Fundación FILBA

  1. EN
  2. ES /

Archivo

Una noche perfecta

Mezcladito

Una noche perfecta

Por Josefina Licitra

Escenario ideal para imaginar seres fantásticos, la historia de Bariloche está repleta demitos: duendes, criaturas monstruosas y los dinasaurios más grandes de la historia. En este texto Josefina Licitra nos retrata su animal fantástico, su bestia legendaria. 

Hace siete años que el Gallego tiene esta casa. Le dijeron que la Patagonia era una buena inversión y compró un terreno gigante frente al lago. Al principio había apenas una cabaña maltrecha a la que vinimos a parar con Julián y Sebi cuando Julián perdió el trabajo. Mi marido la acondicionó para que pudiéramos vivir durante la obra. Después, cuando ya estuvo todo construido, el Gallego, que vive en España, ofreció dejarnos como cuidadores. 

Yo me encargo de limpiar el caserón y la pileta climatizada, y Julián se ocupa de cortar el pasto y, con la llegada de la primavera, vigilar que los turistas del camping de al lado no se metan en el lote. Como la costa es pública, la gente pasa caminando por el borde y a veces se tienta y se escabulle entre los árboles del parque. Llegué a encontrar cajas de pizza o de vino detrás de los pinos. Algunas mañanas también junto cosas asquerosas.

Cuando viene el Gallego, normalmente una semana en el verano, él mismo se encarga de correr a las personas que circulan por la costa. No le importa qué diga la ley: da unos gritos y devuelve a todo el mundo al camping, que es un lío de mantas, ojotas, arena y termos para el mate. Yo trato de mirar poco porque en esa playa están los amigos de Sebi. No podemos invitarlos para no armar confusiones: si viniera uno solo, todos en el pueblo querrían venir también, y perderíamos la casa y el trabajo. 

En la zona dicen que el Gallego es garca. Les cae mal que sea extranjero y que haya comprado tierras, pero a mí que sea de afuera no me importa tanto. Los ricos son siempre extranjeros: viven en un país que no es el mismo que el nuestro. Si pudiera elegir, además, volvería a quedarme con él porque es bastante agradable. Cuando viene muchas veces come con nosotros o le pide a Julián que le haga asados en la playa. Y hace cinco años, cuando tuvo a su hijo, le puso Nahuel, como el lago. 

A Sebi le gustaba que el Gallego viniera con su esposa y con Nahuel. No le dimos hermanos, así que pasar unos días con un bebé –Sebi le lleva seis años— lo hacía sentir el mayor de su especie. Se notaba cada vez que el Gallego sacaba la moto de agua del galpón. Sebi dejaba a Nahuel en el piso, le decía no sé qué cosa de que él era chiquito, y se iba con el tipo. Siempre era una única vuelta porque pronto los ambientalistas hacían la denuncia a Prefectura y el Gallego tenía que pagar y guardarse hasta el año siguiente. Pero esa salida, antes de la multa, era inolvidable. Vistos de lejos parecían uno de esos dibujitos japoneses, parte persona y parte máquina, corcoveando sobre el agua helada. 

Sebi volvía del paseo fascinado. Entonces yo le preguntaba si había visto al Nahuelito: si había divisado las escamas oscuras moviéndose en el fondo. Él cada año respondía algo distinto. Que había visto un animal violeta, con bigotes largos y duros como pedazos de escoba. O que el bicho era igual que un dinosaurio, o que tenía ojos grandes como un tanque australiano, o que había abierto la boca y en el fondo se intuía el brillo del Eolo: un globo aerostático que una vez cayó al agua y desapareció para siempre. Me alegraban los cuentos de Sebi: el que sabe fantasear algún día quiere viajar; y a mí me gustaría que mi hijo salga al mundo. Siempre, en algún lugar de mi cabeza, lo imaginé como un Cristóbal Colón conquistando tierras remotas.

O al menos así fue hasta hoy. Porque hoy pasó algo que me dejó sin ideas. 

Hace pocos días, como todos los veranos, el Gallego llegó con su familia. Y esta mañana, cuando fue a buscar la moto, Sebi se preparó siguiendo el ritual de costumbre: dejó a Nahuel, que ya tiene seis años. Se puso el chaleco salvavidas. Y empezó a caminar en dirección a la playa. 

Pero ahí el Gallego estiró un brazo y mostró la palma de la mano. 

—Momento —dijo.

Le hizo señas a su hijo para que se acercara.  Yo estaba barriendo la galería y vi todo: lo vi a Sebi decir que Nahuel era chico, y lo vi a Nahuel darse vuelta como un gladiador del tamaño de un Playmóbil y decir: 

—Pero la moto es mía. 

Sebi giró la cabeza y me miró con desconcierto. Le respondí alzando los hombros, con una sonrisa que armé como pude, y seguí sacando polvo. Al fin y al cabo el chico tiene razón, pensé. Pero con el paso del rato, cuando veía al nene dando vueltas en el agua y veía a Sebi sentado sobre una piedra mirando cómo se le escapaba su viaje, algo me empezó a tomar el cuello.

Y yo sé qué pasa cuando el cuello me crece.

Esa noche, por pedido del Gallego y su esposa, comimos un asado hecho por Julián. Había luna llena y el lago parecía un espectro, y la mujer aplaudía como si estuviera en un tablón de flamenco o en un circo. 

—Qué bonito –repetía—. Pero qué bonito. 

Por momentos el silencio era tan grande que parecía un cielo. Entonces —habrá sido el vino— mi boca habló.

—Es una noche perfecta para que salga el Nahuelito —dije. 

Julián sacó la vista del fuego y señaló con la mirada al nene, ocupado en comer un choripán con huevo frito encima (el nene es un poco gordo, pero ese es otro tema). Sebi también me miró, pero en su cara no había reprobación: algo en él, como en mí, se estaba haciendo fuerte. 

—¿Qué Nabhuelito? —dijo el nene, con la boca llena de comida. 

—Hablan de tí, cariño —se apuró la señora, y le tocó la cabeza con un gesto nervioso—. ¿Es que acaso no le han visto, comiendo su choricito? —siguió. Después me apuntó con los ojos como si me estuviera dando una orden, y Julián me pidió que fuera a buscar más gaseosa. Pero Sebi sonreía, y mi boca volvió a hablar. 

—No, yo decía el monstruo —miré al nene—. Acá en el lago dicen que hay un monstruo que se llama como vos, ¿lo viste?

El chico endureció la mandíbula, como si el chorizo que tenía en la boca se hubiera hecho piedra, y miró a sus padres sin mover la cabeza, y finalmente contestó:

- Creo que no.

De ahí en más, los gallegos se esforzaron por contar historias felices: la de un viaje a Disney, la de unas tortugas grandes en una playa que ni sé dónde queda. Pero Nahuel sólo miraba el lago, liso como un espejo, y agrandaba los ojos como si fueran dos tanques australianos, y se dejaba arrastrar por algo: ojalá no haya sido el espanto. 

Más archivos Josefina Licitra