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Tres cruces

Rutas de autor

Tres cruces

Por Gustavo Espinosa

Los modos de recorrer/leer la ciudad tal vez se vinculen con las formas de escribir sobre ella: detenerse en los detalles triviales para convertirlos en material narrable, tomar lo fragmentario para volverlo sistema, mirar de nuevo lo visitado y redescubrirlo. Tres autores nos invitaron a recorrer espacios escondidos de sus ciudades: Santiago de Chile, Buenos Aires y Montevideo. 
Aquí Montevideo por Gustavo Espinosa.

“Tres cruces” (así se llama la zona, así la terminal de omnibus) es un no lugar barroco. Aquí pululan los provincianos desconcertados, como yo, por la difícil sincronía de semáforos contradictorios, por el enredo de avenidas, por cómo vamos a cruzar frente a las bocas del túnel de “8 de octubre”, porque no llegaremos a tiempo para postrarnos de una vez en el ómnibus que nos regrese al pueblo, o porque estoy aplastado por el tonelaje del cansancio y la melancolía. Mi madre, conectada a máquinas y antibióticos, terminal ella también, donde convergen electrodos y cánulas, irradia en su celda de CTI, detrás de la ventana enésima, a mis espaldas.  Si ahora volviera la mirada, la podría situar perfectamente en el quinto piso. No soy entonces un flanneur displicente, entregado a la fluidez del turismo subjetivo, sólo amenazado por el chillido de las motos chinas en el atardecer. Estoy tratando de recordar cierto poema de Vallejo (porque ese es mi talismán de desesperado, porque si logro memorizarlo sin errores mi madre egresará sonriente de su limbo cerebro vascular, sabrá otra vez mi nombre)

Tahona estuosa de aquellos mis bizcochos
pura yema infantil innumerable, madre
Oh tus cuatro gorgas, asombrosamente
mal plañidas, madre: tus mendigos,
las dos hermanas últimas, Miguel que ha muerto
y yo arrastrando todavía
una trenza por cada letra del abecedario.

“Tres cruces” es un ombligo o un vórtice  de Montevideo. Aquí se anudan y se crispan como en lucha libre, Avenida Italia, 18 de Julio, 8 de Octubre, Bulevar Artigas, además de calles y callejones sesgados e interrumpidos. Por aquí tengo que buscar algún lugar para cenar rápido y conseguir un principio de borrachera no muy radical, que me permita volver luego a la vera de mi madre, a los monitores y circuitos que ahora estarán titilando para nadie, sólo para algún intensivista distraído, a mis espaldas en el quinto piso, mientras cruzo bajo la sombra amenazante de la estatua de Juan Pablo II. La escultura, su emplazamiento entre la muchedumbre de cosas que se erigen por aquí, es una acumulación de errores: tal vez la brillantina marrón que barniza al pontífice agigantado, tal vez el simulacro rígido de un capote o sotana suntuaria detenida, que ningún ventarrón de Montevideo puede flamear, le dona un aspecto de ominosa cucaracha rampante, de animal quitinoso que se hubiera erguido sobre la precariedad de alguno de sus pares de patas posteriores. “Tres cruces” es una especie de vacío de toda geometría, un agujero negro donde todo proyecto se ha destartalado, atractor de desastre, urbanismo en estado de nausea. Tratando de evitar los pequeños campamentos de mendigos o linyeras que aprestan sus cartones y botellas para la noche, atravieso la Plaza de la Bandera, Es una especie de cráter gris, con algo de caparazón de cemento para búnker antiatómico o para evitar no sé qué filtraciones horribles desde el susbsuelo. Allí se van oscureciendo bajo las primeras estrellas y los reflejos de los acrílicos publicitarios, los souvenirs faraónicos de la dictadura: la bandera que es el monumento a la bandera (los militares no hallaron un modo menos lineal de monumentalizar un monumento), la estatua ecuestre del General Rivera y su columnata kitsch fascista. Ya está lo suficientemente oscuro. Sé que unos 20 metros antes de llegar al carro de chorizos, de espaldas a él, hay unos macetones de portland de unos 50 cm de altura: si me trepo a uno de ellos y miro hacia atrás, hacia el edificio de la Médica Uruguaya, puedo entrever con cierta precisión, incrustada en la estructura u oleaje de curvas y cilindros de ladrillo, la brizna ínfima de luz que es el ojo de buey  de la sala de espera del CTI, desde donde suelo mirar, cada mediodía, el carro de chorizos que ahora está a mis espaldas, deplorando no ser el muchacho de campera de cuero tomando una cerveza, o aún la vieja que fuma sentada sobre los macetones donde ahora estoy parándome para enfocar la ventana de mi madre.

Madre, ¡Y ahora! Ahora en cuál alvéolo
quedaría, en qué retoño capilar
cierta migaja que hoy se me ata al cuello
y no quiere pasar.

Mi madre estará allá en su umbral o crepúsculo, en su sistema de hiperconexiones, como un extraterrestre marchito que irradia un aura de infinita tristeza venenosa.

La explanada sin forma, desde donde le arrimo mi mirada, está flanqueada por la Terminal, siempre en obra, nunca definitivamente construída. Por los otros costados, los grandes hospitales insomnes (el Italiano, el Británico, la Médica Uruguaya). Y dispersos en este espacio sin centro: el Papa, la cruz que recuerda la visita del Papa, el obelisco a los constituyentes, Rivera, la hiperbandera, el monumento herrumbrado a la Italia Eterna, la pequeña estatua de Alsina. El bosque de símbolos que nadie se interesa por interpretar: sentido muerto.

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