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Bitácora
Mil palabras de chocolate
Por Sebastián Fonseca
En este texto, Sebastián Fonseca comparte su propio mapa de Bariloche escrito a instancias del Festival.
Camino apurado hacia la fábrica de chocolates. Pienso, también, apurado.
Atolondrado sería una palabra más precisa, porque hay personas que pueden pensar rápido con claridad, pero ése no es mi caso. Lo mío es confusión constante que bajo presión se convierte en amenaza de marasmo.
Mil palabras.
Mil palabras acerca del chocolate.
¿Mil palabras de chocolate?
¿Cómo escribir mil palabras acerca del chocolate y que no empalaguen al lector?
Dejo de caminar, quisiera dar la vuelta y correr bien lejos de este compromiso al que ya estoy llegando tarde.
Quizá este pequeño retraso no sea involuntario, sino algún tipo de efecto residual de una autoestima baja o, más bien, un yo que puja por salir porque sabe que está dentro de otro que a su vez está contenido en otro que a su vez...
¡Pero qué ocurrente que soy! ¡Como voy a Mamuschka hablo de yoes dentro de yoes! ¡Muy bien! Voy muy bien así, derechito al infierno de los escritores.
Si es que hay un cielo, claro.
Si es que hay un cielo claro.
Las comas son muy importantes.
Bien, bien, es evidente que no estoy pensando con claridad, así que me dejo llevar por el automatismo de la responsabilidad asumida y camino otra vez, pero ahora más despacio, hacia mi destino auto provocado.
Auto provocado, sí, porque yo pretendí alguna vez que podía contar una historia, o tres, y levanté la mano.
Y me publicaron.
Y acá estoy, arrastrado por la marea de los acontecimientos a ser ese otro dentro de mí, ese otro que todavía no sé de qué material estará hecho. Quizá me falte un golpe de horno, pienso, cuando veo que estoy frente a la puerta de la fábrica.
Ya no hay vuelta atrás. Toco el timbre y me pregunto ¿y qué tal mil palabras acerca de este timbre?
Desde hace cinco minutos me están esperando mis compañeras de recorrido. Ellas son Larisa, de la fundación FILBA, y Vera Giaconi, una escritora a la que, como todavía no he leído, me avergüenza mirar a los ojos. Pido disculpas de una manera bastante torpe, tratando de ser simpático mirando al suelo, intentando caer bien con gestos ampulosos. Enseguida me arrepiento y, por miedo a que hayan tomado mi pedido de disculpas como un gesto de cinismo, me propongo quedarme callado durante todo el recorrido.
Matías es muy amable. Antes de empezar a recorrer las instalaciones nos invita a ponernos un guardapolvo, una gorra y a lavarnos las manos. Nos explica que, como todo ambiente controlado, el interior del establecimiento es muy sensible a cualquier partícula externa.
En un gran depósito, vemos bolsas de arpillera que contienen granos de cacao que vienen directamente de Perú, que una de las zonas en donde se produce el mejor cacao del mundo. Por un momento, creo que nos está haciendo una broma, ya que esas semillas del tamaño de una aceituna y de color rojizo no huelen a cacao, sino a vinagre. Pero no digo nada, simplemente sigo al grupo.
Entramos a un sector más cálido, que por las máquinas supongo que debe ser la sala de elaboración. El piso es cerámico blanco, una superficie perfectamente lisa. Y resbalosa. Y yo estoy, no sé por qué, con las zapatillas de trail, que como están hechas para correr por senderos de montaña tienen tapones duros, similares a los de los botines de fútbol, aunque más pequeños. Por lo que caminar ahí dentro es para mí lo mismo que hacerlo sobre el hielo. Voy con mucho cuidado, deslizando los pies con disimulo, soy un insecto grotesco que se desplaza en silencio sobre la tensión superficial de la realidad.
Un robot enorme aspira granos de cacao a través de un caño corrugado transparente para luego, con mucha suavidad, darles vueltas y vueltas mientras se van tostando. Una pantalla que muestra gráficos de control multivariable, luces de colores, interruptores y libretas con anotaciones resguardan los secretos de un delicado proceso que es la clave del gusto final del chocolate.
Para mostrarnos el resultado de esta primera etapa, Matías nos invita a presionar con los dedos un grano ya tostado y probar los pedacitos bajo la frágil cáscara. El sabor es intenso, ya es el del cacao. Así es como se consumía originalmente.
Al lado hay otra máquina incomprensible que se encarga de la primer molienda y el filtrado. Matías nos muestra que estas máquinas son varias y se van complementando para lograr un molido cada vez más fino, llegando a un punto tal en que el polvillo se transforma en una pasta. Una pasta que es ciento por ciento cacao y tiene un sabor profundo que obliga a la moderación. Por esto es que se le agrega azúcar, pienso, con una claridad mental sorpresiva. Enseguida probamos el cacao al setenta por ciento y sabe dulce. Pero aún más dulce se siente el que tiene un cincuenta por ciento de azúcar. Y éste mismo pero con leche, que es el gran invento suizo, es directamente irresistible.
En el sector de moldes y decoración, descubro que todavía no domino el arte del deslizamiento sobre superficies lisas, así que voy aferrándome a todo borde de mesa o máquina que encuentro a mi paso. Nos detenemos a contemplar bombones de formas increíbles. Con el permiso de Matías, me llevo uno a la boca y enseguida algo lejano, difuso pero familiar, se expande dentro de mi recuerdo gustativo. Algo se restablece en mi memoria sensorial, se trastoca la disposición de mi universo emotivo, esa quietud que trato de mantener desde hace años comienza a vibrar con la llegada vertiginosa, y fugaz, de algunas imágenes de mi infancia: las zapatillas marca Veloz, que en vez de cordones tenían velcro, los pantalones cortos, las rodillas sucias.
Ahora estamos frente a la mesa en donde decoran los huevos de pascua. Después de ver semejante despliegue de maestría artesanal, no sé cómo voy a hacer de aquí en adelante para animarme a romper uno de estos.
Después, probamos otros chocolates de diferentes formas y sabores, tantos que no recuerdo los detalles. Lo que sí me queda bien nítida es la sensación creciente de buen humor. Estoy tan contento que, dentro de mi cabeza, dejo de darle tantas vueltas a las cosas. Podría decir que ya no pienso, solo me dejo llevar por lo que vaya pasando. Así, cuando Matías me obsequia una bolsa con productos, yo me siento más liviano, incluso más ágil.
Miro hacia abajo y veo que estoy en pantalones cortos y llevo puestas las zapatillas Veloz, las mismas que (sin necesidad de comprobación) servían para correr más rápido que nadie. El sabor del chocolate me ha resquebrajado varias capas y salgo de ahí siendo aquel niño que nunca dejé de ser, el mismo que hoy me ha susurrado cada una de estas palabras.