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Mezcladito
Tema composición: La pampa
Por Marcos Almada
Seis escritores se embarcan en la paradójica misión de escribir una microficción sobre la pampa, ese territorio vacío e inabarcable que, en palabras de Sarmiento, es el reflejo del mar en la tierra.
Tengo que relatar esta historia, de la cual sé poco. Dos hombres, dos cuchillos, el motivo y la disputa.
Tengo que relatar esta historia avanzando a medida que la cuento, como si al contarla estuviera escribiéndola por primera vez. Por lo tanto tendrá que haber retrocesos, deslices, torpezas, y algún acierto casual, que habrá que saber atender si es que aparece.
La pampa es la geografía como podría serlo cualquier otra. Esa estepa deshabitada, que se extiende hasta donde dan los ojos. Una tapera, algún monte perdido, las pajas bravas y las vacas que han de ser ajenas siempre. Para el hombre de a pie las jaurías de cimarrones son el peligro más constante. El chimango carroñero revolotea en derredor, el chajá es el avisador de que anda algún forastero. La tarde, como pasa generalmente, se apaga en la línea horizontal, recortada por el alambrado y las estacas de madera. Perdido, o encontrado, podría aparecer un boliche de paja y adobe adonde los parroquianos toman caña y comen chorizo. Algunos acordes en re menor, y tal vez una milonga sureña, que canta las penas del paisanaje. Algunos cavilarán su propio infortunio, otros se jugarán los porotos de la semana en un truco guarango y mugriento.
En el palenque, mastican las cadenas los matungos peceños, tal vez algún ruano, algún ratonero.
El paisanaje siente caer la tarde como un planazo en plena mollera. Podría entrar un extraño con cara de maula, ropas polvorientas y alpargatas deshilachadas. La sed que lo aprieta necesita algo fuerte. Se acerca al mostrador y pide una ginebra. De espaldas a la concurrencia, que lo vicha de reojo, se manda el trago de un saque y pide otro, y otro y otro. Cuando se encuentra asentado, prende un pucho y gira. Mira con desparpajo, con ganas pendencieras, escupe un nombre cualquiera, podría ser Salcedo, Benítez, Pereyra. Hay uno que se levanta, pregunta qué se le ofrece. Cobrar una deuda vieja, que por vieja no se olvida. Ahí nomás enseguida salen los dos para afuera. Un borrego sin sombra de barba que estaba acariciando un cusco marca la cancha para que los dos hombres se midan.
Los otros ya van saliendo para formar el corrincho. Los más cobardes se quedan para después oír la historia, fruto de la memoria del que la quiera contar.
Entonces ahí están los dos gallos de riña, aprontando los cuchillos que ya silban en al aire, queriendo saciar el hambre de sus panzas filosas. Así nomás se arma la cosa, el nudo del acontecimiento, dos hombres que en su momento se las verán con la suerte, esperando que del enfrente arrugue o se equivoque.
Uno se enrosca el poncho pampa en el antebrazo izquierdo. El otro, que es zurdo, revolea el rebenque, y ahí ya se sienten las pisadas en la tierra, saltarines que se observan esperando la arremetida furiosa que le manque la suerte.
Chocan los dos cuchillos, y los filos se sacan chispas, los ojos rojos hacen vista del movimiento contrario, un hachazo de Dios te guarde larga el zurdo desde arriba, el otro, que en la embestida se había echado a un costado, le pega un guachazo en la jeta que lo deja desorientado.
Grita la concurrencia, metele, dale, matalo. Son sordos los dos batientes, que solo escuchan el siseo de la hoja del contendiente. Sacude el derecho una estocada certera, pero el zurdo, desde afuera, le para el tajo con la mella del lomo, y desde adentro, como un toro, lo topa con toda su fuerza. Mientras el derecho se para, y putea a su propia madre, el otro se florea en la espera, no es de hombres de valía, aprovecharse de las caídas.
Vuelven a campearse los dos baquianos con filo, se afirman en las alpargatas, y rebotan las rodillas, giran y en ese giro aparece la belleza, que es una cosa gruesa, si se la sabe apreciar, que allá en el mismo mal, algunos saber verla, yo no sé si es verdadero ese gusto macilento que encuentra en lo violento un modo de manifestarse.
El zurdo le pisa el poncho, al otro que hacía una finta, y lo arrastra hacia una esquina para desestabilizarlo, ahora es cuando, le gritan, y entonces, como un gato, le salta de arrebato, y le tira a fondo, el derecho, que no es sonso, y se la veía venir, le mezquina el bulto y le marca la cerviz, para que tenga un regalo. El zurdo, amilanado retrocede un poco, le gritan que eso es de flojo, y entonces, carajea y escupe sangre. El derecho se acomoda porque sabe que se viene el topetazo. Dos hombres como ellos, serenos en el peligro y audaces en la luchas, saben que uno es muerto si no se escucha el tono del odio ajeno. El zurdo siente que el otro le viene parando las jugadas, entonces se ralenta, piensa, no hace nada, mientras que el derecho estudia a su adversario, y así pasa el horario y cae la tarde sangrienta, mientras algunos se adentran para terminan el trago.