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​Una vida de palabras

Filbita

​Una vida de palabras

Por Victoria Bayona

Filbita 2012: La infancia como territorio
POSTALES DE INFANCIA
El paso del tiempo otorga la posibilidad de tomar distancia y poder mirar hacia atrás. A veces con nostalgia, otras con humor, y otras tantas, creando nuevas ficciones a partir de pizcas de recuerdos. En este texto, la autora compartió un breve texto inédito en el que la lectura o la literatura son protagonistas de su niñez.

Tarea: escribir un poema a la manera de Alfonsina.

¿Sabía la maestra lo que hacía? ¿Se habrá imaginado, cuando copiaba con letra esmerada en el pizarrón, que cambiaría la vida de una alumna para siempre? 

Igual yo ya sospechaba. Pequeños indicios, como que dedicaba las tardes a pasar las composiciones que hacía en el colegio a hojas lisas y les hacía dibujitos. Las abrochaba en el centro, diseñaba las tapas y, por último, tomaba un libro cualquiera de la biblioteca para imitar los datos. Así, mis producciones caseras de los nueve años ostentaban derecho de autor, fecha de impresión y hasta el ISBN del modelo que hubiera tocado en suerte.

Pero podría haberse tratado tan solo de otra de mis ocurrencias. Nunca fui una nena muy tradicional. Para empezar, en vez de jugar a la casita, me gustaba pensar que era la novia de Indiana Jones y que andaba por el mundo huyendo de piedras monumentales, encontrando tesoros y combatiendo villanos. En las reuniones familiares podía desaparecer sigilosamente y, momentos más tarde, hacer una entrada triunfal disfrazada de detective con un secador de pelo a modo de pistola; de bailaora flamenca o del mismísimo Indiana con el gorro del conjunto impermeable de mi madre.

Mis parientes estaban acostumbrados a este tipo de exabruptos. No deben haber dejado de mirar a mis padres con condescendencia. “Tiene alma de artista”, era el comentario. Y sí, había algo de resignación en el tono.

Pero volvamos a Alfonsina. 

Recuerdo la tarde naranja tras el vidrio esmerilado de la cocina de Parque Chacabuco. En la casa no había nadie. O había, pero para mí tan solo éramos la hoja en blanco, Alfonsina y mi alma de púber “picada de tristeza sombría” como describe la poeta en uno de sus poemas. Escribí. Escribí uno. Escribí dos. Tres. Cuatro. Escribí como si se hubiera abierto un arcón de genios encerrados deseosos de contar sus sueños acallados por siglos.

Era mágico: en el papel podía dejar algo de mí, deshacerme de eso que quemaba, encontrarle forma a los delirios que me acompañaban desde siempre. Un alquimista frente a la piedra filosofal: había descubierto el universo, los misterios del amor, del deseo, de la melancolía. 

Los mundos de papel, que hasta ese entonces me habían cautivado desde las lecturas, me llamaban ahora a cruzar allí donde las historias estaban por contarse.

Y crucé, vaya que crucé. Como Bastián, en “La historia Interminable”, mi vida y la  de “Fantasía” se nutren mutuamente y me gustaría creer, como decía el librero de Ende, que renuevan el mundo.

Por las noches yo, pequeña, le rezaba a dios. No le pedía por la paz mundial, ni le pedía que me fuera bien en las evaluaciones, como hacían mis compañeras. Yo pedía: “Señor, dame una vida especial”. Y con especial quería decir que me diera una vida de palabras. 

 
 
Podés escuchar este texto en Spotify leído por su propia autora haciendo click aquí.

 

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