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Por Nicolás Schuff

Filbita 2014: Vivir la literatura
LOS CAMINOS DE UN LECTOR
El autor compartió un texto creado a partir de la invitación a recorrer sus historias como lectores para encontrar puentes literarios: construcciones ficcionales, de la realidad, espaciales, geográficas o humanas que hayan unido un punto del universo con otro, gracias al encuentro con los libros. 

Aunque estoy aquí por mi rol de escritor de libros para chicos, les voy a leer algunos apuntes que tienen poco que ver con eso que llamamos literatura infantil, porque la verdad es que tengo recuerdos difusos de lo que leí y me leyeron en la infancia.   
Muchos de los libros que hoy reconozco como importantes en mi vida los encontré más bien durante la adolescencia. Algunos en la biblioteca de mi padre. Ahí estaban Matadero Cinco de Kurt Vonnegut, por ejemplo, y Ferdydurke, de Witold Gombrowicz. Nueve Cuentos y El cazador oculto, de Salinger. Los relatos de Felisberto Hernández y los de Ray Bradbury. Otros libros los fui descubriendo por mi cuenta, seguramente llevado por esas mismas lecturas, porque, para tomar la consigna de esta convocatoria del FILBITA, podríamos decir que los libros siempre son puentes hacia otros libros. 
Lo cierto es que empecé a leer a los quince o dieciséis años. Una edad de gran entusiasmo y gran confusión, de búsqueda de experiencias pero también de respuestas y definiciones, cuerdas o lianas a las que aferrarse para moverse en “la selva espesa de lo real”, como escribió Juan José Saer.

Por esa época caí fatalmente bajo el encantamiento de Rayuela, de Cortázar. Con Rayuela me largué a fantasear un futuro de escritor. Una vida de caminatas nocturnas y saco de corderoy, de ver llover tras las ventanas escuchando jazz en ambientes llenos de humo. Humo de pipa, por supuesto. Sin darme cuenta, quería ser un escritor francés. Aunque el modelo “escritor genial y misterioso retirado del mundo” que ofrecía el norteamericano Salinger también resultaba muy atractivo… 
Eran años de incomodidad conmigo mismo, de romanticismo y autocomplacencia, y yo estaba ansioso por hacerme de una personalidad, decidir qué pensaba de las cosas. A ser posible, de todas las cosas. Buscaba a toda costa obtener una “forma”, como decía Gombrowicz en Ferdydurke, otro libro que leí con gran entusiasmo y desconcierto en esos días. Porque en esa novela, el autor denunciaba, a su modo tan original, incisivo y sorprendente, precisamente aquello: nuestra equivocada voluntad de obtener una personalidad consistente, de madurar. Y, naturalmente, yo no podía dejar de anhelar cierta consistencia. ¿No es esa, en el fondo, nuestra fantasía más recurrente en cualquier etapa de la vida? ¿Hallar una identidad más o menos fija y duradera, algo que nos defina más allá de las contingencias? 
En cualquier caso, me pareció que en los libros podía encontrar algunas pistas. Y lo que ocurrió, más que encontrar claves o respuestas, fue algo inesperado y mucho mejor: gracias a los libros, a la lectura, empecé a pensar. Me refiero a pensar por mi cuenta, a dialogar conmigo mismo, a hacerme preguntas. Quizá la palabra adecuada sea reflexionar. La lectura, en todo caso, me llevaba lejos de mí para devolverme a mí mismo un poco extrañado, como cuando volvemos a nuestra casa después de un viaje largo. 
Así que le atribuyo a las lecturas de aquellos días, sobre todo, eso: el hecho de haber tomado conciencia del lenguaje, el descubrimiento de que mi pensamiento estaba modelado por un idioma en el que me encontraba sumergido desde el nacimiento, y de que la realidad no era una cosa dada, sino, en muchos sentidos, una construcción sostenida en y por el lenguaje.

Empecé a disfrutar y elegir autores de “voz extraña”, como los llama Fabián Casas. No me importaba tanto qué historia me contaran. Lo que me conmovía y turbaba era la escritura, mucho más que un tema o un argumento original. Buscaba libros que sacudieran la lengua, que trabajaran a contrapelo de la escritura convencional, que hicieran correr una bocanada de aire fresco en mi imaginación y tendieran un puente mental-emocional alternativo hacia mí mismo.  
Todo eso tuvo consecuencias muy liberadoras y decisivas, porque fue lo que me impulsó a escribir. Pero a la vez, empecé a sentir que esa fuerte autoconciencia me separaba de la inmediatez de la experiencia. Desde entonces, el asunto me acompañó por años. La distancia entre la vida observada y la vida vivida, entre las palabras y las cosas, y los puentes que unen o pueden unir ambos planos.
De aquella época recuerdo cuánto me deslumbraron El entenado y La mayor, de Juan José Saer; Nadie encendía las lámparas, de Felisberto Hernández; Los adioses, de Onetti; El silenciero, de Antonio Di Benedetto. 
Por esos caminos o puentes necesariamente llegué también a la filosofía y a la poesía. Ahí encontré a Sartre y su librito El existencialismo es un humanismo. También Así habló Zaratustra, de Nietzsche, donde se dice que “lo que hay de grande en el hombre es que es un puente y no una meta”. 

Leí devotamente, como corresponde, a Alejandra Pizarnik. También al genial y querido Juan L. Ortiz. 
El caso de Fernando Pessoa fue toda una sorpresa. Él había llegado a inventar decenas de heterónimos, como llamó a esas versiones de sí mismo, cada una con su personalidad, su propio estilo y biografía, de estéticas en algunos casos enfrentadas, a los que incluso hizo discutir y dialogar entre sí a través de cartas. Esos heterónimos, además de haber escrito un montón de poemas sabios y hermosos, venían a mostrar que uno podía ser muchos, y todos ellos “verdaderos”. O todos “falsos”, lo que tal vez sea lo mismo.   
El editor Daniel Goldín dice esto: “La dimensión que abren los libros es la de la incompletud y la promesa de calmarla. La trampa que nos ponen es que sólo se puede colmar con su propia materia: lenguaje ¿Por qué sigo tan atado a ellos si sé que son una trampa?”, se pregunta. “Tal vez -responde- porque con ellos y por ellos he entendido algo inherente a nuestra condición: que nuestra única patria es volátil y esquiva, que la única forma de arraigar en ella es mantener y alentar sus movimientos, desintegrarnos, como el polvo. No ser de nadie, no tener sentido, y no poder dejar de producirlo”.    
Yo también sigo atado a los libros de muchas maneras. Como lector, como escritor y como librero.
Hace unos años, cuando murió mi madre, yo estaba empleado en una librería. Para llegar al trabajo tenía que pasar debajo de un puente del ferrocarril. Algunos días me quedaba abajo del puente, esperaba a que pasara el tren y hacía algo que había leído en una novela: aprovechaba el ruido para gritar con todas mis fuerzas. Resultó una gran terapia para descargar la bronca por la muerte penosa y repentina de mi vieja. 
Cuando la velamos, repartí entre la gente un poema que a ella le gustaba. La autora del poema se llamaba Wislawa Szymborska. Sus libros cifran buena parte de lo que hoy valoro de la literatura. Son puentes que me unen a la memoria y al amor de mi vieja, pero también a la inteligencia, la sensibilidad y la ternura, y a un lugar donde ese que llamo YO, y que es muchos, puede reírse un poquito de sí mismo; rescatarse circunstancialmente de sus propias tonterías y miserias; distinguir y apreciar en forma más cabal lo que hay de único y singular en él; entender mejor su carácter al mismo tiempo real e ilusorio, siempre en tránsito, siempre provisorio; permitirse, sin tanta angustia como en la adolescencia, “no tener sentido y no dejar de producirlo”. 

Aquel poema que repartí -y con esto termino- se llama “Del montón”. Dice así:

Soy la que soy  
casualidad inconcebible 
como todas las casualidades.
Otros antepasados 
podrían haber sido los míos 
y yo habría abandonado 
otro nido,  
o me habría arrastrado cubierta de escamas 
de abajo de algún árbol. 

En el vestuario de la naturaleza  
hay muchos trajes. 
Traje de araña, de gaviota, de ratón de monte.  
Cada uno, como hecho a medida,  
se lleva dócilmente 
hasta que se hace tiras.  

Yo tampoco elegí, 
pero no me quejo.  
Pude haber sido alguien  
mucho menos personal.  
Parte de un banco de peces, de un hormiguero, de un enjambre,  
partícula del paisaje sacudido por el viento.  
Alguien mucho menos feliz  
criado para un abrigo de pieles  
o para una mesa navideña,  
algo que se mueve bajo el cristal de un microscopio.  
Árbol clavado en la tierra,  
al que se aproxima un incendio.  

Hierba aplastada  
por el correr de incomprensibles sucesos.  
Un tipo de mala estrella que brilla para algunos.  
¿Y si despertara miedo en la gente,  
o solo asco  
o sólo compasión?  

¿Y si hubiera nacido no en la tribu debida  
y se cerraran ante mí los caminos?  
El destino hasta ahora  
ha sido benévolo conmigo.  
Pudo no haberme sido dado  
recordar buenos momentos.  
Se me pudo haber privado  
de la tendencia a comparar. 
Pude haber sido yo misma, 
pero sin que me sorprendiera,  
lo que habría significado  
ser alguien totalmente diferente.


Podés escuchar este texto en Spotify leído por su propio autor haciendo click aquí.

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