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Filbita
Por el camino de las hormigas
Por Mercedes Calvo
Filbita 2017: Quisiera ser grande
EL OTRO QUE FUIMOS
El niño es “el otro” desde la voz del adulto. Un otro que alguna vez fuimos. ¿De qué formas volvemos a la infancia a través de los libros y las lecturas compartidas? La autora uruguaya compartió escenas de “ese otro” que fuer cuando era niña.
Cuando tenía tres años vi por primera vez la fotografía de Constancio Vigil. ¿Ves? me dijeron. Este señor es el que escribió La hormiguita viajera.
Primero fue el desconcierto: ¿cómo era posible escribir un libro? Los libros eran objetos maravillosos, que aparecían repentinamente en las manos de mis padres o tíos y que se disfrutaban sentada en la falda del adulto, con su voz hilvanando una historia que parecía nacer de aquellos signos –aún indescifrables por mí- que se llamaban letras. Desconocía entonces la existencia de esa categoría de seres con la que hoy están tan familiarizados los niños: autores que visitan las escuelas, promueven, firman y dedican libros, se muestran en la tele.
Me explicaron que Vigil era algo así como el papá de la hormiguita: que él había imaginado y escrito esa historia. Me indigné: ¿me creían tonta? ¿No se veía clarito que aquel señor no se parecía en nada a la protagonista del cuento? ¿Dónde estaban sus largas antenas con moños, su vestido a lunares, sus calzones blancos? Además, este señor de lentes ni siquiera era negro. ¿Cómo era posible que fuese padre de una hormiga?
Después, lentamente, las palabras autor y escritor se fueron abriendo camino en mi mente y la indignación dio paso a la decepción. ¿Entonces la historia de la hormiguita no había sucedido realmente? ¿Se habían burlado de mí haciéndome creer que era verdad aquel largo y angustiante viaje, buscando el regreso al hogar? Con dolor comprendí que no fueron El Manchado, ni La Señora Avispa ni tan siquiera La Luciérnaga quienes mostraron a La Hormiguita el camino a su hormiguero: seguiría envuelta en manteles traicioneros si ese señor de poblado bigote así lo hubiera decidido. Y nació entonces mi admiración por el oficio del escritor y una secreta envidia por esa posibilidad de decidir el destino de sus personajes.
No sé si fue La Hormiguita Viajera la que despertó mi amor por las hormigas o ya existía de antes. Lo cierto es que mi madre debía espolvorear los rosales con aquel fatídico polvo blanco cuando yo no estaba presente si pretendía realmente controlar a las invasoras. Me convertí en defensora a ultranza de las hormigas.
Tal vez fue por eso que después, en una navidad, me regalaron La vida de las hormigas, de Maeterlinck. Y ese libro fue el que me abrió la puerta a otro tipo de lecturas. El recuerdo es impreciso, aunque imborrable. Sé que atravesó toda mi infancia y estoy segura que debo haber intentado leerlo sumergiéndome en él, desconectando totalmente de la realidad, creando un territorio incluso físico ¡aquella
linternita bajo las sábanas! donde apurar la historia. También estoy segura de no haberlo logrado. Y no se trataba solo de falta de dominio en la técnica o en la comprensión, se trataba de que la vastedad que me descubría era tal que requería tiempo y espacio interior donde ahondarse y crecer. Fue libro de múltiples lecturas, me apoyé en él, crecimos juntos.
En el desorden de mi biblioteca, durante mucho tiempo lo creí perdido. Hace poco he vuelto a encontrarlo. Al abrirlo descubro, con asombro, que está fechado en la Navidad del 54, cuando yo acababa de cumplir cinco años.
Lo hojeo, algo desconcertada, tratando de descubrir qué me atraería de estas páginas de letras menudas, sin una ilustración, por donde caminan formicas pratensis y poliergus rufescens. No reconozco en este desconocido de páginas amarillentas a aquel amigo que me abría las puertas de un mundo fascinante.
Entonces advierto que el libro también me observa. Y admito que es difícil también para él reconocer en mí aquella niña de trenzas con ojos de asombro. Los dos hemos cambiado, para los dos han pasado los años.
Sigo leyendo, tratando de descubrir el secreto. Y lo descubro. La vida de las hormigas no es un libro de entomología. Es un libro que habla de la vastedad de la vida, que reflexiona, que profundiza; es un libro que enseña a ampliar la mirada. Hasta me animaría a decir que es un libro de poesía. Viejo, gastado, sigue guardando en sus páginas aquellas palabras mágicas que encendieron en mí el amor a lo desconocido.
Entonces lo acaricio, pensando que tal vez aún sea posible que él pueda ver, tras mis arrugas y mis canas, aquella niña que amaba el misterio.
Y leo en él:
¿Hasta dónde llegarán las hormigas? ¿Están en su apogeo o ya en su declinación? ¿Tienen otro porvenir por delante? Han pasado billones de años que no han tenido importancia y, por consiguiente, billones y trillones de vidas que tampoco han importado. ¿Qué es, en fin de cuentas, lo que importa? ¿Han alcanzado su finalidad? ¿Cuál es esta? Si la Tierra, la Naturaleza, el Universo no tienen una que podamos advertir, ¿por qué han de tenerla ellas? ¿Por qué hemos de tenerla nosotros? ¿No es bastante nacer, vivir, morir y volver a empezar hasta que desaparezca todo? Uno abre un ojo en la oscuridad, ve un rincón de tierra o un trozo de mar, unas estrellas, un rostro humano, y luego cierra el ojo para siempre. ¿De qué puede quejarse? ¿No es eso lo que nos ocurre? ¿No ha pasado todo en un instante? ¿No vale más esto que no haber existido?
Leo este texto ahora, a mis casi setenta años, y me estremece. ¿Cuándo golpea más un texto así – pienso- cuando estamos cerca de cerrar el ojo para siempre o cuando acabamos de abrirlo? ¿Soy yo aún aquella niña de trenzas? ¿Era ella ya entonces esta anciana de hoy? Nosotros, los de entonces ¿ya no somos los mismos?
La vida de las hormigas no me da respuestas. Tampoco me las ha dado mi propia vida. Pero qué bueno que un libro ayude a que las preguntes se multipliquen y renueven, creciendo siempre con uno.