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Bitácora
Negatividad mítica de Bahía Blanca
Por Ignacio Molina
Luego de cuatro días de actividades, el Filba Nacional 2012 se despidió con una lectura colectiva de textos escritos a partir de recorridos por diversos puntos de la ciudad de Bahía Blanca y de Ingeniero White.
Soy bahiense. Supongo que ese dato, además de mis dotes como escritor, fue determinante a la hora de ser invitado a este Festival. Nací en Bahía Blanca una mañana de agosto de 1976. En 1982, por ejemplo, vi cómo la ciudad se oscurecía contra la amenaza de los aviones ingleses durante la guerra de Malvinas. En 1985 vi una pintada en la entrada del club Palihue: “cuidado, asesinos y torturadores sueltos”. En 1989, en un partido de básquet de la categoría pre infantiles, perdí una pelota a cinco segundos del final y Emanuel Ginóbili metió el doble que hizo ganar al equipo contrario. En esos años, vi los murales de los poetas mateístas decorando las calles de la ciudad. En 1990, en una librería de la calle Alsina, compré mi primer libro. En marzo de 1992, hace justo veinte años, me fui a vivir a Buenos Aires. En 1997, en una fiesta de casamiento en un salón de Bahía, le pegué un sillazo en la cabeza a Alfredo Astiz. Y así podría seguir narrando hitos hasta completar un libro, una novela autobiográfica que ya no podrá titularse Bahía Blanca.
Bahía Blanca, para mí, no es un objeto de análisis o estudio. Es un lugar que se camina, que se respira, una ciudad tan diversa, tensionada, compleja y amplia como, supongo, cualquier otra ciudad del mundo. Conozco sus calles, sus barrios, sus plazas, las palabras que componen su pequeño diccionario local (carasucias, celoplín, masitas, cufa, chuplines, lejía, etc.), el olor del viento en las tardes secas de verano y el del aire frío en las madrugadas de invierno, la forma de hablar de sus habitantes, sus modismos, sus tonos, el fascinante “pero” que clausura sin clausurar ciertas frases.
Durante mis primeros años en Buenos Aires, cada vez que alguien mencionaba el sintagma Bahía Blanca sentía algo muy extraño, una sensación parecida a la que se tiene al escuchar el nombre de uno en público. Los nacidos y criados en las ciudades chicas o medianas tenemos un sentimiento de pertenencia especial para con nuestros lugares. A veces ese sentimiento se transforma en repulsión; otros, en empatía exagerada. De cualquier modo, es algo muy diferente a lo que deben sentir habitantes de metrópolis más grandes para con su propia ciudad.
Hace poco, un amigo porteño, al volver de unas vacaciones en Estados Unidos, me contó horrorizado: “allá, cuando se enteraban de que era de Buenos Aires, me decían cosas como: ´ah, Buenos Aires, sí, la conozco, la capital de Brasil...´”. Algo parecido a lo que habrá sentido él en ese momento siento yo cuando escucho afirmaciones como: “a Bahía Blanca, para evitar nombrarla, muchos le dicen Brigitte Bardot”. Jamás, en mis treinta y cinco años de bahiense, escuché que a Bahía Blanca alguien le dijera Brigitte Bardot. Pensando en que tal vez en mis dos décadas de exilio podría haberme desactualizado en el uso de algunos términos, le pregunto a la parte de mi familia que sigue en Bahía (a mi papá, a mi hermano, a mi sobrina): nadie, nunca, escuchó que alguien le dijera así a la ciudad.
Otras frases que suelen escucharse son del tipo: “Bahía Blanca es una ciudad híper conservadora” o “ahí no se puede conmemorar el 24 de marzo porque se pudre todo”. La imagen que deben tener, supongo, es la de miembros del ejército o infantes de marina caminando armados por las calles.
Como argumento a favor del mito de la ciudad híper fachista siempre se menciona la cercanía de la base de Puerto Belgrano y se habla de la presencia de la casi monopólica de La Nueva Provincia, de su participación activa en la dictadura cívico militar, de sus nefastas editoriales apologistas de los secuestros, las torturas y las desapariciones. Nada se dice, en cambio, de la riqueza política y cultural del estudiantado y la militancia de la década del setenta, de las historias particulares de los secuestrados y desaparecidos del campo de concentración La Escuelita ni de, más acá en el tiempo, por ejemplo, el gran caudal de votos obtenidos por el Frente trotskista de la Izquierda y los Trabajadores en las últimas elecciones, mayor, en proporción, que la de cualquier otro punto del país.
Otra cosa que solemos escuchar los bahienses cuando decimos que somos bahienses es: “ah, sí, yo conozco Bahía Blanca: pasé una vez en tren, a la noche, me pareció una ciudad muy oscura”. Claro, la imagen que tienen ellos de Bahía Blanca, y que la repiten como una sentencia inapelable, es la del pedazo de suelo de la estación delimitado por la ventanilla del tren.
Frases como esas, muchas veces carentes de todo sentido, son las que alimentan un mito, el mito de una ciudad gris, chata, fea, con rasgos autoritarios. A los alimentadores del mito, a los que no toman noción de la falta de proporción entre lo vastas y complejas que son las sociedades y lo pequeño y limitados que son nuestros puntos de vista y nuestras experiencias, dan ganas de preguntarles: ¿Qué conocés de Bahía? ¿Paseaste alguna vez por el Parque de Mayo? ¿Sabés qué es la Carrindanga? ¿Jugaste al básquet en la cancha de Velocidad y Resistencia? ¿Te metiste alguna vez en los pasillos de la Villa Miramar? ¿Escuchaste alguna vez el rugido de los motores de los midget? ¿Sabés dónde queda Millamapu? ¿Fuiste a respirar el aire del puerto? ¿Pasaste alguna noche en el barrio Noroeste? ¿Sabés dónde queda Villa Rosas? ¿Las respuestas son no? Entonces ¿cómo hacés para hablar con tanto presunto conocimiento de causa de algo que no conocés? Bahía Blanca es una ciudad compleja, rica y diversa, una ciudad mucho más amplia que las inmediaciones de la plaza Rivadavia y las fachadas de la Catedral, la Municipalidad y La Nueva Provincia.
Además de una ciudad, para muchos Bahía Blanca es, a partir de ahora, el título de una novela. Una novela de un gran escritor argentino, autor de libros notables como La pérdida de Laura y Dos veces junio, que, además de tomarse de la mitología de la ciudad para armar su trama, lo expande y lo amplifica agregándole un nuevo calificativo: “negatividad”. El título, el sintagma Bahía Blanca impreso en letras negras sobre el amarillo claro de la tapa del libro, me llama a los gritos, me interpela, se queda dando vueltas por mi cabeza, como cuando recién llegaba a Buenos Aires y sentía que cuando alguien mencionaba a la ciudad estaba refiriéndose a mí. De alguna manera, mis treinta y cinco años de bahiense y los casi ciento noventa años de una ciudad están ahí, apretados, encerrados, condensados en un título.
Yo soy tan bahiense que, cada vez que entro a un salón demasiado iluminado o a un departamento que tiene todas las luces prendidas, pienso en voz alta: “esto parece el Casanova”. El Osvaldo Casanova es el estadio del club Estudiantes, “la catedral del básquet argentino”. Un estadio Monumental en miniatura, sobre cuyo parquet suceden muchas de las cosas que más me gustan y apasionan de la ciudad.
En algún momento de Bahía Blanca, la novela, su protagonista es invitado por un amigo bahiense a ver un partido de básquet, el deporte emblema de la ciudad. Minutos antes de una presentación púbica de la novela, hace dos días en el marco de este mismo Festival, en el Museo de Arte Contemporáneo (un museo donde, dicho sea de paso, el Estado bahiense denuncia la complicidad de parte de la prensa y el establishment local con el genocidio de los setenta y ochenta), yo releo esas páginas: el narrador finalmente accede a ver un partido que enfrenta a Olimpo, el club local, con Atenas de Córdoba. Un partido inverosímil, imposible en el tiempo en que se sitúa la novela. Un partido que no se juega desde hace veinte años, desde la temporada 1991-1992 de la Liga Nacional de básquet, cuando Olimpo tuvo que abandonar la competencia por problemas económicos para nunca más volver.
Terminada la presentación de la novela, subimos con su autor a un coche que recorre las calles Sarmiento y Moreno para estacionar a tres cuadras del Osvaldo Casanova e ir a ver un partido de básquet de verdad: Estudiantes de Bahía contra Sionista de Paraná. Caminamos hasta la puerta del estadio, comemos una hamburguesa, charlamos, le cuento cosas sobre el equipo, el básquet y la ciudad; la pasamos bien.
En la cancha llena todo es, estéticamente, casi insuperable: los videos preliminares, el show, las fajas de Pepe Sánchez, los gritos, los aplausos, las volcadas de los extranjeros, los triples de Espil. La distancia que termina habiendo entre el partido de la ficción y el partido real (pienso desde mi humilde pero, al mismo tiempo, autorizada posición) es tan grande como la distancia que hay entre la Bahía Blanca mítica y la Bahía Blanca de verdad.
Por las pantallas gigantes, durante el entretiempo del partido, se pasa un video que repasa diferentes momentos épicos del básquet bahiense. El más antiguo, es el que muestra imágenes del histórico triunfo de la selección bahiense, hace más de cuarenta años, contra el seleccionado de Yugoslavia que venía de ser campeón del mundo. Al día siguiente, en su casa, mi papá me contará algo al respecto. Los partidos entre Bahía Blanca y Yugoslavia fueron dos: el que ganó Bahía de modo memorable y el que, a la noche siguiente, fue ganado más o menos holgadamente por Yugoslavia. Del segundo nadie habla, dice mi papá, nadie se acuerda de ese partido que perdimos, de lo único que se habla de la victoria inolvidable. Mirá vos, pienso con sorna para mí, otro hecho que confirma de manera incontrastable la negatividad de la ciudad.
La noche anterior, en cambio, los miles de bahienses que llenan las plateas y la tribunas del Osvaldo Casanova no piensan en esos términos. Y sobre el parquet, en cada tiro desde más allá de los 6,75, en cada festejo, en cada ovación recibida, en cada brazo alzado hacia el techo del estadio, Juan Alberto Espil, el poeta de los triples, parece elevar al cielo una sentencia inapelable:
A mí se me hace cuento que se negativizó Bahía Blanca:
la pienso tan positiva como el agua y el aire.