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Mezcladito
Vidas y fotos de Ramón Cuello
Por María Rosa Lojo
El libro Gente de la tierra de José Depetris recupera un censo del año 1895 sobre los sobrevivientes de la Conquista del Desierto a quienes devuelve su nombre y les da una identidad. A partir de algunos datos de este relevamiento, tres escritores imaginan la biografía de tres indígenas que sufrieron la persecución, el robo y la matanza de los suyos en uno de momentos más negros de nuestra historia.
Por aquel entonces, solo las mañanas me ataban a una silla, en la escuela de General Acha que aún no tenía edificio fijo e iba cambiando de casa en casa. Estudiaba poco y mal, pero pasaba de año. Las tardes eran casi siempre mías. A veces daba una mano en el almacén de Ramos Generales. Si el viejo lo consentía me enganchaba en el carro cargado con pedidos para las chacras y estancias de las afueras. En algunas, los peones y las sirvientas eran o habían sido indios. Iban vestidos como cualquier campesino y no se parecían en nada a los personajes de las novelas de Fenimore Cooper que me prestaba nuestro único fotógrafo.
Gracias a él lo conocí a Ramón Cuello. Estaba, precisamente, en la sala del señor Malraux, sentado sobre una banqueta, posando para él como un cliente. En realidad, era su modelo. Miraba fijo hacia el cajón mientras se aferraba con las dos manos y toda su alma, a una lanza pampa apoyada en el piso. Tenía encima los restos de un uniforme militar, y sobre la frente la sombra de un quepí.
Hubo un fogonazo y Cuello parpadeó como si le doliera, aunque no dijo nada.
--Ya está por hoy, amigo.
El modelo dejó la lanza en una esquina del cuarto. Cuando se iba a ir con el uniforme puesto, el fotógrafo lo detuvo.
--Mejor se lo guardo hasta que terminemos la serie. Acá tiene un adelanto. No se olvide que lo espero mañana.
Volví, con permiso de Malraux, y sin que Cuello aparentase verme siquiera, durante todas las sesiones que siguieron.
Posó con poncho y chambergo. También con bombacha y bota de potro, desnudo de la cintura para arriba, sosteniendo la lanza de costado, pero sin énfasis, casi con voluntad decorativa. Desde el pecho al estómago llevaba cruzada, como una bandolera, una cicatriz gruesa. En la espalda una red de tajos parecía un tatuaje.
La última tarde el fotógrafo lo hizo envolverse en una capa roja, de paño bueno.
--Como la del coronel Mansilla— dijo Cuello. Fue la primera vez que lo oí reírse--. Coronel Mansilla ¡toro! ¡Ese coronel!
Y mostró los dientes, algo picados, amarillos de tabaco. Se miró, floreándose, en el espejo que reflejaba un hombre alto, huesudo, entrado en años, la cara poceada de viruelas.
Las fotos salieron buenas, aunque el tema no era original. Antes que Malraux les habían tomado otras similares a muchos vencidos: guerreros, caciques, chicos, mujeres con las ropas mezcladas de indias y cristianas, los grandes prendedores de plata sobre telas de bayeta.
Cuello se bebió toda la paga acumulada en tardes de paciencia. Descubrí que merodeaba por la ciudad, sin asiento fijo, quizá porque era hombre difícil para su familia o porque no tenía a dónde ir. Empecé a seguirlo, a buscarle conversación antes de que dejara el banco de la plaza para sumergirse en el boliche. Al principio me espantaba como un bicho molesto, hasta que mi insistencia lo ganó.
Era ranquel por los cuatro costados, primo del cacique Ramón Cabral, el platero de Carrilobo, que terminó sus días en General Acha. Había conocido, siendo joven, al coronel Mansilla, el autor de ese libro que ya se leía entonces como cosa de leyenda. Anciano y ascendido a general, vivía en París retirado de la política. Los ranqueles que había visitado y que ya no amenazaban ninguna frontera, eran casi invisibles, salvo para los fotógrafos extranjeros.
--El coronel nos salvó de la viruela, antes de venirse para los toldos. Cuando nosotros fuimos primero con Linconao Cabral a Río Cuarto para tratar la paz.
Mansilla en persona había sacado a los infectados de sus tiendas de acampe, los había llevado a su propia casa en la Villa para que los atendiera el médico. Linconao, Cuello y los otros emisarios sobrevivieron, con las caras marcadas por la viruela y la fe comprometida para siempre por la gratitud.
Luego, cuando el coronel entró en la Tierra Adentro como embajador de los cristianos, habían comido juntos el puchero y el asado. En un momento de distensión y bromas, Cuello hasta se había probado la capa roja, que le caía tan bien como a su dueño o incluso mejor. Mansilla le había dejado, como recuerdo, un pañuelo igualmente punzó y un par de guantes.
--Vino con los padrecitos. Con los curas Donati y Álvarez. El coronel se fue, no volvió a saberse de él, pero los padres quedaron. Ellos nos llamaron a Fuerte Sarmiento para vivir como cristianos, con casa y tierra, escuela y Dios, en paz y a salvo de la necesidad.
Ramón Cabral no se decidió enseguida. Tenía la hacienda más gorda y las mejores sementeras, caballos finos y mansos, huertas bien regadas. Era platero famoso y rico. De su fragua y su taller salían prendedores y pectorales, zarcillos y pulseras, espuelas y estribos, cabezadas y pretales. En sus telares se labraban ponchos, pilquenes, mantas bordadas.
Pero de a poco algunos jefes de la comunidad habían empezado a irse. Los tratados no se respetaban; los cristianos antes divididos se unían en un solo frente de ataque y eran los indios los que se malquistaban entre sí. Villarreal, Santos Morales, Bustos, notorios capitanejos y lenguaraces, pasaron a Sarmiento en busca de seguridades para sus familias. Cuello se fue con la gente de Linconao.
Saber la historia completa me llevó varias tardes y unas botellas de ginebra que robé del almacén. Ramón solo se ponía verdaderamente locuaz cuando le calentaban el pico. Trituraba el tabaco entre buches quemantes.
También el lonko platero terminó mudándose con el resto de la gente. La viruela entró a los toldos y los milicos a sus campos. Levantaron toda la caballada del cacique. Pasaban hambre y no alcanzaban las mantas, dijo Cuello, en el invierno más frío que los viejos eran capaces de recordar.
En el Fuerte les había ido mejor, por un tiempo. Hasta que faltaron los abastecimientos, las semillas, los útiles de labranza, los sueldos de los maestros. Y los que ahí llegaron a vivir en paz tuvieron que alistarse en la Compañía de Indios Auxiliares de Sarmiento y pelear para los cristianos.
Estaba anocheciendo y empezaba a hacer frío. Alguno de mis hermanos ya me estaría buscando. O mamá, con el chicote. Cuello, que se había bajado media botella, se levantó la camisa sucia y mostró otra vez el torso.
--Indios amigos, nos llamaban. Estas son las caricias que les hacen a sus amigos. El comandante Rudecindo Roca, traidor, cuando nos presentamos en Villa Mercedes a cobrar las raciones que nos debían.
Ramón seguía siendo el primer lancero de Linconao. Lanceó más y mejor que los otros. Salvó a muchos de los suyos de la captura y el fusilamiento. Tal vez por eso nunca le faltaba el saludo de los paisanos que le quedaban en General Acha, ni un plato de comida que no era de limosna, sino en memoria de su valentía.
Esa tarde se hizo de noche y nadie fue a buscarme porque me esperaban en casa. No mamá, sino mi padre en persona, a solas, sin chicote. Me preparé para lo peor.
--Ya me contaron con qué compañeros se junta usted. Y qué clase de regalos les ofrece. No será por mi culpa que el árbol se tuerza. El año que viene se va interno a Buenos Aires, y empieza el secundario con los curas. Va a costar un sacrificio, pero no voy a permitirle que se convierta en un vago y un delincuente.
Papá no había estado para fundar General Acha hacía casi tres décadas. Fueron los indios amigos que el futuro gobernador trajo en carros desde San Luis, junto con las tropas de línea, los que cavaron las fundaciones, los que desbrozaron la llanura. Cuando el ejército se fue de Acha, los amigos se quedaron sin empleo y sin sueldos.
Se buscaron la vida como jornaleros, o se hicieron pequeños criadores en tierras que estaban donde quisieron dárselas.
Ese año se festejó el Centenario de la Revolución de Mayo. La Argentina tiraba la casa por la ventana para que el mundo la viera. Buenos Aires parecía una sola luminaria encendida. Mis padres fueron a la celebración y me llevaron, quizá para que empezara a tomarle el gusto a la gran ciudad y me acomodase al encierro que me esperaba pronto.
Hice buena letra los meses siguientes y no volví a ver a Cuello. Pero él nos volvería a ver a todos.
Para el 9 de julio las fuerzas vivas de Acha se reunieron en el edificio municipal. Tocó la banda, se cantó el himno, se agotó la reserva de discursos sobrantes en las carpetas desde el 25 de Mayo.
En el gran silencio que siempre precedía a la salida de las filas, antes de los churros y el chocolate aromático, se oyó una voz que nadie esperaba, perfectamente clara y alta.
“Escuadrón Ranqueles de Villa Sarmiento, ¡¡presente!!”
Era Cuello. Llevaba el uniforme del ejército de línea que tenía en la primera foto. De lejos, al menos, parecía compuesto y cepillado. Calzaba un par de guantes. Sobre la garganta brillaba un pañuelo rojo.
Se iba acercando al podio, marcando el paso por el corredor central, entre las hileras de alumnos.
Se detuvo al llegar al escenario. Nos miró fijo, inmóvil. Estaba sobrio.
“Ramón Cuello, indio argentino, ¡¡presente!!”
Entonces ladeó la cara, juntó la saliva de tabaco que llevaba en el buche, y escupió.