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Segunda vuelta

Lecturas para empezar

Segunda vuelta

Por Juan José Becerra, Ivonne Bordelois, Eugenia Almeida

Repeticiones y reinicidencias. En la inauguración de un festival que regresa por segunda vez a la misma ciudad, cuatro escritores nos cuentan qué creen que se esconde en las segundas versiones. 

Nunca segundas partes fueron
Juan José Becerra-


No hay segundas partes. Lo sabe cualquiera que haya tenido una experiencia de regreso. Se regresa al vacío, con el agravante de que se lo hace con la ilusión de que la realidad pasada sigue ahí, en espera de que el mundo abra nuevamente lo que cerró. Es la prueba de fuego de la credulidad y de la fe en la existencia de la literatura. 

Si se cree en eso, puede creerse en cualquier cosa. Pero lo hechos son únicamente fenómenos radicales de primeras partes. No se entra dos veces al mismo río, ni a la misma cama, ni a la misma casa ni al mismo auto (está claro que tampoco a la vida se entra dos veces). A cualquier lugar que se  entre se lo hace por primera y última vez, aunque se entiende perfectamente el autoengaño, es decir la memoria que echada como un perro a los pies de la materia compone en nuestra cabeza –el lugar donde verdaderamente vivimos- la ensoñación de la realidad.

Lo que asume la realidad imposible de la segunda parte es el arte, quintaescencia de la memoria que hace actuar la voluntad de forma –en el mejor de los casos forma nueva- como agregado de valor. El arte cierra filas en la “supervivencia de las imágenes pasadas”, que es la manera melancólica con la que Henri Bergson describió la memoria. De modo que al pasado se lo sobrevive (con la ilusión hiperrealista de haberlo vivido). La experiencia reciente, dice Bergson, se enriquece con la experiencia adquirida, que va aumentando “sin cesar”. Y aquí emplea una palabra tremenda, de ataque mortal a la idea de segunda parte o segunda vez: “sumergir”. La experiencia reciente se sumerge en la experiencia adquirida, por lo que aquella sólo puede presentarse en términos de continente perdido: en cada hecho que pasa, desaparece una Atlántida.

En el capítulo 73 de la parte II  de El Ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, Don Quijote regresa a la aldea. La geografía se describe como un “descenso de la cuesta”. Se regresa por la pendiente. Digamos que se cae en el regreso. Es uno de los tantos momentos emotivos del libro, y él único en el que el personaje principal llora. ¿Por qué? Porque en el regreso la segunda parte no aparece sino como anhelo de la primera, que tampoco está. Don Quijote ha vuelto en vano por Dulcinea, y los ríos del tiempo y el amor vuelven a desembocar cada cual en su océano (el regreso se llama derrota). 

Pero no hay programa de regreso sin la fuerza antigua de la repetición, que hermana a humanos y animales bajo los mismos protocolos etológicos. Schopenhauer da el ejemplo de las tortugas gigantes de Java, que todos los años abandonan el mar para desovar en el campo. Las esperan los perros salvajes de Java, que las dan vueltas y se las comen vivas, hasta que llegan los tigres de Java, que se comen a los perros salvajes y la rueda de la vida comienza a girar a la velocidad de la locura. 

Frente a esta escena, de la que no niega el deleite que le da haberla descubierto como prueba “natural” de sus ideas, Schopenhauer se pregunta: “¿Es para esto para lo que han nacido las tortugas? ¿Qué culpa expían con tales tormentos? ¿A qué obedecen esas escenas horribles? No hay otra respuesta que esta: así se objetiva la voluntad de vivir”. El quelonicidio de Java nos llama a la reflexión retórica: ¿No es en la voluntad de vivir, que no es otra que la de seguir viviendo, la de no dejar de vivir, donde puede localizarse el deseo incontenible por las segundas partes?     

En Territorios (1968), de Julio Cortázar, hay un artículo llamado “Homenaje a una joven bruja”. Es una lectura admirativa de la performer Rita Renoir, “que escribe con el cuerpo”. A Cortázar lo conmueve un gesto de Rita Renoir, semejante al del erizo que se ovilla. Le recuerda un artículo publicado por un diario de París sobre el exterminio de erizos en las rutas francesas. La clave de la masacre fue el hábito de los animales, la repetición, la reincidencia, la confianza en la identidad y una lógica que en su confort confunde las segundas partes con las primeras (la misma lógica por la que en una primera parte un yacaré duerme la siesta y, en la segunda, es cartera). Los erizos veían venir los autos en la noche con las luces encendidas y en vez de correr hacia el bosque, se detenían, se ovillaban y sacaban los pinchos para “defenderse de la cosa inexplicable”.

Pasemos al exterminio de hombres. El 14 de junio de 1800 se cruzaron en Marengo los ejércitos de Francia y Austria ante la mirada de un adolescente impresionable llamado Henri-Marie Beyle. Murieron 16 mil personas y 4 mil caballos. En la mañana del 27 de septiembre de 1801, de regreso de Tortone, Beyle (todavía lejos de comenzar a florearse bajo el sobrenombre de Stendhal) se detiene en Marengo y ve que a modo de conmemoración se alza una columna entre las osamentas, lo que le causa una sensación de “mezquindad extrema”. “En cualquier caso, fue durante esas semanas de otoño cuando tomó la decisión de convertirse en el más grande escritor de todos los tiempos”, dice W. G. Sebald, quien recuerda los hechos en Vértigo (2001). 

Escribir como el escritor más grande de todos los tiempos sin caer en la mezquindad del cenotafio es la solución sthendaliana, una idea que el propio Sebald subraya más tarde en Campo santo (2003): “Hay muchas formas de escribir; pero sólo en la literatura, por encima del registro de los hechos y de la ciencia, puede intentarse la restitución”.

Con la restitución literaria de los hechos pueden competir las ciudades y las geografías, máquinas de expender hechos de toda norma que se escurren a cambio de dejar en su lugar una melancolía del espacio, y una neurosis, como todas, de voluntad suspensiva. Son los lugares en los que las primeras veces están escritas, y de los que las segundas no alcanzan a borrar del todo su caligrafía fósil, condición indispensable para que a la ilusión del regreso no se le note tanto la pérdida de tiempo, que es lo que se filtra como un ácido entre una primera y una segunda vez.

Pero tal vez las cosas sean más sencillas y puedan explicarse mediante una analogía cercana: el hecho es la escritura (muchas veces ininteligible); y lo que sobra, lo que sigue, el resto es lectura y corrección, es decir voluntad de sentido y tentación de enmendar, dos operatorias ordinarias por las que se hacen presentes las especulaciones más o menos descontroladas del recuerdo.

Podemos encontrar en Borges los filamentos antagónicos de este arco voltaico. Supongamos que el “aleph” de la calle Garay, del que Estela Canto contó que Borges se inspiró en un caleidoscopio (en menor representación del universo que de sus efectos alucinantes) no es entrevisto por Carlos Argentino Daneri ni por el Borges personaje pudoroso del “El Aleph” sino por Irineo Funes, cuya memoria es un “vaciadero de basura”. Un colmo borgeano: contarlo todo acerca del Todo. Entre la primera parte, la del universo moviéndose en un sótano, y la segunda, la de su cristalización desesperada por vía del lenguaje, se abre un espacio módico de apariencia infinita en el que la literatura actúa para producir, como le sea posible, el encanto de la restitución.

Lo irrepetible - EUGENIA ALMEIDA

Llega un mail de Cata, con una invitación al Filba. No es la primera vez, ni la segunda, ni la tercera.

Pero esta vez el mail hace referencia a una repetición, a un volver, a una “segunda vuelta”.

Y sobre eso tengo que escribir.
Ya desde el primer momento algo en mí se pone en tensión. 

Una tensión que no es molesta sino más bien el tono que precede a una cierta revelación. 

Una tensión que evidencia algo que debo pensar de otra manera.
¿Qué es una repetición? ¿A qué estaríamos volviendo? ¿Qué es lo que se esconde en esa doble i latina de los números romanos?
¿Cómo sería posible –para mí, para nosotros- hablar de una “segunda vez”? ¿Segunda vez de qué?
Estoy acá, en La cumbre, entre colegas a los que admiro, hablando con ustedes.
En realidad, no. Estoy ahora en la oficina en la que trabajo, internet se ha caído, es imposible avanzar en las tareas que tenemos pendientes, alguien fue a buscar agua para el mate, yo saco mi cuaderno azul para empezar a escribir y detallar cuál es la tensión que se puso en juego desde que recibí el mail de Cata.
Nos vemos en La Cumbre, otra vez.
¿Cómo es posible pensar en la segunda vez de algo? ¿En qué consiste eso?

Estoy aquí pero ya no en el viejo hotel donde dormimos el año pasado. 

Camila Sosa Villada no está parada en el umbral de la entrada de aristas del teatro. Por las calles no voy a encontrarme con Gabriela Halac y Demián Orosz para prometernos una cerveza. 

No está Mariano Quirós charlando con Perla Suez. 

No está Elena Anníbali y sus poemas, desgranándonos primero y resucitándonos después. 

No está Martín Cristal inventando una historia a partir de una casa. 

No está la Tere Andruetto y su sonrisa luminosa.  

Ni Juan Forn convidándome cigarritos hindúes. 

No está Betina González leyéndonos un tramo de su novela “América alucinada”, cinco de mis amigos y yo, con un trago en la mano, dejándonos llevar  por su voz, en un patio, de noche.
Y lo que sí está.  

Federico Durand. Martín Hadis. Ivonne Bordelois. Juan José Becerra. 

Y ustedes.

Y la propia Cata, que el año pasado estuvo ausente.
Entonces ¿qué es lo que se repite en La Cumbre? ¿Una cita? ¿Un encuentro? No podríamos hablar de repetición.

Tengo la tentación de dejarme resbalar a una pregunta: “Si esto no es una repetición ¿será una  variación”?
Pero voy a detenerme aquí.

Voy a suspender esa pregunta para detenerme en la idea de repetición.
¿Qué es eso? ¿En qué consiste? 

¿Es una de las posibilidades de lo real o es pura fabulación?
La repetición: animal fantástico que sólo existe en el territorio de la interpretación.
Piensen conmigo: ¿hay algo en nuestro mundo que se repita? ¿Hay algo que no tenga dentro de sí el germen de lo singular?
He estado pensando en eso. Y tengo la sensación de que la repetición es una figura de la ficción.

Cuando observamos una repetición aparentemente perfecta surge el sobresalto. Es casi una descarga de irrealidad. Sabemos que hay ahí algo que nos inquieta. 

Pensemos en una “deja-vu”. Momentos en los que sentimos que ya hemos vivido algo, que la escena que nos contiene es increíblemente familiar, que casi podríamos anticiparnos unos segundos y decir qué es lo que va a pasar.

Los deja-vu son un misterio que no ha podido explicarse. 

Hay teorías, hay hipótesis. Pero ninguna certeza.

¿Por qué esos momentos nos conmocionan?

Porque son raros, inusuales. 

Porque parecen venir de un orden que desconocemos. 

Porque causan una breve fractura en nuestro modo de percibir el tiempo.   
Recuerdo ahora un fragmento de la película Matrix. Uno de los personajes va subiendo una escalera y ve pasar un gato negro. Al instante vuelve a ver exactamente lo mismo. El mismo gato, el mismo movimiento. Se habla entonces de una falla del sistema, un error en la Matrix, que devela justamente  que se trata de una construcción.
¿Existe la repetición?

¿Pueden dar fe de algo que se haya repetido? ¿No se trata siempre de algo nuevo? 

Si todo cambia permanentemente ¿no viene la idea de la repetición de nuestro miedo a lo desconocido?
Todos hemos vivido cosas que parecen ser una réplica, un eco, una repetición. Escenas, lugares, relaciones.

Y sin embargo creo que la idea de repetición está en el ojo, en el modo de ver. Nunca en las cosas. 

Piensen en dos gemelos idénticos. ¿Realmente podemos llamarlos idénticos?
Todo es nuevo, todo el tiempo. 

Una idea que puede ser aterradora para algunos y herramienta libertaria para otros.
Eso es lo que quiero decir. La repetición no existe. 

Y entonces puedo retomar la pregunta que dejé suspendida.

¿Se tratará entonces de variaciones? ¿Ahí es donde anida la frase “segunda vuelta”?
Pero entonces tendríamos que definir cuál es la esencia de la cosa. Cuál es el núcleo inmutable y qué es lo que puede variar sin que “eso” deje de ser “eso”.

 

Sólo se puede reconocer lo ya conocido. Pero ¿qué es lo que prima en el momento del reconocimiento? ¿Lo viejo o lo nuevo? ¿No hay en la mera existencia de esta pregunta la certeza de que no hay repetición posible? 
¿Quién es el que vuelve, en el tango a la casita de sus viejos? ¿El mismo que se fue? ¿Cómo llamar al abismo que hay entre los veinte abriles de “locuras juveniles” y alguien que ha cambiado tanto que sólo es reconocido por el tono de su voz?
Hay un relámpago de belleza en este mundo. 

Quizás haya más de uno. 

El que puedo ver hoy se relaciona con la indomable novedad.
No hay nada, absolutamente nada que se repita. No nos ha sido dado ese milagro o ese tormento.
Quizás por eso hemos creado un concepto para nombrar algo que sólo pertenece al orden de lo ficticio.
 

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