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Quevedo y los cuentos Sufíes

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Quevedo y los cuentos Sufíes

Por Martín Blasco

Filbita 2013: Literatura y Derechos del niño
LEER Y RELEER, UN VIAJE EN EL TIEMPO
El autor compartió un texto surgido de la relectura de un libro entrañable de su infancia o juventud, reviviendo la experiencia lectora del pasado. Un viaje en el tiempo para reencontrarse con los niños o adolescentes que fueron.

Cuando yo tenía once años, mi mamá se puso de novia con un hippie. O al menos eso me pareció a mí la primera vez que lo ví. Llevaba un jardinero de jean, una remera de colores, muchos rulos blancos y un largo bigote. Se llamaba Quevedo. Nunca supe si el nombre era real o un apodo, pero todos lo llamaban así. Era un antiguo amigo de mi papá que cayó un día por mi casa para saludarlo, sin saber que mi papá llevaba más de tres años muerto. Se hizo amigo de mi mamá—no se conocían de antes—y en algún momento se enamoraron. 

Lo lógico es que yo hubiese estado celoso, pero la verdad es que a mamá se la veía contenta, era su primera pareja desde la muerte de papá o la primera que nos presentaba y Quevedo me caía genial. Tenía todo tipo de conocimientos extraños sobre teorías conspirativas, historias de ciencia ficción y datos curiosos de la naturaleza. Siempre aparecía con regalos, cocinaba comidas orientales para nosotros y con mamá se la pasaban riendo. Pero la pareja se terminó y un día no lo vimos más. Me entristeció que desapareciera de nuestras vidas. 

Quizás por eso me puse a leer un libro que le pertenecía y había quedado en casa: Cuentos de los derviches, una colección de cuentos sufíes tradicionales compilados por el autor Idrish Shaa. 

Gino Rodari dijo que la literatura infantil es la que leen los chicos, que lo único necesario para considerar una obra parte de la literatura infantil es que un chico esté interesado en leerla. Obviamente este no era un libro pensado para chicos, pero los cuentos sufíes encontraron en mí un lector apasionado. Hacía ya tiempo que me gustaba leer. Pero esto era otra cosa. Lo primero que me llamó la atención es que en estos cuentos aparecían el mismo tipo de cosa que en los cuentos infantiles que yo ya conocía: genios en botellas, reyes, princesas, ogros, magos, animales parlantes. Pero había algo extraño. Las historias eran fáciles de leer, pero difíciles de entender. En algunas creía saber lo que estaba pasando, en otras no tenía la menor idea. Recuerdo una que me impactó mucho: La muerte va de visita a la ciudad de Bagdad. En el mercado no deja de mirar fijo a un hombre. El hombre creyendo que la muerte ha venido a buscarlo, decide fugarse a la lejana ciudad de Damasco. El sultán, que todo lo sabe al punto de poder hablar con la muerte, le pregunta ¿porqué mirabas tanto a ese hombre? Y la muerte responde “Es que me extrañó verlo en Bagdad, tengo que pasar a buscarlo la semana que viene por Damasco”. Cuentos como este me sacaban el sueño. En el recreo se los contaba a mis compañeros, que mucha bola no me daban. Leí cada cuento varias veces, algunos nunca llegué a entenderlos pero los disfruté igual. Tengo con este libro una deuda impagable. Le siguieron muchos otros, de cuentos sufíes, judíos, budistas, chinos, latinoamericanos, de mitos y leyendas. Si hoy lo releo me encuentro nuevamente con la misma sensación de descubrir que a la verdad le gusta contradecirse. Que al que madruga dios lo ayuda y que por mucho madrugar no amanece más temprano. Que dentro de una verdad puede haber escondida otra.

Pasaron los años. Suficientes para que un día le pueda preguntar a mi mamá, de adulto a adulto,  “Che ¿Qué pasó con Quevedo?” Resulta que Quevedo tenía debilidad por varias sustancias. Algunas a mi madre no le molestaban, otras sí. Un día descubrió que había escondido cocaína entre los libros de la biblioteca de casa, una casa con chicos, chicos curiosos como el que escribe esto. Enojada tiró la cocaína por el inodoro. Cuando Quevedo se enteró se puso violento. Quiso pegarle. Para mamá ese fue el fin. Lo echó y por eso nunca más supimos de él. Me lo cuenta entre risas, a mí no me parece nada gracioso, pero pasaron veinticinco años, está casada nuevamente y los sábados va a bailar tango.

    Todo mi vida pensé en Quevedo con cariño, como una buena influencia y así me gustaría recordarlo, pero ahora sé cosas que antes no sabía. ¿Era un loco lindo o un loco peligroso? ¿Un soñador o un delirante? ¿Quevedo era ese tipo desprendido y divertido que yo imaginaba o una mala persona?

 Como dice Borges que dijo Kipling: A un escritor le es dado imaginar una fábula, pero no su moraleja. 

En la misma línea de pensamiento los maestros sufíes explican que cada cuento tiene veinticuatro significados (y veinticuatro es un numero tan infinito como mil y uno) cada significado es más profundo que el anterior, toda interpretación es posible: el héroe puede ser el villano; el sabio, el tonto; el juez, la víctima.

Quizás se pueda aplicar esta misma regla a las personas. Quizás seamos muchos cuentos en uno. En ese caso, Quevedo fue todas esas cosas que dije y muchas más. Quizás las personas, como los buenos cuentos, no pueden resumirse con una moraleja.


Podés escuchar este texto en Spotify leído por su propio autor haciendo click aquí.

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