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Punto límite

Lecturas para empezar

Punto límite

Por Claudia Piñeiro

La conciencia de una situación límite es, después del asombro y la duda, el origen de la filosofía, el momento de pensar por qué y para qué estamos en el mundo. Seis escritores narran aquel momento en que todo pasó a ser otra cosa.

El cuerpo es un límite. Determina un espacio, una posibilidad, un tiempo. Condiciona, también, qué cosas puedo hacer y qué cosas no. 

Tengo una jaqueca invalidante, siento una espada que atraviesa mi cabeza de derecha a izquierda. Tomo un analgésico. Debería suspender las actividades de hoy, pero no lo hago. Trabajo todo el día hasta la noche, hasta muy tarde: presento un libro, doy una entrevista, participo de un panel en la Feria del libro. Lloro. La espada se clava un poco más a pesar del segundo analgésico. Y del tercero. El límite emite una señal que no veo, entonces digo: siempre me duele la cabeza, ya pasará.
El marco de  una puerta es un límite. Determina el espacio por el que podré pasar. Si no respeto ese límite, el marco me lo hará saber. 

Avanzo por el pasillo, voy cargada de papeles y de libros, la puerta está abierta, tengo apuro, me duele la cabeza, arremeto, el hombro derecho golpea contra el marco de la puerta. Se me cae lo que llevo, las hojas se desparraman por el piso. Me duele el hombro, lo froto. Maldigo mi torpeza. El límite emite una señal que no veo, entonces digo: fui atolondrada.
Un cesto de papeles es un límite. Su boca delimita el adentro y el afuera.

Abollo un papel que quiero descartar, lo arrojo dentro pero cae fuera. Me duele la cabeza. El desvío de la trayectoria que describió el papel abollado al caer fue de apenas unos pocos milímetros con respecto a la ruta correcta. No lo lancé a la distancia, estaba parada junto al cesto, mi mano sobre él; el papel debía viajar en línea recta.  Pero cayó fuera. Rueda por el piso, se detiene. Lo busco, lo recojo, lo vuelvo a tirar en el cesto. Otra vez cae fuera. Repito, lo recojo, pero esta vez me agacho, no lo lanzo en el aire, meto el papel dentro del cesto. Me aseguro de que entre. El límite emite una señal que no veo, entonces digo: la boca del tacho es demasiado pequeña.
Un sendero es un límite.  Marca el camino dentro del cuál debo moverme. A los costados, fuera de lo que delimita,  puede haber banquina, pasto, ripio, barro o precipicio. 

Llego a mi casa manejando mi auto. La espada sigue clavada en la cabeza, de derecha a izquierda. Entro por el sendero que me lleva al garaje, una rueda gira en el aire, fuera del camino trazado, haciendo malabarismo sobre la zanja. Me asusto, me sorprendo, es la primera vez que me pasa. Logro avanzar gracias a la tracción de las otras ruedas. El límite emite una señal que no veo, entonces digo: no debo manejar cansada.

Una tecla es un límite. Delimita el espacio que debo tocar para escribir una letra en mi computadora. Cada tecla es una letra y no otra. Tipeo con dos dedos, pero lo hago con mucha rapidez, aprendí siendo muy joven, estoy entrenada.

Me despierto temprano, quiero seguir con mi novela. Me duele la cabeza, pero igual quiero escribir. Tomo un analgésico. Llega a mi consciencia la idea con la que anoche me dormí rumiando. Necesito tipearla antes de que me olvide. Me levanto, voy hasta la computadora, escribo. Quedo conforme con la frase. Miro la pantalla; leo lo que veo, es ininteligible. Una sucesión alocada de letras sin sentido. Ni el corrector automático llega a compensar la serie de errores encadenados, no puede sugerir alternativa, se rinde.  No encuentro una respuesta a lo que pasa. A pesar del analgésico, la espada sigue clavada en mi cabeza y hace que me cueste pensar con claridad. Supongo, como primera hipótesis posible, que la computadora está averiada, que algo le pasa al teclado. Vuelvo a intentar, tipeo, miro la pantalla, letras que no dicen nada. Cambio el Word por otro programa de escritura, para definir si el problema está allí. Elijo Pages, y la pantalla me devuelve la misma serie de letras inconexas. Lo intento una vez más en Word. Me concentro en lo que hago. Voy letra por letra. Intento apretar la e pero aprieto la w, la s pero aprieto la a, la t pero aprieto la r, la e y otra vez aparece la w. “Este”  se convierte en “warw”. No conozco ese idioma. La extrañeza me paraliza, la espada se hunde en mi cabeza un poco más. Intento, una última vez, escribir “este” para detectar el patrón de error. En cada ocasión, en lugar de tocar la letra que quiero, toco la que está a su izquierda. Es un desvío de apenas unos milímetros, no llega al centímetro. Lo intento ahora atenta al recorrido de mi dedo, sigo la yema que se desplaza en el aire y debe apretar la l pero se posa en la k. Pruebo con distintas letras, cualquier letra, ya no intento escribir una palabra sino saber si mi dedo puede ejecutar una orden. Siempre toco la letra de al lado. Mi cerebro ordena, mi dedo ejecuta con un leve corrimiento. Como fue con el marco de la puerta, como fue con el cesto de papeles, como fue con el sendero de entrada a mi casa. Corrimientos de la motricidad fina. Pero sólo lo veo ahora, cuando no puedo escribir. El límite emite una señal que esta vez veo,  entonces digo: no puedo escribir, debo ir al hospital.
La medicina es un límite. Los hospitales y clínicas son un límite. El sistema médico es un límite. 

Me atiende en la guardia,  una médica joven. Le cuento lo que me pasa, le hablo del corrimiento, y en especial de que no logro apretar la tecla correcta en mi computadora. Me dice que a mi edad es normal, que le pasa a muchas mujeres, que en el teléfono es aún peor. Me enojo pero trato de disimularlo porque sé que el prejuicio también es un límite. Le digo que soy escritora, además de mujer de más de cincuenta. Que siempre le emboco a las teclas, que no es normal lo que está pasando hoy. Me hace algunas pruebas. Levanto los brazos, los bajo; levanto una pierna, la bajo; me toco la punta de la nariz, me toco las orejas. Hago lo que me pide pero no me pide lo que no hago, lo que no puedo hacer. La médica no me indica que escriba en un teclado, no me cree o no le importa. Dice que no es nada, o que es stress, o una contractura de las cervicales. Prescribe descanso. Me manda de regreso con un relajante muscular y un tranquilizante. 

Llego a mi casa igual que como me fui. Almuerzo con mi hijo. Los hijos también son un límite. En medio del almuerzo mi brazo derecho empieza a girar hacia atrás en el aire. Incontrolado. Yo no le estoy ordenando que gire, yo le estoy ordenando que agarre el tenedor y lleve la comida a la boca. Pero el brazo derecho describe vueltas hacia atrás en el aire sin parar. Mi hijo se levanta preocupado por lo que ve. Los padres también somos un límite. Lo veo arriba mío, me mira desde lo alto mientras yo voy cayendo hacia un costado, del otro lado de la mesa. Mi hijo está asustado. El susto de los hijos es un límite. Mide dos metros. Desde allá arriba me dice: ¡No, mami, no!, ¡No, mami, no! Quiero decirle que se calme, que no se preocupe, que no es nada, que voy a estar bien, que enseguida se me pasa. Pero aunque mi cerebro da esa orden, mi boca no obedece. El límite, mi cuerpo, emite una señal, pero no espera que la vea. Y me desmayo.
Me hacen estudios en otro hospital, una clínica especializada en neurología. Me acompaña mi pareja. El amor también es un límite, pero no debería serlo. Hace poco tiempo que estamos juntos, pienso en la mala suerte que le tocó de tener que pasar por esto. Le digo que si después del episodio me quedan secuelas se sienta en libertad de hacer su vida, que no está preso, que el hecho de estar juntos no tiene que ser una condena. Se ríe. Me llevan al quirófano. Me inyectan anestesia general. Sé que voy a dormirme completamente. Mientras la anestesia me hace efecto me pregunto si volveré a despertarme alguna vez. Me duermo.

Estoy en una cama angosta, me acaban de traer del quirófano a terapia intensiva. Me dicen que tuve una trombosis cerebral, que un coágulo no dejaba que llegara sangre al cerebro, que en el quirófano empujaron el coágulo con éxito, sin que se rompiera nada. Que parece que no quedaron secuelas, pero hay que esperar. El coágulo se formó por el uso de anticonceptivos con estrógenos que me indicó mi médico.  El neurólogo me dice que el 90 por ciento de las mujeres que entran a esa clínica con trombosis cerebrales o ACV es por ingesta de anticonceptivos. Que también le recetaron sus médicos. Mujeres con trombofilias de distintos tipos no diagnosticadas. Como sólo el 10 por ciento de las mujeres tienen trombofilias, las obras sociales no pagan el estudio que debería hacerse antes de recetarlos, y los médicos indican anticonceptivos a prueba y error: si aparecen síntomas, los suspenden. El problema es cuando el síntoma produce daño irreversible. El sistema médico es un límite, las obras sociales son un límite, los laboratorios son un límite. Y nuestro cuerpo el terreno que se reparten para alambrar.

Tengo una trombofilia, la tuve siempre, no debí nunca tomar anticonceptivos; no me lo avisaron los médicos. Mi cuerpo mandó señales que no vi. Se cansó de mandar señales. Hasta que con astucia, envió una que, sabía, yo no iba a ignorar: no podía escribir. No acertaba en las letras del teclado de mi computadora. La página no estaba en blanco pero no decía nada. Esa señal fue la que, por fin, pude ver. Mi propio límite. 

La finitud de la vida es un límite. 

Escribimos para tener la fantasía de que, muertos, seguiremos vivos.

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