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Solo un pájaro

Bitácora

Solo un pájaro

Por Gonzalo Heredia

Gonzalo Heredia y Diego Zúñiga realizaron un avistaje de pájaros en la reserva ecológica, por la mañana, muy de mañana. 

Sólo un pájaro

Ella se despertó por el sonido extraño. Afuera se escuchó un silbido. O al menos eso pensé cuando apareció ese sonido estridente. ¿Quién carajo se pone a silbar  a esta hora? Imaginé a un repartidor, al vecino, al sodero. Empezó a incorporarse. Primero levantó la cabeza, después apoyó los codos arqueando el torso y por último se sentó. Su silueta se recortaba sobre la claridad que entraba por la ventana. Se quedó unos segundos en silencio esperando a que volviera a aparecer el sonido para identificarlo. Yo miraba fijo el techo. Tenía que levantarme, bañarme, atravesar el tráfico de la ciudad, manejar hasta el museo de bellas artes, buscar a mi compañero, llegar a la reserva ecológica. Pensaba en que tenía que ser paciente en el embotellamiento, sociable con desconocidos, receptivo en las dos horas y media del paseo que tenía que hacer. Mirar pájaros, escribir sobre eso. Mirar pájaros un día de semana para escribir sobre eso. Mirar pájaros, un día de semana por la mañana para escribir sobre eso. Mirar pájaros. 

Volvió a aparecer el sonido. Esta vez un poco más cercano. Un sonido agudo y penetrante. Insistente como un pedido de auxilio. Ella se dio vuelta en la penumbra de nuestra habitación y preguntó en un susurro qué es “eso”. Yo fingí no escuchar. Seguí mirando el techo sin mover un músculo, en un mínimo acto de rebeldía. Ella me sacudió por el hombro y volvió a preguntar qué es eso. Resoplé y sin sacar los ojos del techo dije “debe ser un pájaro, sólo un pájaro”

¿Alguna vez usaste binoculares?

Francisco nos entregó uno a cada uno. ¿Los conocen? ¿Saben cómo usarlos? Ninguno de los dos contestó y nuestro guía dijo que los apoyáramos sin hacer tanta presión y que abriéramos y cerráramos las lentes hasta que se formara una imagen completa. 

Lo hice. Al principio apareció una imagen en cada ojo y cada una con manchones negros en los bordes. Empecé a mover las lentes, abría y cerraba y escuché decir a Francisco que hiciéramos foco girando la ruedita del medio. Así que apunté a cualquier lado y lo hice. Dentro del binocular aparecían colores difuminados, formas desenfocadas. Hasta que en un momento se formó una escena, una foto, un instante. Dentro de los binoculares se proyectó una película igual que en el cine: Una isla de camalotes, en medio de una laguna. Pájaros de diferentes especies flotando en el agua, otros en la orilla bajo el sol. Detalles privados en la película de mis binoculares. Me los colgué al cuello como un niño explorador y empezamos a caminar hacia adentro por el sendero. 

Francisco nos contó sobre el lugar: antes de ser reserva ecológica, a principios del siglo veinte, el lugar era un balneario donde los porteños se metían al río y descansaban sobre la arena. Pero de un momento a otro el agua empezó a deteriorarse y la gente dejó de ir. En 1978, pleno gobierno de facto y copa mundial de fútbol, empezaron a volcar escombros en toda la zona de la costa rioplatense, y eso terminó de provocar el deterioro ambiental. Querían ganarle terreno al río para construir el Centro Administrativo de la Ciudad, pero el proyecto fue abandonado en 1984, dejando una gran cantidad de escombros.

Pero fue en ese momento en el que la naturaleza empezó a avanzar. Entre aguas contaminadas y restos de cemento y ladrillos, la vegetación silvestre se abrió paso hasta llegar a cubrir todo el relleno. Las frecuentes inundaciones en el área y la llegada de camalotes ayudaron a que la naturaleza construyera diferentes ambientes como si la vida, caprichosa, siempre se abriera paso. 

El paseo

Sobre la izquierda una laguna artificial con islas y vegetación, detrás el paredón de piedra de la costanera y los carritos de choripanes. De fondo los edificios de puerto madero como si fueran parte de un decorado. Al principio Francisco nos contó anécdotas de otras visitas, su amistad con Hebe Uhart, mientras nosotros le hacíamos preguntas poco interesantes. De vez en cuando pasaban corredores por nuestro costado, la mayoría hombres vestidos de gris, con la insignia del servicio militar argentino. Poco a poco el rumor de la ciudad se alejó y sólo se escuchaba el sonido de nuestras pisadas sobre el pedregullo. Caminamos en silencio. 

Francisco frenó en un muelle y señaló a lo lejos. “Garza Mora” dijo. Desenfundé mis binoculares y apunté. En medio de la laguna, parada sobre un montículo de barro, una garza altiva de alas grises y pico amarillo. Enfoqué y se avivaron los colores. Mientras en mi cabeza aparecía todo el tiempo una voz que decía: son las ocho de la mañana de un día de semana y estás parado en medio de la capital federal mirando con binoculares a un pájaro. A un pájaro. 

¿Pero era solo un pájaro?

El sol de la mañana doraba las plumas blancas del pecho de la Garza Mora y la cubría con un velo brillante. Enterró el pico amarillo en el fango y después hizo un movimiento con el cuello arqueándose hacia al cielo. Después giró y vi uno de sus ojos amarillo de pupila negra. Penetrante y perverso. En ese momento me acordé de la vez que mi hijo me había confesado por qué le tenía miedo a los pájaros: no cierran los ojos cuando me miran y parece que me van a hacer algo. 

Me di cuenta que dentro de los binoculares mi cuerpo no existía. Tampoco el tiempo. Era como mirar con los ojos cerrados. Como esas sesiones terapéuticas de flote en las que te metes en una cámara cerrada como el vientre materno y en el momento que tus pensamientos se evadieron, la mente proyecta colores, al principio siluetas amorfas, hasta que poco a poco se dibujan líneas, contornos y aparece una imagen. Mirar a través de binoculares era un paseo introspectivo. 

Seguí camino, mirando las puntas de mis zapatillas sobre el pedregullo que me llevaban hacia adelante. Cada vez más lejos la espalda de la ciudad, una ciudad a la que pertenezco pero que en ese momento me miraba reojo como si habitara el patio trasero. 

“Hocó Colorado” dijo Francisco y en mis binoculares apareció una garza de cuello marrón con la mirada fija en el agua. Estaba agazapada, en actitud de cazadora y yo me agazapé con ella con la actitud del voyeur en el que me había convertido. Escucho que alguien dice de afuera “Mira mira mira”, así que salí de los binoculares y Francisco susurró “ahí, al lado tuyo”. A unos centímetros de mi mano, un pequeño pájaro de cabeza blanca y negra con pico naranja me miraba. Tenía el tamaño de una palma y saltaba con gracia sobre la baranda del muelle. Un voyeur al que también espiaban. Hice un paso atrás para que no se sintiera invadido o por miedo no sé y voló hasta la rama de un árbol. Después de unos segundos Francisco dijo que era un “Pepitero de collar” y seguimos caminando. 

Hicimos unos kilómetros. Cada tanto parábamos y Francisco nos señalaba un árbol: 

¿Ven el pájaro de pico curvo que busca bichos en la corteza? Es un Chinchero chico, ¿Y aquel pájaro blanco de cabecita negra? Monterita cabeza negra, 

El de al lado, el que tiene cabecita roja recién llega de Venezuela, es un Churrinche. Y aquel de patas largas que camina sobre la vegetación flotante buscando insectos, es una “Jacana”, el que flota es un Pato Picaso y el que se hunde en el agua es un Capuchino y ese grande de allá tipo ganso con cara de malo que no para de gritar, es un Chajá. Qué significa Chajá, le pregunté y me dijo que el nombre provenía del guaraní y significaba algo así como “vamos” o “escapemos”, aunque en realidad era una deformación de la onomatopeya: es la forma de avisar a las otras aves de su especie que se escaparan por la cercanía de un posible depredador. 

Al final el río

En un momento paramos frente a un árbol y Francisco empezó a hacer un ruido con la boca. Un silbido parecido al que había escuchado a la madrugada desde mi habitación. Nos quedamos los tres, parados, expectantes pero no apareció nada. Sacó su celular y se puso a escribir algo. Unos segundos después sonó un silbido en un pequeño parlante que tenía colgado en la cintura como llavero. Detrás de una rama apareció un pájaro que creí conocer. Cuerpo gris, pecho naranja. A ese creo que lo conozco, dije. Es un Zorzal colorado contestó, son muy comunes. El pájaro respondía al sonido de Francisco como en un diálogo. Saltó de la rama y planeo hasta nuestros pies. Torcía la cabeza mientras pegaba saltitos. Unos segundos después, desplegó las alas y se metió entre el follaje. Le pregunté qué era ese sonido y me contestó que como era época de apareamiento, salían a buscar pareja, pero que en otras ocasiones ese silbido también podía ser un pedido de auxilio.  

Seguimos por el sendero en silencio hasta el final del corredor. Bajamos por la barranca, pasamos entre mesas de camping y nos sentamos exhaustos en una tarima a contemplar las pequeñas olas plateadas del río picado.

La vuelta

Cuando llegué a casa, abrí el portón y las vi a ellas en el hall de entrada. Miraban hacia la ventana. Pensé que se había roto algo de la casa. Así que pregunté qué había pasado y ella dijo que era una pena, una pena. Mi hija agarrada de su mano, escondía la cara entre sus piernas. Me di cuenta de que había estado llorando. Qué pasó repetí y ella señaló hacia la ventana. “El sonido que escuché hoy a la mañana”, dijo. Sobre el motor del aire acondicionado había un montículo de ramas. Caminé unos pasos para ver mejor y ella gritó que tuviera cuidado. En el piso, a unos centímetros de mis zapatillas sucias, el cuerpito de un pichón tendido sobre los adoquines. Tenía plumitas en la cabeza, los ojos abiertos y tres hormigas negras caminaban sobre su cuerpo. Me di vuelta. Mi hija espiaba entre las piernas de la madre mientras ella se mordía el labio con gesto afligido. Me agaché y toqué el cuerpo con la punta del dedo. Estaba frío y gomoso. Lo agarré con cuidado, saqué las hormigas y me lo puse en la palma de la mano. No sabría decir con palabras lo que sentí en ese momento. Ellas me miraban y creí que tenía que decir algo, así que lo único que me salió fue “no pasa nada, es un pájaro, sólo un pájaro”. 



 

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