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Filbita
Postales de infancia
Por Andrés Sobico
Filbita 2012: La infancia como territorio
POSTALES DE INFANCIA
El paso del tiempo otorga la posibilidad de tomar distancia y poder mirar hacia atrás. A veces con nostalgia, otras con humor, y otras tantas, creando nuevas ficciones a partir de pizcas de recuerdos. En este texto, el autor compartió un breve texto inédito en el que la lectura o la literatura son protagonistas de su niñez.
Aquí la gente del Filbita nos ha convocado para que habláramos sobre la influencia de nuestras lecturas de infancia en nuestra escritura de hoy.
Lo primero que me pasó con este convite, fue quedarme colgado de la palabra influencia; “Influencia”, es una bella palabra dinámica, de las que “vienen hacia”; y entonces se me ocurrió pensar que, desde un enfoque sistémico, nosotros seríamos algo así como una caja negra en la que entra influencia y de la que sale exfluencia; input, output, donde el output correspondería a la exfluencia.
Y ahí me pasó otra vez, me quedé colgado de la palabra “Exfluencia”, me gustó tanto, porque me dije, entonces todo lo que escribimos vienen a ser nuestras exfluencias, corrí a mi Larousse ilustrado a ver cuantas acepciones tenía esa palabra, pero no estaba, “claro es una palabra rara, mi Larousse familiar no la tiene”, entonces me metí en el portal de la Real Academia Española, diccionario en su vigésima primera edición, puse ahí en la ventanita “exfluencia”, y salió “la palabra exfluencia no está registrada” y abajo, en letra chica, un cartelito “Real Academia Española , todos los derechos reservados.”
No voy a decir aquí que entré en crisis, porque enseguida me acordé de los chinos y sus frases de autoayuda “La crisis siempre es una oportunidad”, y me dije, “Si los tipos de la Real Academia Española no la registraron, capaz que puedo registrarla yo y hacerme rico”
Y ahí entró mi esposa y me preguntó si estaba haciendo eso que me habían encargado de ese festival internacional, “Sí” le mentí yo; y me puse escribir lo siguiente.
Buenos noches a los presentes, y agradezco la organización por la invitación, lo primero que quisiera contarles acerca de mis influencias literarias tempranas es una confesión: Mi escritura está influenciada por un premio nobel de literatura, y estoy hablando de Juan Ramón Jiménez, no voy a disertar aquí sobre su obra en general, o sobre Platero y Yo en particular, pero sí me gustaría leerles un fragmento de mi cuento “Yo y mi Yeti” a manera de demostración de la influencia predicha:
Mi Yeti es peludo y suave, tan blando por fuera que parece de peluche; pero tan duro por dentro como si todavía no hubiera terminado de descongelarse.
Cuando abrió los ojos, mi mamá dijo:
-Son como espejos de azabache, como escarabajos de cristal negro...
Yo no se lo que es “azabache”, pero a mí me parecen más bien como dos cucarachas recién salidas de una sartén.
A mi Yeti le gustan, como a mi mamá, los gatos; pero a él para comérselos.
Nosotros no tenemos gato, porque a mi papá lo hacen estornudar, así que mi Yeti sólo puede comerse los que andan por nuestra terraza cazando gorriones.
Lo encontramos de cachorrito en Patagonia, flotando en un lago, dentro de un pedazo de hielo de glaciar. Mientras se iba descongelando al lado de la parilla del asado de trucha, yo le dije a mi papá si podíamos quedárnoslo, que el me había prometido que si encontrábamos un dinosaurio patagónico vivo me lo podía llevar a casa.
Y después sigue el cuento...
Buceando más atrás en mis influencias primigenias de lectura, creo que la razón más importante de mi lectura voraz, fue un televisor zenith blanco y negro (soy del 60); a la tierna edad de 8 años sufrí la amputación de dicho televisor, mi madre lo vendió, yo estaba en la edad de los porqués y le pregunté entre sollozos porqué vendía a mi querido televisor, “porque esta caja boba tiene demasiados muertos por minuto”, me contestó educativamente.
Luego del período de abstinencia, ya no me preocupó tanto no tener tele; porque descubrí que tenía cuatro hermanos menores para jugar, pero enseguida ellos me hicieron saber que no los podía usar de juguetes, que aunque yo fuera el mayor ellos, eran sujetos de derecho tanto como yo; bueno, no con esas palabras claro, el más grande tenía 6.
Soy del 60, de la primera generación que se crió con María Elena Walsh, mi señorita Lidia de tercero, el amor de mi vida, tocaba sus canciones en la guitarra, y en casa teníamos todos sus discos y sus libros, después, de grande, me dí cuenta qué cosas me había regalado mi María Elena, me había regalado grados de libertad; de chico no sabía nada de tradiciones, del nonsense, de que ella estaba agrandando el patio donde jugar, nada de esas cosas de grandes, yo la disfrutaba y ya.
No soy el único, creo que casi todos los que estamos hoy aquí le debemos algo, pero lo que sí estoy seguro de que yo soy el único de los presentes al que María Elena nombra en una canción… “Me dijeron que en Reino del Revés, un señor llamado Andrés, tiene milquinientos treinta chimpancés, que si miras no los ves”
Yo empecé de grande a escribir para chicos, y mi primer cuento, allá por el 94, se llama Milquinientostreinta, aquí les leo un tramo:
Andrés tiene milquinientostreinta chimpancés; así que se levanta todas las mañanas muy temprano, llueva, truene, o esté nubladito; a servirles el desayuno a sus milquinientostreinta mascotas.
Así dicho, parece fácil.
Cualquiera puede servir en un santiamén, milquinientostreinta leches chocolatadas con sus milquinientostreinta tostaditas untadas con manteca, con otros milquinientostreinta pancitos con dulce de leche.
Pero hay un problema: ninguno de sus simios desayuna lo mismo.
A trescientos veinte, les gusta la leche calentita, pero no mucho.
A doscientos cuarentaidos también, pero con dos cucharaditas de azúcar.
Trescientos treintaiuno exigen leche chocolatada fría, sin azúcar.
Doscientos trece también, pero con muchísimo chocolate. Los cuatrocientos veinticuatro restantes quieren la leche sola, tibia, y con tres cucharadas de azúcar.
De los que les gusta la leche sola, ciento cuarenta piden pan con manteca, pero sin tostar; por suerte quieren lo mismo doscientos treinta de los que toman chocolatada fría.
En cambio prefieren la tostadita blandita y con dulce de leche, ciento cuarentaidos chimpancés de los que toman leche calentita pero no mucho, y noventaiocho de los que la exigen con mucho chocolate.
Y sigue la historia de Andrés, el cuento es más largo, termina bien porque al final todos sus chimpancés cenan lo mismo; bananas.
Mi periplo lector entre los 7 y los 14 digamos, tuvo la misma lógica que un pacman, quiero decir, desde acá, ahora, puedo valorizar algunos autores y restarle importancia a otros, pero me he rellenado tanto de la selecciones reader´s digest de mi mamá como las Tonys y D’artagnan de mi tío, de los Julio Verne de papel berreta con hojas sin terminar de cortar, hasta best Sellers norteamericanos, sin olvidar a LinYutang y Príncipe Valiente. Para los 14 ya había comenzado a elegir, y vino la ciencia ficción, el lobo estepario y Solyenitsin (¿Se acuerdan de Solyenitsin?)
Stop. Para terminar me gustaría leerles un párrafo de mi escritor favorito por muchas razones socioliterarias, el más moderno para mí, el primero en el mundo que escribió un libro en un artefacto que los grandes llaman “Máquina de escribir” y mis alumnitos de primaria, (soy profe de algo así como ingeniería para chicos) al analizarlo concienzudamente, lo llaman “Máquina de sellar letritas”. Ese escritor admirado es Mark Twain , y les contaré un párrafo donde Huckelberry Finn habla sobre las cenas de la Viuda, sobre sus procedimientos en la mesa y sus recetas, y sobre la añoranza de su vida anterior.
(Para más detalles, lo invito a escucharlo en el podcasts)
Desde ya, agradecido por su amable atención.