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Recorrido literario. Erlich en Malba

Recorrido literario

Recorrido literario. Erlich en Malba

Por Helena Janeczek

Un recorrido por las salas del museo en el que los escritores leen un relato inspirado en la obra de Leandro Erlich. #Filba11 - 2019

Podían haberlo soñado en el corazón de la noche o cuando te vence el sueño junto al niño, cuando la canción de cuna se vuelve balbuceo, cuando se afloja la mano que  acaricia la pequeña pierna, el libro cae. Se despertaban en el sillón con el sudor del cuerpo contra el cuerpo del lactante, cuello contracturado, hombros rígidos. Había que ir a la habitación con las piernas adormecidas, el niño transportado en peso muerto para recostarlo sobre la cama. Era entonces cuando lo habían soñado, soñado realmente, ¿o era uno de los pensamientos que afloran con el cansancio, en el soltarse de la realidad que el gran cansancio arrastra?

Cansadas están todas, siempre lo están. No registran lo que les pasa por la cabeza, ni  los gestos automatizados. ¿Dónde puse las llaves, dónde dejé el pañal, tengo la billetera en la cartera? Se han vuelto un poco distraídas incluso las más impecables. Es necesario ahorrar energías, es necesario concentrarlas: el gas, apagar el gas, cerrar la puerta con llave. Cuidar al niño, tener cuidado siempre con el niño. Es imposible.
 
La madre de Piero soñó justamente esto: que no veía más, que no lo escuchaba, que lo buscaba por todos lados. En los armarios, debajo de las camas, tras las ventanas que para él son inalcanzables y están casi todas cerradas, pero ya no tiene relevancia, la madre de Piero delira en el sueño. El cesto de la ropa vacío y dado vuelta. Se le ocurre mirar adentro del lavarropas, pero es demasiado tarde. Ahogó por error a su niño, perdió en una pila de sábanas aquel hijo llegado tarde y recibido como una bendición.
 
La madre de Leila tuvo un destello que incineró la pesadilla. Tu hija es demasiado grande para entrar en un lavarropas, pensó. ¡Como pudo soñar una cosa tan absurda! No era ni siquiera culpa de las noticias. La madre de Leila no se había enterado por el noticiero sobre la mujer arrestada en Trento porque había puesto en la lavadora a una niña de ocho meses, lo supo por las otras madres que encuentra en el parque o delante del jardín de infantes. Comentaban: una verdadera madre no lo haría nunca, etc.

Tengo que ir urgente a la farmacia, se apartaba la madre de Leila. Pero en el sueño el lavarropas corría tras ella.
 
La madre de Fernando nunca había usado el lavarropas antes de dar a luz. Los cólicos no eran un problema, le había dicho el pediatra, se iban a pasar al tercer mes. Salió del consultorio con dos recetas y una lista de consejos.

Acunar panza abajo.

Bolsa de agua caliente sobre la pancita.

Estimular delicadamente el esfínter con la punta del termómetro para favorecer la eliminación de los gases.

Ponerlo sobre el lavarropas y ponerlo en funcionamiento.

La madre de Fernando confiaba en el pediatra, aunque comenzaba a volverse  intratable. Agotada por el insomnio, hablaba con sus subordinados en la oficina. Suministraba las gotas prescriptas, seguía los consejos del doctor: todos, excepto el del lavarropas. Una noche, después de haber caminado por un tiempo indefinido con el niño en brazos, después de haberlo escuchado llorar en cuanto tocaba el colchón, ubicó la cuna del cochecito sobre el lavarropas. Eligió el programa “delicados” y apretó inicio. Fernando se durmió después de pocos minutos de vibraciones y golpeteos.
 
Si el lavarropas se volvió un instrumento mágico para la madre de Fernando, la madre de Michelle lo vio transformarse en un monstruo insaciable después del nacimiento de Carolina. Odia el lavarropas. Odia el tendedero puesto en la ducha, las medias esparcidas sobre los calefactores, la tabla de planchar puesta en el armario. Odia planchar todas las noches cuando las niñas duermen y su marido se adormece sobre el sillón. La madre de Michelle y Carolina entendía a la madre de Trento o al menos así le decía al televisor, luchando con las últimas camisas. Lo decía por exasperación, porque era hipócrita que todos prefirieran olvidar cómo era la vida de una madre con dos hijas pequeñas.

Pero el odio nunca la visitó en sueños.

Michelle tenía aproximadamente la edad de la niña muerta en Trento, cuando la había dejado delante del sillón para preparar la cena, solo el tiempo para preparar la comida. Cuando volvió al living, encontró sobre la alfombra sólo el sonajero con forma de mariposa. La casa era pequeña, encontrar a una nena gateando era simple: no estaba en la habitación grande, ni en la habitación pequeña, entonces en el baño. Michelle se había plantado enfrente de la lavadora, la cabeza a la altura del vidrio ovalado. Como siempre, la lavadora estaba girando y la niña no se cansaba de mirarla.
La escena en el sueño era casi idéntica, solo que el lavarropas estaba lleno de juguetes, de esos juguetes que reproducen cancioncitas. Cantaba también la niña. La madre de Michelle se despertó, fue al baño, se sentó en el inodoro, justo delante del lavarropas apagado. Y comenzó a llorar.

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