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Peronismo soviético #FilbaNacionalMDP2022

Bitácora

Peronismo soviético #FilbaNacionalMDP2022

Por Sebastián Chilano

Como un mapa literario itinerante, las Bitácoras del Filba son las lecturas sobre experiencias específicas que cuatro escritores vivieron en el marco del festival. En este encuentro comparten los textos producidos sobre esa experiencia con Mar del Plata como la verdadera protagonista.  

Durante todo el camino sonó muy baja la voz de Julián Casablancas. No sé si mis compañeras de viaje lo notaron, pero los casi 45 minutos que dura el último álbum de los Strokes es el tiempo que nos llevó ir desde el muelle de los pescadores hasta el complejo turístico de Chapadmalal. En el asiento del acompañante se sentó Mercedes Halfon; atrás, Verónica Abdala. Hice trampa, debo reconocerlo. En la semana previa recorrí un camino similar hasta los hoteles —la diferencia es que salí desde mi casa— y por eso necesitaba calcular el tiempo: quería llegar antes del cierre del Museo de Eva Perón que funciona en el complejo número 5 hasta las 14 horas. En mi defensa debo decir que no me pareció mal aprovechar la condición de autor local para reemplazar cierta limitaciones técnicas a la hora de escribir, y más cuando el resultado de esa primera visita tuvo como principio una extensa charla con Antonio —uno de los encargados del museo—, y como final pasar un sábado soleado en familia con almuerzo en Miramar y visita a las ruinas del Marquesado.

Debía llegar a tiempo. Sabía —temía— que sin la explicación del guía Antonio la visita para mis compañeras iba a ser distinta, incompleta: me vería obligado a llenar el silencio con torpes palabras, diría algo de los hoteles, y entraría en juego el egoísmo —mi propio egoísmo— de cuánto decimos y cuánto callamos a la hora de escribir; miraríamos con nostalgia los edificios refaccionados, quizás nos asomaríamos a alguno, y sentiríamos angustia frente a los que todavía no fueron restaurados, los que se herrumbran de guano frente al mar.

Había visitado el complejo una semana antes también para orientarme. A veces nos cuesta aceptar que no conocemos el lugar donde vivimos, que muchas veces le damos la espalda a la ciudad —como al mar, que en invierno no vemos durante semanas— y que nuestra propia historia se nos escapa mientras admiramos lugares lejanos, vidas perdidas. En resumen: quería orientarme. Halfon, en su Diario Pinchado, escribe que orientación es ubicarse en un lugar, o reconocer el espacio. Deriva de oriente, del este como punto cardinal; desde donde sale el sol, en el mar. Oriente viene de oriri, es decir: aparecer, nacer.

En el museo nos esperaba Silvia. Su fundadora, así se presentó. Dos hombres —uno joven, otro más viejo— la acompañaban. Pregunté por Antonio, y Silvia me dijo que no estaba. Antonio no solo se encarga algunos días del museo, también tiene que mantener el parque que baja desde este hotel hasta el arroyo. Ahí debe estar ahora, en su jardín, dijo Silvia.

Entramos. En una mesa había un termo con café caliente y una bandeja con galletitas que comí con disimulo porque fueron mi almuerzo. Las habían puesto para nuestra visita, como también un proyector. Las películas son cortas, prometió Silvia.

Decidí hacer este museo durante los juegos panamericanos de 1995, nos contó enseguida. Escuchó tantas veces a las delegaciones de atletas extranjeros decir que era maravilloso lo que se había construido para ellos, que sintió que los edificios no tenían historia, como si antes no hubieran existido. Eso la llevó a recuperar la memoria del lugar. Se los confesó por primera vez a los cubanos. Silvia les dijo que no, que eso estaba hecho desde antes. Ah, lo hicieron Evita y El Perón, recuerda que le dijeron los cubanos y casi que les imita el tono.

El complejo destinado a turismo social se comenzó a construir en la década de 1940, en el gobierno de Farrel, pero fue la Fundación Eva Perón quien le dio su forma final. De 3 edificios ideados para las vacaciones de los trabajadores estatales, se amplió a 9 hoteles y 18 chalets individuales. Cuando los militares derrocan el gobierno de Perón, en el 55, nos dice Silvia, hubo un esfuerzo enorme por silenciar este lugar. De las sábanas se cortaron las siglas F.E.P (Fundación Eva Perón) y también se limó las marcas de las vajillas de alpaca y porcelana. Salvo esta, asegura, y nos lleva a una vitrina que no puede abrir. El hombre más joven se acerca, le da las llaves y las manos de Silvia tiemblan. Le pide ayuda y él abre la vitrina. Nunca estuve en un museo donde sacaran una pieza de exhibición y me dejaran verla, tocarla. Del lado externo de la taza se nota que alguien limó con dedicación lo grabado. Del lado interno se leen aún las tres letras en sentido invertido. La maravilla y lo terrible se juntan: están las formas que tiene la historia de seguir viva —una taza mal grababa— y el empeño en borrar algo. Están el odio y el silencio.
Muchas de las cosas sobrevivieron porque los mismos trabajadores las escondieron en sus casas y me las traen, dice Silvia. Así como la gente nos manda fotos también viene a contar sus historias. Ésta —señala una cama— nos enseñó a tenderla una vieja mucama de la fundación. Éstas—señala unas antiguas butacas de cine— estaban en el sótano inundado del complejo, bajo el agua. No había luz y yo veía algo que asomaba, en hilera, ordenado. Cuando me dijeron que eran, las hice sacar y me las traje. Así también conseguí los antiguos bancos de la capilla. Atrás de las butacas están los bancos y uno no sabe si sentarse a ver una película o arrodillarse a rezar. 

Antes de sentarme me tomo mi segundo café y el hombre más joven me dice que le duele la espalda por el frío, pero que si prende la calefacción el ruido no nos dejará oír la película. No parece una elección justa, el frío o la voz.

En una pantalla blanca, sobre el cortinado rojo punzó del escenario, aparece una imagen que dice Noticiario Panamericano. Actualidades Argentinas. La música de la película es reconocible, también la voz que narra los hechos, pero lo que más me gusta es la voz de Silvia, que nos guía aún en las imágenes cuando vemos la visita de actores famosos al complejo en su momento de esplendor. Así pasan las caras antiguas y Silvia las devuelve a la vida: Amelia Bence, dice. Juan Carlos Thorry, Ibáñez Menta, Goldy Legrand. Silvia hace que los nombres sean un recitado que acompaña las imágenes, casi un credo. Errol Flynn, el verdadero zorro, aclara.

Me gustaba cuando venían las celebridades, dice. Pero más me gustaba ver a los chicos del norte. A los que viajaban desde Salta, Jujuy; a los que bajaban de la montaña, en silencio, para ver el mar. Ellos sí eran felices. A ellos sí daba gusto verlos sonreír.

La visita termina con el regalo de un calendario que tiene la foto de Eva y el frío que entra por la puerta abierta. Le pregunto a Silvia si conoce algo de la historia del Marquesado. Sonríe. Yo iba a bailar ahí, dice y señala al mayor de los hombres que no se acercó durante la visita. Ahí conocí a mi esposo, dice y después la misma mano se desplaza hacia el hombre más joven que nos sirvió café, que abrió la vitrina para sacar la taza. Y ese es mi hijo.

De nuevo en el auto ya no suenan los Strokes. Paseamos lentamente por los complejos. Mercedes Halfon y Verónica Abdala hacen fotos, videos. Nos detenemos en el complejo 2 que está abierto. Entramos en la mole gigante y pienso que entramos en el corazón de un peronismo soviético. Los pisos son de parqué, sí, pero todo está gastado. Roto. En una mesa, un contingente de jubilados juega a las cartas, en el bar otros toman bebidas, algunos duermen sus siestas al sol, de cara al mar en un patio largo de bancos rotos y blancos. Verónica Abdala le saca una foto a Mercedes Halfon de espaldas contra la ventana. De cara al mar.

Abdala más tarde recordará a Héctor Tizón. Contará que cuando el escritor jujeño se exilió en España, por causa de la dictadura, escribió la historia de un ghost writer que es contratado para darle voz a un soldado franquista; la paradoja es que tuvo que darle voz a la misma opresión de la que huía, a la que creía haber dejado atrás en Argentina. Tizón estudió Derecho en La Plata entre 1949 y 1954. Y quién sabe, no como niño pero sí como adolescente tardío capaz se subió al tren y visitó Mar del Plata, Chapadmalal, el mar.

¿Quién es dueño de la verdad, si quien tiene que contar la historia está muerto? Eso nos dijo Silvia antes de pedirnos que volviéramos algún día y que también recomendáramos el museo. Le contestamos que sí, que volveríamos, pero que ella también debía hacer su parte y sentarse a escribir, a detallar, a inventariar, a contarlo todo. Para que el pasado no se pierda, dijimos. Silvia no contestó. Cerró los ojos y levantó la mano, a modo de adiós. En Chapadmalal la historia —nuestra historia— se recupera en silencio. Desde el silencio.

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