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Típicas postales de lo atípico

Bitácora

Típicas postales de lo atípico

Por Camila Sosa Villada, Elvio Gandolfo, Beatriz Vignoli

Elvio Gandolfo y Camila Sosa Villada  eligen postales de la Rosario que recuerdan y a cambio reciben fotografías actuales de esas locaciones pero en el contexto presente del confinamiento. Beatriz Vignoli hace lo suyo, pero a partir de una esquina concreta que recuerda de Buenos Aires. Lo evocado se contrasta con el vacío de una ciudad silenciosa, quieta y, como resultado, tres textos que quedan resonando como ecos de este festival. 

Tan sirenas nosotras 

Por Camila Sosa Villada

Ph. Guillermo Turin


Cuántas horas de nada habré llorado por las burlas hechas sobre mis bigotes de india, lacios y tupidos como matas de oscuros ramos de novia, con suerte para quien lo agarra pero nunca para la novia, como tentáculos de hilo negro que robaban de las billeteras de los clientes los sueldos con que luego, tal vez, invitarían a sus novias a desayunar un café con leche con dos medialunas, dos criollitos, manteca y dulce de leche y el detalle del jugo de naranja, que es el que le daría la categoría de completo. Todos esos muchachotes que en el pueblo me gritaban “¡Hay café, hay café!¡Hay cafeitarse!” Cuántas veces odié la sombra de mi bozo frente al espejo de la pensión y me quité pelo por pelo los motivos de mi pena, con una pincita de depilar robada de alguna perfumería, en un teatro veloz y sin espectadores. Cuántas agujas embebidas en alcohol para clavarlas bajo el pelo encarnado y obligarlo a salir para quitarlo de raíz. Cuántas noches me fui a dormir humillada por el veneno criticón de algún garrón que se atrevió a decirme que sería bonita si cuidara más de mi aspecto, si me pusiera un poquito de silicona en la frente, que era ancha y dura, y otro poquito en los labios. Y otro pocote en las tetas y mucho en el culo. Y que qué linda quedaría si me hiciera la electrólisis, que era de las cosas más dolorosas del mundo, un sistema satánico que te mandaba una descarga eléctrica a la raíz del pelo, de manera que te picaneaban toda la barba para que la muchachada quedara contenta y no se decepcionara al acariciarte las mejillas de papel de lija. Todas esas lágrimas que chupó mi almohada porque mis bigotes eran mi fealdad y luego seguía la nariz de boxeador y los dientes chuecos de pobre y yo pensaba en todo el dinero que debía reunir para mejorar un poco mi aspecto, que era apenas el monigote de una mujer. Toda la fortuna que debería acopiar si alguna vez se me ocurría querer ser bonita. Y una vez llorados todos estos pormenores, mis bigotes brotaban, se iban bajo las sábanas y me masturbaban con su tacto cosquilloso y si estaba boca abajo también me hacían masajes y si era invierno apuraban las colchas castigadas por las polillas y hacían un huequito bajo mi cabeza para que fuera más cómoda la posición. Y si los libros estaban lejos, ellos iban hasta los estantes de la biblioteca de chapa y me los traían y giraban las páginas con delicadeza maricona. Y muchas veces secaron los ríos salados que me brotaban de los ojos y nunca se quejaron de dolor cuando los afeité o los arranqué con cera caliente que me hacía saltar frente al espejo en una polka hirsuta que aliviaba el ardor. 

Luego, las exigencias televisivas me dijeron que no podía andar tan bigotuda frente a las cámaras porque la gente no aguantaba que las travestis nos mostráramos como somos. Y comencé a invertir en esta apariencia como quien se mete a un plan para comprarse un coche usado, o una casita en una cooperativa o las vacaciones de su vida en una agencia de viajes. Y yo, que había fundado una inteligencia suspicaz en torno a mi fealdad cultural, de repente me vi yendo a una clínica a que me quemaran los bigotes con láser, que es una técnica casi tan sádica como la electrólisis, pero mucho más veloz. 

Cuando dejé la muñequita travesti lista para ser amada por el celuloide, de repente the thrill is gone y me divorcié de la actuación y ya no me interesó tanto el cine, ni la televisión y comencé a sospechar que había sido engañada. Tonta muñequita travesti ingenua y pretenciosa. Mis buenos bigotes no volverían y yo, con la piel lisa como los bordes de la tarde, estaría sin compañía y sin público hasta nuevo aviso. Te quedaste sin el pan y sin la torta. Y sin coraje. Y sin inocencia. Y sin astucias. En los cajones quedó un manojo de lanas embravecido que alguna vez fue el esplendor de tu rabia.

En el 2019 me invitaron a Rosario, para un evento cultural en el que hablábamos sobre el amor y aproveché unas horitas libres que tenía y me fui sola a la Costanera, a mirar pasar el río que siempre fue mi locura. Quien mira un río pasar, posiblemente se ve a sí mismo transcurrir en la historia, más o menos manso, más o menos hondo y a veces tan cristalino o tan sucio. Ahora soy travesti como antes fui río y posiblemente reencarnaré en algún salto de agua que descienda desde las Altas Cumbres a los pueblos de Traslasierra. Agua dulce, fría, helada, y las ramas de los sauces como memoria de mis bigotes perdidos. 

A orillas del río, a pasos del Centro Cultural España, pensé en el origen de mis bigotes. Dicen las travestis de lengua más vieja, que en el río de Rosario hay todo un cardumen de travestis sirenas, mitad viejas del agua, mitad travestis, que fueron haciéndose con el adn que perdían las muertas arrojadas al agua para ocultar sus cadáveres. Las Viejas del Agua o loricáridos, pa’ que no crean ustedes que no abrí Wikipedia al escribir este puema, tienen una especie de ventosa en la boca que las asegura al fondo de las cosas y, además, las alimenta. La misma ventosa que las travestis tenían en la punta de sus labios para libar el barroso pitulín de los clientes y amores (a esta altura todo se confunde, los límites se vuelven porosos). Parece que estos peces, al pasar encima de los cuerpos de las asesinadas, tomaron no solo las algas que las cubrían sino también toda la información desoxirribonucléica de las travestis y lentamente fueron pareciéndose a las muertas. Primero crecieron las pelucas, de pelo natural muy fino, mantenidas como nuevas por el agua dulce del río, luego unas tetas elefantonas y unos rubores rosados en las mejillas, unos bigotes largos para cachetear giles y pestañas postizas con las puntas duplicadas para mayor volumen y extensión. Pronto las Viejas del Agua también pudieron cantar (dicen que si Rosario hiciera silencio podría escucharse su canto), cumbias santafesinas suavecitas e irresistibles. A medida que los años pasaban, las Viejas del Agua tuvieron una memoria muy parecida a la de las travestis y recordaron las persecuciones y matanzas, pero también las fiestas y el coraje y esa rabia que era como una fiebre buena que las ponía de pie. Y pronto tuvieron piernas, largas y musculosas piernas cubiertas por esa piel oleosa que brilla como la esperanza o las promesas,  y ya las branquias se hicieron sutiles y se acercaron a la orilla y los bagres machos y pacús y demás peces sintieron celos, y se quedaron refunfuñando en el río, porque sin comerla ni beberla, las Viejas del Agua ahora podían contar cuentos y cuando menos lo esperaron, salieron de noche a las playitas más cercanas a probar sus nuevas extremidades, las piernas para bailar, las manos para arañar y las bocas con ventosas para quedarse pegadas a la carne obrera y macha de los que se acercaron a tocar la novedad. Sirenas de agua dulce. 

Los bigotes de las Viejas del Agua quedaron prendidos al bozo de las sirenas y así como espantaron moscas, enlazaron los cuellos de sus amores y los trajeron a sus pechos y bien pudieron cachetear, ahorcar, manipular navaja o llevar un collar de perlas hasta el altar de Iemanjá, que hicieron con las herrumbres encontradas en el fondo del río. Y fuimos siendo menos peces y más humanas y eso nos causó mucha tristeza, pero así eran las cosas y bien valía reconciliarse con los días que no pueden repetirse para doblar por otra esquina, o decir que no en lugar de decir que sí. Y pronto nos enamoramos y olvidamos los amores de fango, pringosas en la mugre, casi ciegas y capaces de todo y ya terminamos temblorosas como si no hubiéramos vivido nada. Andamos entre la gente, sin saber que venimos de esos peces de carne despreciada, que come barro en el fondo del río. Nos inmiscuimos, metiches, incómodas, en este cardumen sin agua que son los humanos. Tan humanos ellos. Tan sirenas nosotras. 

A lo lejos, sobre la superficie del río, una sirena se asoma y agita su brazo diciéndome que ahí está, que es cierto esto que sé desde siempre, somos el río, hacia él vamos, o hacia los mares, o a lo que sea agua, a lo que sepa hundirse, a lo rebelde, aquello que ninguna mano puede tomar. Se ríe, con toda la boca mientras un bagre le pasa muy cerquita y le hace temblar esa piel de oro. Cuando quieras te pasás a tomar unos mates, bien dulces, con facturas con crema y membrillo, muchas calorías, muchísimas calorías en el río de Rosario. Siempre lo han hecho así, el amor de las travestis para decirte que estás en casa, es con mucho hidrato de carbono, mucho triglicérido. Mucho mate dulce, con una cucharadita de té de azúcar cada vez. En el río, en la tierra, en Santiago del Estero, en Santa Fé, en Salta, en Jujuy, siempre ha sido así. 

Me vienen a buscar y la sirena desaparece tragada por las olas y un barco enorme eleva la tarde un peldaño más. Le pido al guapetón marica que haga silencio un segundo, a ver si escucho el canto de mis antiguas, y nada… gritos en algún lugar que retumban en mi nostalgia. 

Bar Pasaporte – Maipú y Urquiza Por Elvio E. Gandolfo

Ph. Alberto Gentilcore y CCPE


Me acuerdo con bastante claridad de distintos bares de Rosario, desde hace muchos años. En especial de un bar Savoy intermedio, posterior a uno  legendario, y anterior al actual, reabierto después de un largo cierre. Ahí nos juntábamos con los de la revista el lagrimal trifurca, o con los la cachimba (Isaías, Colucci, Pidello) para largas charlas o discusiones. También, mucho después, del bar El Círculo, con mesas con buena distancia entre sí, en una esquina visualmente poderosa cuando uno miraba desde el interior. O del Odeón, en Mitre y Santa Fe, hoy desaparecido. O de distintos bares cercanos al diario La Capital, donde solíamos juntarnos con Víctor Sabato, o con Osvaldo Aguirre, mucho después. O un bar del parque Independencia donde acostumbrabamos juntarnos con alguno de mis hermanos. Etcétera. Etcétera.

Me acuerdo también muy bien del bar Pasaporte. En especial por su ubicación peculiar dentro del mapa de la ciudad. En general Rosario es plana como una mesa, y tiene el trazado en red rectangular de casi todas las ciudades de origen entre español y tano (lo interesante de Alberdi es cómo las vías cortan esos paralelismos, y se relaciona más hondamente con el río). La calle Maipú es así: recta, paralela a San Martín. Pero cuando pasa de San Lorenzo ya está demasiado cerca de su final y del río, y no le queda otra que caerse en una inclinación pronunciada, hasta llegar a su final, al dar con Urquiza. Hay que bajarla clavando un poco los talones. Al llegar a la esquina, antes de cruzar, está Pasaporte. Así se llama, supongo, porque en ángulo está el edificio de la Aduana (o ex aduana).

A diferencia de los otros bares, en mi caso ése tiene un periodo nítido de frecuentación. Un poco antes del Congreso de la Lengua nos habíamos hecho amigos con Fernando Toloza, que coordinaba una revista para el Parque de España, y trabajaba desde hacía años en La Capital, donde era amigo de otro amigo, Osvaldo Aguirre. 

Aunque nos conocíamos desde mucho antes, cuando visité la cercana librería El hijo pródigo (en la calle Urquiza cuando empieza a caerse, como Maipú, hacia el río), de Armando Vittes, con quien demoré mucho más en ser amigo: siempre estaba Toloza, no él. Recuerdo charlas perezosas en ese local gigantesco (con un Toloza ídem), y que una vez le compré a mi hija Laura un libro de psicología lacaniana del escritor argentino Oscar Massotta, editado en España, adonde se había ido. Bastante después empecé a visitar la ciudad mensualmente, para ver a mi padre, que había empezado con una enfermedad de Alzheimer que duró varios años, hasta el 2008, en que falleció.

Un día me enteré de que Toloza vivía en Laprida, cerca de esa zona de descompensación del territorio liso de la ciudad de Rosario, trepada a la barranca, y que en muchos de sus bordes de pronto se cae en picada hacia el río. Así que me citó en ese bar que yo desconocía. En cuanto entré me sentí cómodo. La posición de las mesas y las sillas, el ir y venir de lo que creo recordar como mozas. Sobre un mostrador, un teléfono público de esos que funcionaban con monedas, un poco bloqueado por alguna silla u objetos varios. En especial un ritmo bastante tranquilo (al menos el día y la hora en que empezamos a ir y seguimos yendo). Yo viajaba desde Buenos Aires, digamos, un jueves o un viernes. Veía a mi padre en el geriátrico donde se encontraba internado, y sabía que el domingo a media mañana (creo, dijo la memoria) me veía con Toloza allí y nos pasábamos horas hablando de literatura, de opiniones (o chismes) sobre diversos conocidos, y del simple tiempo que pasa. Creo que a él le pasaba algo parecido. Escribía poemas desde siempre y ahora los estaba recopilando en un libro. Era bueno entrevistando (tarea que hacía con frecuencia en la revista del Parque España) (también en La Capital, pero ahí lo seguía menos). Todo ese periodo de acumulación violenta de hechos ha sido compartimentada de cualquier manera por la memoria. Hecho seguro: fui a ese bar mientras estuvo vivo Fernando Toloza. Necesité rastrear un poco de fechas para comprobar que en realidad fue un periodo corto.

Porque pasa algo. Esa zona es una de las más agradables de Rosario, o lo era al menos hasta, digamos, el año 2005. Si en otras zonas uno puede ser aplastado por los edificios o las calles estrechas para tanto tráfico, allí tanto Urquiza (contra la que ya murió Maipu) como San Martín, como la cortada Sargento Cabral se tuercen un poco, casi desean ser circulares y arman en conjunto un gran espacio despejado de pavimento o hasta adoquines, con grandes edificios (el ex edificio de la Aduana, por ejemplo, que para mí era el edificio de la Aduana a secas), y terminan cruzando o desembocando en ese gran espacio, cuyo punto de límite es la avenida Belgrano, que sube hacia el Parque de España por unas cuadras, y que tiene generalmente vegetación y un poco menos de acumulación cruda de tráfico, porque es ya el borde de la ciudad antes de caerse al río. Hay incluso una Plaza de las Utopías (acabo de verlo en Google).

Ecos de un festival 

Filba Rosario

Sueño del hotel sin nombre 

Por Beatriz Vignoli 
A Vicky Lovell, que me instó a descifrar el enigma


¿Qué sería de la poesía sin los paseos? Pasear es salir al encuentro del mundo.

Es contemplación en movimiento, sensorial, físico. Nuestras ciudades, al menos en el cambio de siglo XIX al XX, lo previeron. Era otro higienismo, solar, oxigenante; domingos ganados por los sindicatos anarcosocialistas para democratizar la flânerie.

Fue por entonces, desde lo estatal, que el paisajista francés Carlos Thays diseñó el Parque Independencia de Rosario y espacios verdes de Buenos Aires. Parques urbanos, ámbitos seminómades de presencia cuyos senderos habilitan vistas panorámicas, cuyo paisaje alterna escenas y vacíos, cuya amplitud aloja la experiencia del espacio en su más plena potencia de infinito. Todo eso nos aguarda, derrochando su luz.

El sábado me senté a recordar un paseo.

Fue un paseo que hice por Buenos Aires en el otoño o invierno de 1987 con mi compañero de entonces, Fernando. Allí compuse mentalmente un modesto poema imagista, “Almagro”, quizá mi primer poema objetivista; allí comenzó un proyecto de escritura que decantó en un magro libro, Almagro (EMR, 2000; Nebliplateada, 2019).

El texto no estuvo a la altura de la experiencia que obtuve del paseo: una experiencia de presencia pura, un instante que recuerdo como de absoluta claridad. 

La noche de este sábado soñé con el hotel sin nombre. En el sueño formo parte de un contingente de turistas culturales (¿escritores en un congreso?) que paramos en un hotel en Buenos Aires. Por fuera es muy suntuoso, un edificio imponente todo revestido de mármol rojizo. Lo veo como un prisma gigante, una gran caja rojiza. Adentro es laberíntico y tiene distintos grados de lujo o miseria. Los sectores para los trabajadores son deprimentes. El resto es menos modesto pero no tan suntuoso como la fachada. Todo esto me demuestra que es un hotel y fue creado como tal. Se cuenta que antes perteneció a Bartolomé Mitre y era una mansión. Nadie sabe decirme cómo se llama el hotel ni si es realmente un hotel ni si lo fue siempre, ni dónde queda, pese a que estamos ahí. Un hombre mayor me susurra que las mujeres se las ingenian para adivinar el nombre, él no sabe cómo. Supongo que buscándolo en el mapa aparecerá el nombre. En el sueño, lucho por armar un plano de Buenos Aires con pedazos de un mapa que rompí. Lamento haber tirado el otro día los que guardaban mis padres. Al fin alguien ha conseguido localizar el hotel. Queda en Mitre al 3400 o Mitre al 1500. Me inclino por el 3400 ya que estamos en un barrio y al 1500 sería zona centro. Sin embargo, se dice que hay dos copias, y la otra está en el centro, que nos es temporalmente inaccesible.

Me despierto y anoto el sueño en el teléfono para compartirlo en mi grupo de soñantes. Hay una forma de trabajar con los sueños que no consiste en la interpretación sino en la acción. Así que me siento el lunes ante mi computadora y continúo la acción que intenté en el sueño. Abro Google Maps y encuentro que en Buenos Aires, Avenida Bartolomé Mitre 3410 es la dirección del hotel Aires Express. Queda en el Once: una mole roja de ladrillo en la esquina de Sánchez de Loria y Bartolomé Mitre. Existen sus 50 habitaciones en 7 pisos, no encuentro desde cuándo. A muy pocas cuadras de ahí, en Almagro, está el punto de partida del paseo. Fue el departamento de Fernando, un contrafrente en PH sin luz solar, donde viví (siempre como huésped) en períodos de pocos días, espaciados varios años entre sí. Fue una relación extensa. No me animo a hurgar entre sus cartas, que tengo bastante a mano en el placard, pero con la ayuda de mi memoria y Google Maps encuentro que quizás en Don Bosco al 3400 estaba el lugar de donde partimos. Me “suenan” varias imágenes de frentes que muestra la foto en “3469 Don Bosco CABA”. O puede que esté en una de esas pocas cuadras, las pocas que mide esa calle según indica el mapa. Me impresiona la desolada foto, que ha de ser bastante actual. Anda un muchacho corpulento a cara descubierta que mira nervioso a su alrededor, como si fuera consciente de la presencia de la cámara. El ingreso al edificio lo tuve muy presente todos estos años, en los que recordé aquellos azulejos cerámicos de esmalte caramelo enmarcando un mural cerámico a lo Paul Klee, y la sensación de salir de golpe al sol blanco intenso que resplandecía entre los plátanos de Almagro. 

Si quedaba entre Liniers y Sánchez de Loria, pudimos haber salido después de un almuerzo tardío y trasnochado, a la deriva, al sol de las primeras horas de la tarde; y debemos haber caminado hacia el norte Fernando y yo, por Sánchez de Loria hasta Avenida Rivadavia, cruzado la avenida y luego andado una cuadra más hacia el norte. Recuerdo que en el sueño se hablaba de que el hotel quedaba “más allá de la avenida”. En efecto, antes de doblar por Bartolomé Mitre lo primero que habremos visto es la mole del hotel, si es que ya existía entonces (de todos modos en los sueños suelen superponerse capas de tiempo). Después es posible que hayamos caminado hacia el oeste hasta el paisaje ferroviario, porque las vías de tren ejercen una atracción magnética sobre los paseantes que merodean en derivas urbanas por las ciudades. 

Era domingo, creo recordar. O lo parecía. O merece haberlo sido. No recuerdo si nos detuvimos en el puente, o si contemplé al pasar la luz del sol que resplandecía en todo su fulgor sobre una pared blanca al otro lado de las vías. Sé que tuve al verla una sensación de antigüedad sin fondo, de un tiempo sin límites, de haber existido desde siempre sin comienzo. La foto que se abre en Google Maps bajo la dirección “3911 Bartolomé Mitre, CABA” muestra el espacio donde estoy casi segura de que vi esa pared áspera, encalada aunque no lo diga en el texto. La pared sigue ahí; podría ser la última en la foto de izquierda a derecha que tiene un arco de medio punto. Se la ve sin repintar, entre dos edificios, con una pintada de grafitero que dice en letras azules: MORS. “Puente de hierro” llamé en el poema a los paneles de fierro atornillados que se ven en la foto, cubiertos entonces por capas y más capas de afiches (electorales, tres años después de las presidenciales de 1984). Una señora mayor de vestimenta humilde los arrancaba a jirones y los iba juntando en una bolsa de nylon, quizás para vender el papel por peso y así compensar la hiperinflación rampante y poder comer algo, aunque no pensé en nada de eso. Mi juvenil manía haiku de apuntar la estación del año mediante un detalle de la naturaleza (“las hojas que arden”, es decir: una fogata) me ayuda a situar temporalmente la experiencia: otoño, o vacaciones de invierno. Pero el lugar exacto de la visión se encuentra al norte de la avenida Rivadavia, de modo que no queda en el barrio de Almagro sino en el de Palermo, o más bien en algún punto incierto entre Palermo y Villa Crespo; con lo cual, si el poema y el libro pretendían hacer documentalismo poético, he aquí un error no muy catastrófico, pero sí catastral.

Pienso que aquel fue un libro de derivas situacionistas, de paisajes hallados como pura presencia al perderme en las ciudades. Es lo que más extrañamos tantos en este exilio interno domiciliario donde reconstruimos (con una precisión que no nos importó entonces, cuando toda la calle estaba disponible, al menos para quien tuviera el vigor y la movilidad de andarla “a pata ‘e perro”) la cartografía del explorador/flâneur en nuestra mente, con la ayuda de una novedosa interfase entre dos o tres virtualidades: sueños, Google Maps y memoria. Son viajes astrales como los que haremos cuando ya no tengamos cuerpo con el que seguir andando cuando se pueda salir de nuevo a merodear, a vagabundear, a pataperrear; merodear, merodear, esa furtiva palabra. 


En la memoria fue un periodo bastante largo. Pero cuando veo las fechas inamovibles, no puede haber durado más de un año y pico. Es lo que pasa siempre con el placer. Esos periodos larguísimos en que vimos a una mujer que recordamos mucho fueron en realidad tres fines de semana y un fin de semana largo. Esas charlas larguísimas en que nos relajábamos con Toloza como en un spa, fascinados por argumentar, o cagándonos de risa, no pueden haber durado más de un par de horas. Como la casa estaba tan cerca, a veces venía la mujer, acompañada de algún chico, y me saludaban. Después de todo, tanto Toloza como yo comíamos, almorzábamos, nos gustaban nuestras familias, y yo solía volver a Buenos Aires a media tarde o al atardecer. 

Pero miré las fechas y el Congreso de la Lengua, a partir del cual, un poco antes, nos hicimos amigos con Fernando, luego de una entrevista para Lucera (así se llamaba la revista del Parque de España): fue en el 2004. En realidad la enfermedad de mi padre recién o hacía poco había comenzado, creo. Y a fines de 2005, mientras viajaban en auto a Buenos Aires para el entierro de una pequeña sobrina que había fallecido, un accidente de tránsito tremendo en la autopista mató, a las cuatro de la mañana, tanto a Fernando como a una pareja de cuñados que venían en el asiento de atrás. n camión chocó desde atrás al auto y lo hizo pedazos.

Para la ciudad fue un shock tremendo, con un entierro multitudinario común. Sobrevivió, con el estilo tangencial de la realidad, la mujer de Fernando, madre de sus hijos. Estoy seguro de que si ese accidente no hubiera sucedido, las notas de él en La Capital nunca se habrían recopilado, como sí se hizo en un grueso volumen (Imaginarios comunes), y tal vez hubiera demorado más en darse a conocer el libro de poemas, Fuera de temporada. Los tengo los dos en mi biblioteca. El de poemas me gustó. El largo no lo he leído entero. 

Acá corresponde una aclaración. Esa zona del bar Pasaporte, justamente afloja y alimenta porque está fuera de los recorridos más comunes. Desde aquellos años solo he pasado un par de veces en taxi, hacia otros lugares. Como en un cuento de Cortázar, sueño, casi veo que un día bajo clavando los talones por Maipú. O logro que un amigo me lleve en auto hasta ahí. Me bajo, abro la puerta, me fijo y el teléfono ya no está sobre el mostrador. Aunque la atmósfera (posibilidad uno) igual subsiste. O si no ha desaparecido, sobre todo después del último período pandémico, que por ahora solo permite mostrar algunas mesas en la vereda o el interior vacío. Solo una vez nos sentamos afuera con Fernando. Preferíamos el interior, tal vez porque sin darnos cuenta nos sentíamos a salvo, protegidos, riéndonos y charlando hasta por los codos.

Cancha de Newell’s Old Boy – Parque Independencia_ Por Elvio E. Gandolfo_
No soy futbolero para nada, pero sí totalmente leproso, o hincha de Ñúbel (argentinización cómoda del nombre), desde siempre. Allí acaté la ley familiar: mis padres, hermanos y hermanas eran todos de Ñúbel. Del ala Bielsa, podríamos decir, y no solo por el fútbol. Por dar un ejemplo: mi hermano Sergio le diseñó varios libros de poesía a Rafael, hermano de Marcelo, el arquitecto del cuadro, y después de varios otros cuadros del mundo, más conocido como “el loco Bielsa”. 

Cuando vi las fotos de la cancha vacía, pelada, me acordé de que fui muy pocas veces (al igual que a cualquier otra cancha). Recordé también que en un momento mi padre y hermanos fueron a ver un partido, hubo tuco pesado de violencia. A partir de allí él veía los partidos del cuadro por televisión, y asistía en ómnibus a partidos menos riesgosos para su edad.

Pero sobre todo recuerdo que un día fuimos con mi hermano Carlos a la platea Este, que se había agregado no hacía mucho, y desde cuya altura máxima podía verse gran parte del Parque Independencia, y algunos edificios del río, muy a lo lejos. Todo el camino hasta arriba mi hermano lo hizo apoyado en mí, porque desde joven una operación de las rodillas le había dejado las piernas un poco rígidas. El peso del recuerdo fue aumentado por la foto que nos sacamos ese día, mirando directa y seriamente a la cámara, con algo de mafiosos circulando por un espacio de diversión. Por motivos no futbolísticos (el puro gusto) yo solía combinar a menudo el rojo (en una remera, o una bufanda, por ejemplo) con el negro (el pantalón, el saco, el abrigo).

Buscar esa foto antigua, pre-digital, me llevaría horas, aun con el tiempo extendido de la pandemia. No sé en qué caja o cajón estará. Era un partido de final de campeonato, donde al cuadro le había ido muy bien: aunque faltaban un par de partidos, ya se sabía que salía campeón, creo. Porque, como no-futbolero, no recuerdo el año, ni la formación del cuadro, ni las formaciones anteriores en el tiempo. Con la sana imprecisión y equivocaciones de la memoria, cuando veo ahora esta foto de la cancha vacía, con el césped verde en primer plano, y atrás la popular Sur agrandada (y también vacía), o la otra, de la platea sin ni siquiera un pajarito o un gato para darle un poco de vida, recuerdo que ese día, en esa cancha, con ese sol, la pasé bárbaro. 

También, aparte, hubo una sensación adicional que me quedó para siempre. Mirar desde la cima, viendo los cientos de árboles del parque, algún pedazo de calle, algún vehículo pequeño, como de juguete. Me sentía, claramente y para siempre en la cabeza, en la mente, el capo del reino, el rey de la colina.

Si me voy para atrás, a la vez, revivo lo que fue siempre ser de Ñúbel. El orgullo del buen fútbol, el placer de los colores tan justos, tan exactos. La paciencia y hasta el dolor, como una serie de partidos de invierno en que al cuadro le fue como el culo durante meses. Yo ya era, digamos, mayor y vivía en otra ciudad, en Buenos Aires. Durante todos esos meses de sufrimiento, puteadas y repetidas veces el silencio incrédulo de la derrota, una y otra vez, estaba viviendo en la casa de mi hermano Sergio, en Palermo. 

No me pidan la fecha exacta. Se trataba de fútbol, que para mí era como decir que se trataba de las justas de caballeros del rey Arturo. Algo lejano y disfrutable cuando podía verlo. Sergio, en cambio, futbolero a muerte (como Mario, mi hermano más menor), renegaba, renegaba, puteaba y al final se mufaba.

Recuerdo que con total caballerosidad en el bar de Córdoba y Serrano, al que solíamos ir con frecuencia, nos habilitaban el televisor para ver los partidos. Y que acompañaban el proceso de caída en picada lenta en silencio, salvo algún recatado chiste en voz baja. O en todo caso la frase: 

-Bueno, otra vez no se dio, qué le vamos a hacer- sin mayor drama de fondo. 

Sospecho que para ellos, aunque futboleros seguramente hinchas de otros cuadros (el encargado, un par de mozos de fierro), ver un partido de Ñúbel y sobre todo asistir al espectáculo repetido de dos hinchas de ese cuadro bajoneándose progresivamente a lo largo de dos tiempos y un entretiempo, debía ser tan inextricable como ver a dos turistas rumanos discutiendo sobre la reñida zona de Transilvania en los Cárpatos. Con la diferencia de que eso lo habrían presenciado una sola vez. Mientras que Sergio y yo aparecíamos, nos instalábamos en una mesa doble, mirando la pantalla. Y el espectáculo doble comenzaba, para nosotros y para ellos.

Otro dato adicional que acabo de recordar era que mi madre y mis dos hermanas tampoco eran exactamente futboleras, como yo. Y que sin embargo, como yo, también sentían que ser leprosas era una forma de encontrar, en la mística, en la ética, en la levedad magistral del juego que la lepra jugadora aprendía ya desde unas divisiones juveniles inagotables, un lugar en el mundo.
 

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