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Relatos bizarros

Cruce epistolar

Relatos bizarros

Por Ángeles Alemandi & Mario Ortiz

Muchas veces “lo insólito” es el motivo por el que pueblos de provincia son noticia a nivel nacional. Pero, ¿qué esconden esos lugares que son mucho más que la noticia freak del día? ¿No tendrá más que ver con los modos de narrar esas realidades? ¿Cuán inspirador pueden ser esas situaciones o personajes fuera de lo común?
En esta segunda entrega del cruce epistolar entre Ángeles Alemandi desde La Pampa y Mario Ortiz en Bahía Blanca reflexionarán sobre esa condensación literaria de realidades que parecen más fantásticas que posibles.  

General San Martín, La Pampa, 19 de mayo de 2021

Querido Mario, para presentarme voy a elegir apenas un trozo de vidrio de mi caleidoscopio: me encantan las noticias extraordinarias, ridículas, bizarras. Desde que vivo en este pueblo, hace ya siete años, estoy siempre al acecho de ellas. Trato de pensar ahora, mientras te escribo, a qué se debe esta actitud de cazadora, de fiera agazapada entre los yuyos de estos campos secos, esperando una historia que irrumpa. Quizá lo que me atrapa es cómo algunos relatos transforman el paisaje, apagan lo monótono, desenmascaran al silencio.

La semana pasada, Cristian, mi algúndíamarido, volvió de la fábrica de sal donde trabaja y me dijo:

-Esto te va a gustar.

Lo miré entusiasmada, casi agradecida, te diría. No hay día que no le pregunte si tiene algo para contarme y él sabe que como respuesta espero narraciones que me despeguen del piso. Mirá, ahora, gracias a esta magia de cartearnos, lo veo: eso que me dan las historias fuera de lo común es lo mismo que encuentro cuando me encapsulo a leer una novela o un libro de cuentos. Una tiene el cuerpo en un lugar, pero está en otro.

Eso sí, tengo los vicios del periodismo. Así que una vez que Cristian me contó lo que le había contado Martín, y a mí me dieron ganas de contártelo a vos -como una manera de decirte “hola, quiero ser tu amiga”- fui a la fuente en busca de más detalles.

Resulta que Martín además de ser operario en la planta, cura el empacho con la cinta. Cuando tenía doce, un 24 de diciembre, diez minutos antes de que sea Navidad, su abuela se encerró con él en una habitación de la casa de campo y le enseñó el arte de medir los dolores ajenos. Ahora, que tiene cuarenta y uno, recibe a cada rato mensajes en su celular. Las personas le pasan nombre, segundo nombre y apellido. Él toma una silla de referencia, como si fuese el tórax de ese otro que necesita de él, estira la cinta marrón y delgada que heredó de su abuela, y mide. Si el brazo que avanza por la cinta se detiene y la mano toca la boca del estómago, quiere decir que no pasa nada, ahora cuando esa mano roza la frente imaginaria de la silla, el cuadro es más complicado: atracón al hígado, nervios, empacho.

Hasta este mayo Martín no había llegado más lejos que eso, aunque conocía muchas anécdotas. El Ruso, por ejemplo, un hombre de campo que era curandero, un día midió con la cinta al tractor porque no le arrancaba y santo remedio, al ratito no más ya estaba en marcha.

Martín sonríe. Pone cara de “creer o reventar”. Y sostiene esa expresión porque hizo la misma mueca cuando recibió el llamado de Ana, una vecina que tenía en su casa un corderito guacho. Lo estaba alimentando con mamadera, se había encariñado, hasta lo dejaba subir a su cama, pero hacía unos días que no quería comer. Estaba preocupada, le pidió que por favor fuese a medirlo.

El corderito pesaba unos quince kilos, era todo blanco y ya tenía nombre: Tincho. Él no sabía qué hacer, pero se acordó de una técnica que usaban sus abuelos cuando algún animal andaba fulero, así que lo alentó a disparar y zas, le pegó un tirón de la cola. El primero sonó como una botella de plástico que se achucharra, el segundo menos, el tercero casi no hizo ruido.

Ana seguía intranquila, quería que Martín lo mida. Desplegaron el operativo: ella paró en dos patas a Tincho, su marido vino y sostuvo la cinta en el ombligo del cordero (ahí yo dije: “no sabía que los corderos tienen ombligo”, parece que sí, queda una marca del corte del cordón umbilical) y Martín se inclinó un poco, repitió esas palabras que sólo él conoce, y  lo midió como a cualquier buen vecino. Primero le sacó una duda a Ana: no, a él nada le indicaba que el cordero se hubiese tragado un plástico; y sí, la medición llegaba a la frente de Tincho, estaba empachado.

Un par de horas después el animal volvió a prenderse con ganas de la mamadera y ahí sigue, cada día más rechoncho, creciendo en el patio de Ana.

Mario, me pregunto cómo te llevas vos con lo insólito. A mí me pasa que cuando me siento apagada, quizá triste, o aburrida, en especial en estos tiempos oscuros de pandemia, me gusta que el día se me ilumine con corderos blancos a los que ya no les duele la panza.

Espero tu respuesta. Con cariño,

Ángeles.
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Bahía Blanca, 25 de mayo de 2021
Querida Ángeles:

¡Qué placer recibir tu carta! A medida que la iba leyendo se me aparecían mil imágenes y relaciones. La anécdota del Ruso que le mide el empacho al tractor me hizo acordar inmediatamente una de esas maravillosas y desopilantes historias de Don Camilo de Giovanni Guareschi que retrataba con todo humor y todo amor la vida cotidiana en un pueblito de Italia después de la Segunda Guerra. Los protagonistas eran el cura Don Camilo y el intendente comunista Giuseppe «Peppone» Bottazzi, acérrimos enemigos ideológicos, pero en el fondo…bien en el fondo… seres humanos que se ayudaban en los casos difíciles porque ambos tenían un corazón de oro.

Un día, don Peppone había conseguido, a través del Glorioso Partido, un tractor que provenía directamente de la URSS; era uno de los que empleaban en las granjas colectivas. Imaginate: don Peppone orgulloso en medio de la plaza exhibiendo el producto de la ingeniería popular fabricado en los talleres no menos populares, socialistas y emancipados. Ese tractor ahora cumpliría funciones en el humilde pueblito italiano. El intendente en persona se sube a la máquina para darle el primer arranque. Aplausos. Mueve las palancas…pero el motor no se mueve. Sofocón. Otro intento, y nada. Varios intentos, y el tractor como muerto.

De pronto, sin decir nada, el cura don Camilo se abre paso entre el público, alza el hisopo con agua, bendice al tractor ateo y comunista y le dice al intendente que mueva las palancas. El tractor arranca de una; don Peppone revienta de rabia y el curita se retira en silencio pero riéndose por lo bajo.

Y el cordero al que le curaron el empacho me hizo acordar otra anécdota increíble, pero esta es real, o no tan real, o qué sé yo. Digamos que es tan real como pueden serlo las historias antiguas contadas por los abuelos.

Mi esposa es de Pigüé, una ciudad no muy grande que está a 130 km al norte de Bahía Blanca. En sus orígenes, allá por 1884, era una colonia agropecuaria poblada por contingentes que venían de Francia. Sus fundadores fueron Clément Cabanettes y François Issaly. El hecho es que la abuela de mi esposa me contó que, en cierto momento, a principios del siglo pasado, el pueblo comenzó a inquietarse porque se comentaba que Issaly, allá lejos en su campo del cerro, se había vuelto mago y vidente. Un escándalo para la honorabilidad de la joven colonia y la fe de la grey católica. Se decidió tomar cartas en el asunto y una comisión de notables fue a ver a su ilustre fundador para ver qué había de cierto.

Don François, adivinando cómo venía la cosa, con mucha picardía les respondió que no era curandero ni profeta sino un “huesero”; arreglaba esguinces, fracturas y esas cosas. Y para que no les quedase dudas, le dijo a un peón que trajese un cordero de la majada. Con el animal atado, y ante la mirada atónita de todos, dislocó las patas del animal que balaba de dolor. Issaly desafió a los notables del pueblo si lo podían arreglar, y negaron en silencio. Entonces el anciano fundador se agachó y acomodó las coyunturas del cordero que salió feliz corriendo de nuevo hacia el campo a reunirse con la majada.

La poesía, lo extraordinario, lo sobrenatural son dimensiones que están ahí, al alcance de las manos y de los ojos. Sólo hay que escuchar la inaudible voz de lo que puja por expresarse y entrar en contacto con nosotros. Si la modernidad ha “desencantado” al mundo, como decía Max Weber, creo nos toca demostrar desde la escritura que es posible re-encantarlo. ¿Lo creés así?       
  
Te mando un abrazo enorme y deseo que estés bien y a salvo de la maldita peste.         

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General San Martín, La Pampa, 29 de mayo de 2021

Hola, Mario. No sabés qué emoción fue abrir tu carta. Te leí en voz alta, y a medida que avanzaba me fui perdiendo en el universo de Don Peppone hasta sentir que la piel de mi cara se tensaba, cuando sonreímos también pasan cosas maravillosas: es casi literal pensar que nos estamos expandiendo. A veces salimos de nosotros mismos, del punto que habitamos y nos vamos hacia ese lugar que señala la felicidad. Si, como dice Deleuze, escribir consiste en inventar un pueblo que falta, leer es caminar por las calles de esos pueblitos, y de algún modo estuve ahí, donde me llevaste.

Y lo de Don François es precioso. Dicho así suena un poco cruel porque la verdad no es para nada simpático andar dislocándole las patas a un animal, pero cuando se autoproclama “huesero” para salir del apriete, me resulta inevitable no quererlo. Ayer, mientras juntaba la ropa del tendal a las apuradas porque se venía la lluvia, ya escribía esta respuesta en mi cabeza, y en ese runrún se me fue enredando una voz que estaba en Un mundo muerto, libro de Liliana Colanzi. Así que ni bien me desocupé fui a la biblioteca, y allí encontré a este abuelo que está en el cuento Chaco, él dice que “cada palabra tiene su dueño y una palabra justa hace temblar la tierra”, y que no conviene hablar a la ligera, porque ¿sabés que le pasa al mentiroso?: “la palabra lo abandona, y al que se queda vacío cualquiera lo puede matar”.

Igual prefiero un mentiroso antes que alguien que no tenga nada para contar. Para mí eso es como morirse.

Sabés que una de las primeras noticias insólitas que encontré en los diarios pampeanos –desde que vivo aquí y me dedico a hacer estas búsquedas- se titulaba así: “Un hombre denunció que mató a un extraterrestre”. Cómo te explico, se me hizo agua la boca. Según el artículo, un herrero de 59 años se presentó en una comisaría de Santa Rosa y dejó constancia de que había tenido un enfrentamiento con alienígenas. Los describía como bichos de un metro veinte de altura, que no emitían sonido, sí olor, y que vestían de gris. Declaró que una medianoche de agosto de 2014, mientras estaba cazando en un campo, lo habían rodeado varios especímenes. Él logró matar a uno, aunque no quedaron rastros porque entonces bajaron dos naves espaciales y se llevaron el cuerpo. “De todo esto formuló una exposición judicial que vendría a ser el primer registro formal de un crimen interplanetario”, informaba el artículo publicado en La Arena.

Te imaginarás las repercusiones de la nota. Lo que se supo después fue que el protagonista escribiría un libro: "El Apostadero, cazador vs. alien - Una vivencia real en el monte pampeano". Y a las semanas se supo más: el dueño del campo donde se había producido el famoso combate dio una entrevista y dijo que el herrero, lejos de dispararle a un marciano, había baleado a una garrafa.

Sigo eligiendo la versión del herrero, después de todo es su verdad, y armar un relato implica elegir cómo nombrar lo que nos pasó. Hay quien suprime, quien hace firuletes, quien se mete de puro gusto en tremendos mejunjes. Pura invención. Con esto quizá respondo lo que me preguntabas al final de tu carta: sí, así se re-encanta el mundo, así lo humanizamos, a fuerza de contarnos historias sobrevivimos. Lo fantástico es eso.

Bueno, te dejo por hoy, ya es casi medianoche y el invierno empieza a morderme los talones, así que antes de meterme en la cama voy a ir a calentar la bolsa del agua caliente. En la primera carta te decía que las narraciones fuera de lo común iluminan mis días, me vendría bien que también me entibien los pies. Pero todo no se puede, ¿no?

Aún no despaché estas líneas por nuestro buzón mágico y ya espero tu respuesta. Te abrazo fuerte,

Ángeles.
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Bahía Blanca, 2 de junio
Querida Ángeles

La historia del hombre que mató al extraterrestre es sencillamente maravillosa, ¡pero también el desmentido!: es algo cómico ya desde la misma palabra “garrafa”, tan alejada de la música exótica y luminosa con que asociamos la lengua alienígena desde el famoso diálogo final de Encuentros cercanos del tercer tipo. Decididamente, en aquella historia tenés un material valiosísimo para narrar un cuento o escribir una crónica.

Este justiciero intergaláctico en la llanura pampeana no hace sino reavivar una inquietud que ronda mi cabeza desde hace bastante tiempo: la realidad es inescindible de la ficción y la poesía; o dicho al revés, la ficción literaria y la poesía es nuestra forma de volver familiar y pensable lo real. Y esto ocurre porque “lo real en sí” es inhabitable. Una florcita amarilla en el campo responde a una taxonomía botánica en el reino vegetal y tiene funciones reproductivas específicas, pero también es otra cosa, es un don que se ofrece a la mirada para que el ojo polinice y fructifique. El amor que uno siente por alguien, ¿se explica solamente por la segregación de oxitocina que genera un proceso electroquímico en el cerebro? Todos nos damos cuenta de que la materia espesa y concreta es indispensable, pero insuficiente para volvernos plenamente humanos. Sólo un tosco materialismo cientificista propio de esta época que no cree ni en la existencia de una baldosa puede convencer a alguien de que somos nada más que “carne consciente” cuyo destino final es la volver a ser materia inorgánica y mineral. A veces leo que algún “espíritu ilustrado” que parece venir del siglo XVIII aplaude a Stephen Hawking o al biólogo Humberto Maturana cuando afirman que Dios no existe y que no hace falta para explicar nada. Es entonces cuando a ese ilustrado me dan ganas de responderle con la famosa frase de Arlt: “rajá, turrito, rajá”.

Lo real está allí para alimentar la imaginación y la imaginación, a su vez, in-forma a lo real. Es un ida y vuelta, una dialéctica incesante. La garrafa no es sólo recipiente metálico para gas envasado, sino un invasor de otros mundos; a su vez, es hermoso pensar que ese extraterrestre sea algo cercano a nosotros, tan cercano como una hornalla de cocina o un monte de piquillín y algarrobos. Allí, en esa zona poética que se abre entre lo que es y al mismo tiempo es otra cosa, en ese parpadeo entre lo natural y lo sobrenatural encontramos una respuesta a nuestra condición humana y una prefiguración del milagro que ocurre todos los días sobre un altar cuando el pan de los hombres se convierte en el pan de los ángeles bajado del cielo.

Y a propósito de todo esto, la próxima te cuento la historia REAL Y VERDADERA del hombre que tradujo el Martín Fierro a una lengua alienígena que le enseñaron unos habitantes de Ganímedes.

Te envío un abrazo enorme y ojalá estés bien.

Mario
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General San Martín, 8 de junio de 2021

 Mario querido, releí varias veces tu última carta, creaste tanta belleza alrededor de una florcita amarilla -una florcita silvestre y amarilla, quizá guacha como el cordero blanco- que de pronto tus líneas se volvieron canteros en el medio de la nada y recordé aquel verso de Olga Orozco: “en el fondo de todo hay una jardín”.

Me quedé pensando también en ese parpadeo, en cómo algunas situaciones que nos parecen tan absurdas nos habilitan nuevos sentidos. En 2014, cuando llevaba apenas unos meses en el pueblo, ocurrió un accidente. Un vecino que manejaba un remís, volvía esa tardecita de Santa Rosa con tres pasajeras. En el asiento de atrás iba una mujer con su hija. De copiloto una señora ya jubilada, que al darse cuenta de que estaban a sólo cinco minutos de llegar, dejó de mirar al frente, de prestar atención al viento y quizá a los cardos rusos que cruzaban a toda carrera sobre el asfalto y se concentró en revisar la cartera: quería encontrar las llaves de su casa. Pero entonces algo apareció en el medio del camino, algo amorfo, imposible, y el remisero pegó el volantazo. El auto volcó, alguien murió. Cuando la noticia empezó a circular, a la pena se le sumó el asombro. No se les había atravesado un animal en la ruta 35, ni un vehículo, ni siquiera era el espíritu de la mujer vestida de novia que algunos vieron hacer dedo en el Bajo de La Tigra. No. Se llevaron puesto un sillón, de esos mullidos, de un cuerpo, tapizados en cuerina marrón. Resultó ser que un joven de la localidad de al lado hizo una mudanza y no lo ató bien a la chata de la camioneta. El sillón se le voló y el conductor recién se dio cuenta cuando descargó las cosas en Bahía Blanca.

Escribí sobre ese accidente. Me imaginé que se vería bien en la carpeta de Roberto, el protagonista de Un cuento chino, que coleccionaba recortes de hechos insólitos. Y a la vez sentí otra cosa, sentí el parpadeo, Mario, porque unos meses antes, a mí me habían diagnosticado una enfermedad y el tumor también había sido un sillón en el camino que choqué de frente viviendo a 140 kilómetros por hora. ¿Acaso si cerramos los ojos no podemos todos detectar un segundo en la vida donde algo enorme, macizo y oscuro se interpuso a nuestro paso? Quizá tuvimos la oportunidad de esquivarlo, de maniobrar para pasar de largo, tal vez no. Al final no es tan raro, desde entonces puedo verlos: hay sillones desparramados por cualquier lado.

Hace dos años leí otra noticia de un objeto volado: un camionero pampeano manejaba un Scania por la ruta 151 y de pronto vio que algo se levantaba de la caja de la Toyota que iba adelante. Era un pizarrón que terminó incrustado en su parabrisas. ¿Cuál es la lengua materna de los acontecimientos inexplicables? ¿Qué golpe vienen a darnos estas cosas que otros pierden? A mí, que soy tan controladora y obsesiva y nada creyente, estos movimientos me han hecho trastabillar muchas veces, pero leí algo en Una guía sobre el arte de perderse de Rebecca Solnit que me gustó mucho acerca “de cómo reconocer el rol de lo imprevisto, de no perder el equilibrio ante las sorpresas, de colaborar con el azar, de admitir que en el mundo existen algunos misterios esenciales”.

Sí, hay que sujetar bien los muebles en las mudanzas. Y también permitirnos habitar esos misterios como si nos adentráramos en un monte de caldenes, dejarnos arañar por las espinas de estos árboles, encontrar los huecos por los que penetra el sol y de repente creer que esa garrafa que apareció en el medio del sendero bien podría ser nuestro ET, e incluso arriesgarnos a avanzar, abrir bien los ojos ante lo que está por venir.

Voy a extrañar nuestra carteada, Mario. También fuiste algo inesperado en mi vida: verdadero y mágico. Espero que sigamos en contacto y que por favor no te despidas sin contarme sobre aquella traducción del Martín Fierro. Sé que me va a gustar.

Te abrazo fuerte,

Ángeles.
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Bahía Blanca, 15 de junio de 2021 d. C.

Querida Ángeles:

Lo prometido es deuda. Ahí va la historia fabulosa de nuestro buen gaucho extraterrestre. La historia la recoge ese escritor e investigador extraordinario que es Alejandro Agostinelli.

La cuestión es así. Eustaquio Zagorski nació en Polonia en 1904 y se estableció en Argentina en 1929. Atendía una sastrería familiar en el barrio de Avellaneda. Hacia fines de los años sesenta y principios de los setenta, Zagorski aseguraba que era periódicamente visitado por seres que provenían de Ummo, un planeta en órbita alrededor de la estrella Wolf 424. Con estos testimonios obtuvo algo de fama a través del programa "Sábados circulares" de Pipo Mancera y el diario La Razón.

El hecho es que nuestro contactado se entrevistó con Benito Segundo Reyna, un sacerdote jesuita especializado en tema O.V.N.I., genuino antecedente de Fabio Zerpa. Zagorski le comentó que conocía el “varkulets”, una lengua extreterrestre que le habrían enseñado los habitantes de Ganímedes y le exhibió una gruesa carpeta con extraños grafemas alienígenas. El padre Reyna le propuso que tradujese el Martín Fierro y Zagorski, con la paciencia de un buen sastre polaco, encaró esa tarea ciclópea. Ese manuscrito figura como incunable en el libro Martín Fierro en el mundo de los idiomas (2003), escrita por el comodoro (RE) Santos Domínguez Koch (1926-2008). En su bibliografía, Domínguez apuntó que el varkulets era una lengua indoamericana.

Todo se complicó cuando Zagorski envió un manuscrito de doscientas páginas a Oscar Galíndez, un abogado cordobés que presidía el Círculo Argentino de Investigaciones Ufológicas. Agostinelli agrega que en 1974 Galíndez publicó un estudio lingüístico donde develó que tanto la fonética como la sintaxis del varkulets eran una mera trasposición del castellano. El lenguaje de Ganímedes no tenía identidad propia: era una creación consciente inspirada en el español. “No hay ninguna fundamentación científica –escribió Galíndez– para sostener su procedencia extraterrestre”.

Esto me hace acordar a un artículo muy bueno que suelo compartir con los chicos en el secundario cuando estudiamos Don Quijote. Apoyándose en Nietzsche, el filósofo argentino Dardo Scavino se pregunta cuándo podemos decir que un relato es verdadero: ¿cuando cuenta algo que ocurrió o cuando tiene el poder de engendrar nuevas formas de vida y pensamiento? Dulcinea de Toboso objetivamente no existió pero hizo que Quijete saliese a buscar aventuras y luchar por la justicia. El varkulets en verdad es nuestro propio idioma apenas disimulado bajo una impostura grafológica. Sin embargo, desencadenó toda una potencia de vida: un sastre se tomó el trabajo de codificar y traducir; un abogado se abocó a la tarea filológica de decodificar y traducir, algo así como un Champollion que descubre la clave de los jeroglíficos egipcios; un sacerdote cree en ese idioma de Ganímedes y quiere hacer creer a un oficial de la Fuerza Aérea.

¿Está bien desmitificar un relato? Sí, claro. Tenemos derecho a saber la verdad fáctica. Sin embargo, ¿esa desmitificación puede eliminar la capacidad de ese relato de hacernos divertir, soñar, fabular? Y estos últimos verbos infinitivos, ¿no significa nada en nuestra vida? Infinitivos que abren a lo infinito.

Querida Angeles. Ya te estoy extrañando a pesar de que no te conozco. Ojalá esta vida nos depare el cumplimiento de una fantasía: la posibilidad de conocernos personalmente y compartir unos mates con buena charla de amistad.

Un abrazo enorme

Mario
 
 

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