegar a mis pies y ahí se quedó. Vino a despedirse, pobre. Ya estaba más allá que acá.”
Allá y acá… La vejez tiene eso de ausencia, de estar más allá de todo, de no poder estar acá, donde pasan las cosas. ¿Dónde está la tía Quela mientras pasa el día tejiendo gorritos y soquetitos para bebés que nacen en hospitales públicos y no tienen casi nada? ¿Dónde está cuando me cuenta por segunda, por tercera vez, la dramática muerte de su perrita, que es una declaración de amor más allá de la muerte? ¿Y dónde están sus recuerdos de aquella vez que amó a escondidas, viviendo algo secreto e intenso como nunca en su vida?

Cuando tenga setenta años quiero estar presente y no diluida en una mente hecha de recuerdos repetidos y retazos de vida arrancada. No quiero decir a cada rato “pobre”. Quiero cuidar una huerta o flores, palpar frutas, acariciar pétalos nuevos.

Quiero ser poeta y seguir extasiándome en las mañanas. Quiero que el tiempo sea inmenso y armonioso y que se me conceda la facultad de hacer, la libertad de ser una mujer de setenta años. Que no me importe ser vieja o fea. Que mi cuerpo esté entrenado. No tener miedo a morir, no agarrarme con desesperación a las cosas. Haber aprendido a soltarlo todo y entregarme. A los setenta quiero maravillarme del amor, sonreír mucho más que ahora, cantar y bailar y hacer cosas que nunca hice. Vivir en otros lugares, ser muy rústica y salvaje, y tener las manos vivas, atentas, muy ávidas y hábiles, listas para entrar en el mundo y tocar lo que está acá.

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