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Filbita
Pasaje, pasillo, pasatiempo
Por Cecilia Pisos
Filbita 2014: Vivir la literatura
LOS CAMINOS DE UN LECTOR
La autora compartió un texto creado a partir de la invitación a recorrer sus historias como lectores para encontrar puentes literarios: construcciones ficcionales, de la realidad, espaciales, geográficas o humanas que hayan unido un punto del universo con otro, gracias al encuentro con los libros.
Oh, Kitty, qué lindo sería si pudiéramos pasar a la Casa del Espejo. ¡Estoy segura de que hay tantas cosas maravillosas en ella! Hagamos de cuenta que hay una manera de pasar a su interior, Kitty. Hagamos de cuenta que el espejo se vuelve suave como gasa y que lo atravesamos. Se está volviendo como una especie de niebla ahora…
En un instante Alicia atravesó el espejo, saltó y cayó en la habitación del otro lado. Lo primero que hizo fue ir a ver si había fuego en el hogar y se puso muy contenta al ver que ardía uno bien real, tan brillante como el que había dejado. “Entonces, estaré tan calentita aquí como en la vieja habitación, pensó, “más calentita, en realidad, porque nadie me va a retar por estar bien cerca del fuego. Oh, ¡qué divertido será, cuando me vean acá adentro a través del espejo y no me puedan alcanzar!”
Carroll, Lewis. Alice through the looking glass and what she found there (Chapter 1: Looking-glass house. En: The Complete Illustrated Lewis Carroll, Wordsworth Editions, 1996.)
¿Cuántas tardes habré pasado en el solitario comedor de la casa de mi abuela pensando cosas parecidas a estas que pensaba Alicia? Y luego de viaje, cómodamente tirada en el sillón, pasando, en vez de a través del espejo, a través de algún libro, desde la típica lluvia de domingo de otoño y las voces de mis primos haciendo buñuelos y lío en la cocina, al mar, por ejemplo, directo al mar abierto que me traía en la voz rasposa de las rocas de la costa el tono lacónico y huraño del capitán Ahab…
Yo también “hacía de cuenta que había una manera de pasar”. Y tenía la certeza de que aún en altamar iba a estar bien calentita, sintiéndome, segura y próxima a la costa de la cocina de mi abuela donde todos se peleaban por el cucharón, y a la vez, lejana, bien lejana, con las olas salpicando mi cara, ¡milagro! sin mojarme.
Ya hacía unos años había comprendido que el mismo acto de posar los ojos en la línea de un libro implicaba el comienzo de alguna suerte de travesía. Físicamente, leer una oración es hacer un recorrido espacial con la mirada, desde una mayúscula a un punto, digamos, pasando por todas las hormiguitas intermedias, que se van juntando entre esos dos límites, más o menos arbitrariamente, algunas cargando incluso significados nosecuántas veces más pesados que sus propios cuerpos. Pasar el ojo por las palabras hace pasar, además, el tiempo en el reloj, y a medida que pasa el tiempo, estamos cada vez más lejos de ese lugar donde empezamos, el sillón del comedor a la hora de la siesta.
Precisamente, atravesar, pasar la siesta sin dormir durante las vacaciones de verano fue el primer recorrido compensatorio que la lectura trajo a mi vida. “Siempreycuando no hagas ruido, podés leer en vez de dormir”, me concedió mi padre, a despecho de mis hermanos que no eran por entonces, muy amigos de los libros. “Además de estar bueno”, me dije, “leer sirve”.
Y para apoyar esta antigua constatación empírica, hago uso de otro de los beneficios o ventajas de la cercanía de los libros, que es la de las amistades que uno consigue leyendo: tanto dentro de la literatura como en sus suburbios teóricos, siempre se puede encontrar compañía a la hora de salir a hacer aventuradas afirmaciones exploratorias. Así, para venir hoy aquí, me cercioré de que me siguiera alguien que es seguro también conocido de correrías de más de uno de ustedes, Tzvetan Todorov, quien en uno de sus últimos trabajos, nos ofrece una visión utilitaria y a la vez trascendente a la hora de responder a la pregunta “¿Para qué sirve leer?” Así, sin más y después de páginas y páginas de bien vivida teoría literaria Todorov nos larga a bocajarro:
Si alguien me pregunta por qué amo la literatura, la respuesta en la que inmediatamente pienso es porque me ayuda a vivir (…); está claro que la literatura no reemplaza las experiencias de vida sino que forma un continuum con ellas y me ayuda a comprenderlas. De mayor densidad que la vida real pero no radicalmente diferente de ella, la literatura expande nuestro universo, nos estimula a ver otras formas de concebirlo y organizarlo. Estamos hechos de lo que otros nos dan, primero nuestros padres, luego otras personas cercanas. La literatura nos abre al infinito esta posibilidad de interacción y eso nos enriquece infinitamente. Nos otorga sensaciones irremplazables a través de las cuales el mundo real se nos aparece como más amoblado con significado y más hermoso. Lejos de ser una simple distracción o un entretenimiento reservado para gente culta, la literatura permite que cada uno de nosotros alcance su potencial humano.
(Todorov, Tzvetan. ¿Para qué sirve la literatura? En: New Literary History 38.1, 2007, pp.13-32.)
Con lo cual, si el maestro lo dice sin pudores, por qué no voy yo a confesarles humildemente que, puesta a hacer un balance de mi relación con la lectura, no tengo sino que estar agradecida, no solo por los beneficios literarios (acá pego con cinta scotch el ya algo ajado lugar común del leer por placer) sino de todo tipo, incluyendo a las directivas prácticas para la vida. Si Todorov más adelante en este mismo artículo refrena un poco su entusiasmo y se anticipa a posibles objeciones o tizazos por el lado de la academia, permítanme en mi caso abrazar con total convencimiento la abolición gloriosa de los géneros y declarar que todos los libros que he leído podrían considerarse, desde esta perspectiva “todorovesca”, como de autoayuda.
Para no dorarles la pildorita de la teoría literaria con el estómago vacío, voy a poner dos ejemplos, uno fundamentalísimo (para mí, nomás, no se me asusten por el superlativo, que no les toca) y uno súper trivial pero no menos aliviador en la biografía de toda madre, que además de escritora soy.
El fundamentalísimo hizo que, a la larga, hoy estuviera acá sentada en Filbita entre estos compañeros. Y fue porque al leer Mujercitas, se me ocurrió copiarla a Jo, que era de las cuatro hermanas de la novela de Alcott, la que quería ser escritora, y que mandaba sus cuentos a periódicos de Boston, no solo para publicarlos sino para obtener dinero con que ayudar a la economía de su casa afectada por la Guerra de Secesión.
Aquí justito hay que incrustar en el marco teórico de Todorov el principio de Wells, que enunciado de manera sencilla y apta para todo público, dice, más o menos, que “un libro funciona como máquina del tiempo”. Es decir, opera, ya mencionamos el fenómeno a nivel oracional, y esto se amplifica a escala libro, sobre tres ejes: espacio, tiempo y voz. Para seguir con mi ejemplo, Cecilia preadolescente, a fines de la década de los 70, viaja poco más de cien años atrás en el tiempo y cruza de abajo arriba prácticamente el continente americano hasta la costa este de Estados Unidos, donde conoce a un personaje, cuya voz ha construido en 1868 una escritora de Nueva Inglaterra, sobre la base, si nos guiamos por su biografía, de ciertas experiencias personales, entre ellas, la guerra civil de su país y su propia relación con la escritura.
Sin hacer este viaje, el desplazamiento que implicó la lectura de este libro, no me habría animado, unos años después, a escribir al secretario de redacción de cierto diario porteño, cuyo suplemento cultural aparecía por entonces los días jueves, enviándole el que fue mi primer poema publicado y, en definitiva, la primera de toda la serie de publicaciones que me han llevado a estar sentada hoy aquí. Ni qué pensar que Louisa May Alcott pudiera alguna vez haber imaginado que la puerta del pasillo que dejó abierta entre sus páginas iba a echarme a andar como escritora. A mí, y sé que también a otras colegas de mi generación. Y pavada de pasillo me hizo atravesar, ya que me descubrió no solo la felicidad de escribir, sino también su costado más profesional; me permitió entrever que, a despecho de una perspectiva romántica de la figura del autor, la escritura implicaba y era un trabajo.
En este punto hago un alto para recordar de manera pertinente que los personajes se cocinan en la literatura “a la Mary Shelley”, esto es, son una especie de estofado hecho de partecitas de personas reales (gestos, frases, apariencias, etc.). Y precisamente la fórmula caníbal de esta receta es la que produce el sabroso efecto de identificación delectable que hace que los lectores se chupen los dedos mientras exclaman con sorpresa “¡A este personaje le pasa justo lo mismo que a mí!”. No quiero dejar de subrayar con birome roja esta parte de mi charla. No es un tema menor ni poco audaz decir que uno saca ideas, aprende de un personaje, y hasta llega a modificar su conocimiento de sí mismo y sus acciones en la vida real a causa de él. En mi caso particular, sencillamente el personaje de un libro me hizo ir más allá en dos sentidos: dentro de su propio eje témporo-espacial no solo recorrí, mirando por sus ojos críticos, la sociedad estadounidense de la época, sino que además, su contacto, me hizo desplazar, moverme, dentro de mi propio cronotopo hacia lo que sería el territorio/destino de mi futuro personal.
Llámenlo ustedes como quieran, cita de autoridad o un poco más de buena compañía, voy a arrimar a esta anécdota personal, una generalización que un escritor, que seguro también es conocido de unos cuantos entre los oyentes, evidentemente extrajo de su propia praxis de lectura y escritura:
Las novelas literarias nos convencen de que debemos tomarnos la vida en serio demostrando que tenemos poder para influir en los acontecimientos y que nuestras decisiones personales moldean nuestras vidas. (…) El arte de la novela (…) invita a la gente a examinar sus vidas, y lo logra mediante la presentación meticulosa de narraciones literarias elaboradas sobre decisiones, sensaciones y rasgos personales del individuo. (…) Cuando empezamos a leer novelas, sentimos que nuestro propio mundo y nuestras elecciones pueden ser tan importantes como acontecimientos históricos, guerras internacionales y decisiones de reyes (…) y que nuestras sensaciones y pensamientos tienen el potencial de ser mucho más interesantes que todos ellos, lo cual resulta aún más sorprendente. En mi juventud, mientras devoraba novelas, sentía una asombrosa sensación de libertad y confianza en mí mismo.
(Pamuk, Orhan. El novelista ingenuo y el sentimental. Barcelona, Mondadori, 2011, pp.51-52)
Y ahora paso rápidamente a referir el ejemplo más trivial al que antes aludí, que confirma, si se quiere, esta visión utilitaria de la literatura, que tiene que ver con mi biografía de madre y que nos va a hacer virar, de paso, para el lado de la LIJ. Lo digo rápido, por pudorosa: fue gracias a la lectura en compañía, sostenida e insistente de Federico se hizo pis de Graciela Montes que mis dos hijos dejaron los pañales. A ellos también la literatura los hizo moverse de su confortabilidad dependiente de bebés a su semi-independencia de niños. Benefcio directo para ellos y diríamos, y con risa y doble sentido, beneficio cola-teral para mí.
Entre esos dos ejemplos, de máxima y mínima, miles… Desde atravesar la turbulencia de un vuelo proveniente de San Luis, sostenida en el aire sacudido e inquietante, solo por el hilito de la voz narradora de la novela The shipping news (Atando cabos), de Annie Proulx. ¡Y eso que en esa novela las casas se mueven! hasta calmar los ardores del síndrome del paciente-impaciente, que se vuelven especialmente virulentos en las salas de espera de los médicos impuntuales, con las reflexiones refrescantes de la prosa dispersa del cuento Mil gotas de César Aira, para no ir más lejos. O sí, yendo más lejos: la literatura como un pasa-tiempos, tiempos de ocio, tiempos de descanso, también, tiempos de peligro y tiempos muertos. Tiempos que, leídos, forman, con algunos otros, para un lector, la vida entera.
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