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Bitácora
San Silverio
Por Sonia Budassi
Luego de cuatro días de actividades, el Filba Nacional 2012 se despidió con una lectura colectiva de textos escritos a partir de recorridos por diversos puntos de la ciudad de Bahía Blanca y de Ingeniero White.
(Me enteré de “la consigna” tarde, y además, como estaba preparando la mesa de “representaciones del trabajo” siempre tenía una idea –seguro boba, o importante, no importa- sobre eso, así que seguía pensando en la mesa que terminó minutos antes de la lectura de la bitácora; entonces todo mal, empecé a escribir horas después de las que podría haber comenzado, que igual ya era muy sobre la marcha para mis tiempos de escritura y corrección. Es más, la noche anterior, cuando confesé que me iba de la cena porque no había escrito nada de la bitácora aún, un compañero de bitácora me dijo: “¿No escribiste nada todavía? Entonces no escribas a esta altura, improvisá”. La antimotivación, aunque después el mismo escritor dijo que tenía su texto escrito antes de llegar a Bahía Blanca)
1. Decir ante mi familia bahiense el trivial comentario "Me hice muy amiga de Ana, ella también es del interior" generó una condena inmediata:
-¿Cómo que "del interior"? qué es eso? hablás como porteña ahora?
“Del interior” es frase de porteño. Es absurdo que el opuesto sea “del exterior”.
2. Cuando les conté a algunos amigos de Buenos Aires que en el viaje de egresados a Bariloche, la gente del sur, al sabernos bahienses nos decía “porteños”, tuve que aclarar que, al llamarnos así, los varones daban pie a que se inicie una pelea. Algunos de mis amigos no se daban cuenta de que ese “porteños” no sólo refería al puerto de Ingeniero White, sino a la capital del país y que de ningún modo era una confusión, ni un halago sino un insulto.
3. Nací en el barrio de la estación sur que es la estación de trenes. Ni perisférico, ni muy céntrico, a nueve cuadras de la plaza Rivadavia.
El jardín me quedaba a tres cuadras. Pero no eran tres cuadras lineales ni fáciles.
En la primera había que pasar por la vereda de la escuela número uno Nicolás Avellaneda y mirar con admiración a los grandes que corrían por el patio con guardapolvo blanco. Pasada esta primera distracción, pasados los tironeos de los mayores que te sacaban a la fuerza de la contemplación fascinada de los chicos grandes a través de las rejas, venía otra distracción, aún peor.
La plaza Brown, alias la placita. La placita presentaba –y aún presenta- dos complicaciones para la persona mayor que deba llevar a su niño o niña a tiempo a la institución escolar. Si se toma el camino directo, que es un poco más largo que el otro, la vereda se presenta repleta de maravillosos árboles en fila repletos de moras que tienen mucha personalidad. Las moras suelen ser deliciosas, dicen, en los bosques de disneylandia de Bariloche u otros pintorescos lugares del sur del país. Las moras de la placita brown, en cambio, tenían y aún tienen ese peculiar sabor que, escondido tras un engañoso perfume algo dulzón, resulta una mezcla incomparable entre lo ácido y lo agrio. Sin embargo, aquello no constituía un obstáculo para la fascinación que eran capaces de provocar. Mucho menos la generosidad de estos frutos para donar sus tintas de color bordó y teñir las manos, la cara, la boca y la ropa de quienes los tocaran, más aún a quienes lucieran impecables almidonados guardapolvos cuadrillé.
El otro camino era, sí, créanme, mucho peor. Implicaba entrar a la plaza por el vértice de la esquina, camino diagonal en cuyos costados se alzaban, majestuosos e hipnóticos toboganes, sube y bajas, hamacas, calesitas, y caballitos que generaban insistentes pedidos de “hamacarse un ratito” que ante una negativa podían convertirse en estruendosos llantos que perduraban hasta el ingreso al jardín.
Por eso, mucho tiempo viví engañada. Quienes me llevaban hasta el jardín incurrieron en el más básico y vil de los trucos. Me hacían caminar dos cuadras de más para eludir estas sanas tentaciones y llegar a tiempo para saludar la bandera. Una vez tuve una dudosa revancha. Por mi intermedio, el autor del engaño fue castigado o, por lo menos, debe haber sentido algo de culpa. Al pasar por una de las casas del camino más aburrido y más largo, de esas que tienen un patio con rejas adelante, un perro asomó su hocico para, creí entender, saludarme. Cuando lo fui a acariciar, me tiró un tarascón.
Años más tarde, cuando ya gozaba del permiso de andar en bicicleta en la plaza, en la manzana de mi casa y en la de la escuela, apareció otro peligro. La casa embrujada. Justo enfrente a la vereda de las moras, sobre Ingeniero Luiggi. Tenía carteles sobre la altísima puerta de madera con severas amenazas para quien osara entrar en la propiedad. “Las advertencias fueron debidamente presentadas”, terminaba. Y antes de eso hablaba de electrocución y peligro de muerte, y una calavera atravesada por dos huesos ilustraba de manera contundente y lineal aquel texto. El desafío era acercarse cada vez más, ganar confianza con el correr de los días y de las semanas, animarse a permanecer –siempre a distancia prudente- en la misma vereda, espiar desde enfrente por si había algún movimiento. Imaginábamos rayos láser que se dispararían al abrir la puerta e incluso al golpear o tocar timbre, alambres electrificados, un monstruo devorador de pilotos de bicicletas. En Bahía teníamos una lógica, no sé si propia: cuando manejábamos un triciclo decíamos que era una bicicleta, y cuando ya dominábamos la bicicleta, decíamos que ésta era una moto. Supongo que si algún día hubiera tenido una moto hubiera dicho que se trataba de un auto deportivo, importado, descapotable. Del mismo modo, cualquier caballo mancarrón se convertía, al andarlo, en un unicornio mágico.
Pero me fui de tema. Aquella casa antigua de fachada gris viejo es, la vi el otro día, un simpático chalet que hasta tiene tejas de ladrillo rojo y un jardincito en la parte de adelante, sin perro, pero con un pasto que, dado que pocas veces llueve acá, está sospechosamente verde. De más está decir que nunca develamos el misterio de la casa embrujada, pero al pasar por el chalet, por las dudas, no permanecí mucho tiempo en la puerta, sólo el necesario para constatar que ya no había ninguna calavera ni amenaza explícita de muerte.
4. A la vuelta de casa estaba la ya entonces abandonada Bodega Arizu, donde nace la Avenida Cerri que es la calle de la estación de tren. Desde Chiclana y Cerri, sólo me estaba permitido llegar hasta San Martín. La paralela que le seguía estaba prohibida. Decían que era peligroso, que los chicos no teníamos que andar por ahí. Tiempo más tarde me di cuenta de que, en realidad, Soler era la calle de las whiskerías, tanguerías y cabarets.
Desde la Avenida Cerri, pegada a la bodega hoy derruida (no sé por qué me gustaba tanto, si era fantasmal), emergía el Puente Negro, que pasaba por encima de las vías, muy elevado y larguísimo, para mí que tenía 10, doce cuadras, quince quizás. Desembocaba en Avenida Parchape: “el otro lado de las vías” era el otro lado de la ciudad, un territorio de misterio y, sin dudas, también lleno de peligros. Circulaban muchas historias sobre lo que había del otro lado del puente, pero la que más daba miedo era la del robo de niños a la hora de la siesta. Por eso, una vez que subíamos por la empinada escalera del puente, cargando la bicicleta con dificultad, me temblaban las piernas. Arriba, la cosa se ponía peor. Las maderas parecían estar separadas por 30 centímetros de vacío, abajo, muy abajo lo rieles, en otra parte un tren hacía imaginar que nuestros cuerpos y nuestras bicicletas podían caer por esas hendijas y que todos moriríamos así, tan pronto y tan golpeados. Llegar a la mitad del puente era suficiente aunque pensarlo ahora me hace sentir un poco cobarde, pero seguro que si ahora se ve tan arregladito, pintado en su negrura que casi es luminoso, tan seguro, y del otro lado no hay ladrones de niños, ni nada malo, me imagino que es porque las cosas cambian y nosotros al irnos también y, en definitiva, lo deben haber arreglado.
5. Un compañero del FILBA, dice, mientras me pide indicaciones para que podamos llegar a Ingeniero White en un auto prestado:
-¿Pero cómo que hay que seguir? A mí un taxista me dijo que en Bahía lo más lejos son veinte cuadras.
Pienso en lo agobiante que es en Buenos Aires querer salir de la ciudad y que la ciudad no se termine nunca o que se termine tanto tiempo de andar después.
Y me da culpa no haber ido a visitar seguido, durante el colegio, a esa amiga, que vivía cerca de la Oleaginosa Moreno, porque su casa quedaba demasiado lejos; unas veinte cuadras.
6. Odio los midgets. Porque cuando tenía que dormir temprano, para levantarme temprano, para ir al colegio, los zumbidos del motor llegaban hasta la ventana de mi cuarto por más que la carrera estuviera a dos barrios de distancia: el viento o el silencio del resto de la ciudad traía el sonido muy cerca y yo no podía dormir.
Tengo un conocido que estudió locución y periodismo acá. Trabaja de varias cosas. El otro día, me anunció con el orgullo y la emoción de un sueño cumplido que me conmovió:
-¡Voy a empezar a trabajar en “A LAS CHAPAS”, el programa más importante de midgets!
Si esto fuera twitter, pondría un hashtag que diga #soloparabahienses. Aunque en el fondo Bahia o la pasión o aversión por los midgtes no sea algo tan difícil de entender, ¿o sí?