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Londres

Rutas de autor

Londres

Por Philippe Sands

Las maneras de caminar la ciudad se vinculan con los modos de escribir sobre ella. Cuatro escritores nos invitan a conocer sus recorridos personales de las que consideran sus ciudades. 

En Londres, soy una criatura de hábitos, rutina y detalle.

Mi recorrido matinal no es difícil de describir. Me quedo en la cama más tiempo que mi mujer. Solía escuchar el programa Today en Radio 4, pero ya no soporto las mentiras de aquellos que se hacen pasar por nuestros líderes, o a los pusilánimes que les hacen preguntas. Pienso en Viktor Klemperer, que escribió sobre el lenguaje en los años ’30: “Decidí huir, esconderme en mi profesión, dar mis clases” (Lingua Tertii Imperii, 1947). No, eso ahora no sirve.

En algún momento dejaré mi habitación y me las arreglaré para bajar las escaleras, pasando por al lado del gran mapa antiguo del pequeño pueblo de Zolkiew, el que tiene la calle que va de este a oeste, con sus pasturas verdes interrumpidas por algún que otro sitio rojo de adoración. Piensa en Egon Schiele, me dice esta reliquia del Imperio Austrohúngaro. Tomo el molinillo de café y la vieja máquina Rancilio, ya calentada por Natalia, y cargo el café; lo remuevo, apisono y ajusto bien dentro de la máquina. Cada paso me da satisfacción. Si están bien hechos, producen una crema perfecta en 27 segundos; si no, hay que empezar otra vez. Me esperan los titulares del diario y las páginas de deportes.

Vuelvo por las escaleras con el café y la leche caliente, a mi estudio, pintado de un rojo profundo. Alguna vez fue ocupado por Hans Keller, el musicólogo; su esposa, la artista Mileine Cosman, lo capturó trabajando en nuestra habitación compartida, un cuadro que hoy cuelga en el espacio que representa. Despierto la computadora, reviso los mails, borro lo que no necesito, respondo los mensajes más sencillos, dejo a los otros para más tarde. Pueden ser cuestiones ligadas a la universidad, o algo que tenga que ver con mis tareas de abogado. Siempre hay algún mail que sorprende, y otro que irrita.

Entonces comienza el trabajo de verdad. Destino esta mañana a revisar los comentarios del corrector sobre mi nuevo libro, The Ratline, que también es una oportunidad para hacer algunos retoques finales. ¿Es Herta o Hertha? ¿Wächter o von Wächter? Me paso 30 minutos en la página 349 del manuscrito, la última -de hecho, en las últimas dos líneas-, tratando de que me salga bien. Cada tanto miro por la ventana hacia la hilera de casas blancas del otro lado, que se remontan al Siglo XIX, hogar de familias que recogían berro. En el medio hay un cartel con las palabras “Willow Cottage’s”, mal escrito, con el agregado de un apóstrofe feliz.

Cuando siento que logré hacer algo útil, salgo a correr. Eso pasa dos o tres veces por semana; ahora un poco más seguido, porque nuestro hijo, como regalo de cumpleaños, decidió anotarnos a los dos en una media maratón -algo que no hice nunca- de Marsella a Cassis, una ruta que asciende 300 metros en los primeros 10 kilómetros. 

Hampstead Heath, por donde corro, es un lugar con muchas colinas, que forma parte de mi vida desde que tengo memoria. Me resulta familiar, me hace sentir cómodo, porque suelo hacer siempre la misma ruta, pasando al lado de mis propios símbolos, muchas veces ligados a lo legal o lo literario.

Bajando por Christchurch Hill, cruzo por delante de la casa en la que un magistrado firmó la orden de arresto para el senador Pinochet, en la tarde del 16 de octubre de 1998. Fue acá donde tacharon los cargos de “genocidio” y “crímenes contra la humanidad” y los reemplazaron por el más simple “asesinato”, un cambio que generaría muchas dificultades.

Sigo por Willow Road y paso por la casa del número 2, preservada como patrimonio nacional. Fue diseñada por Ernö Goldfinger, que tuvo una disputa con el escritor Ian Fleming; este reaccionó inmortalizando al arquitecto: le puso su nombre a uno de los villanos con los que se enfrentó James Bond y a uno de sus libros.

A veces doblo hacia la derecha para subir por Downshire Hill, donde paso por una casa con una placa azul. Lea Miller, fotógrafa, y Roland Penrose, surrealista, vivieron acá, se dice. Supe, gracias a la biografía de Carolyn Burke, que Penrose se inclinaba por el bondage y nunca puedo dejar de preguntarme qué pasaría detrás de esas puertas.

Me pierdo estas ideas cuando, al llegar al final de Willow Road, doblo a la izquierda para cruzar East Heath Road y entrar al parque más o menos por el lugar en el que asesinaban al General Vladimir en la novela Smiley’s People de John Le Carré. El primer tramo es plano y me arrojo -uso la palabra con poca exactitud, lo sé- pasando las piletas de natación masculinas y luego subo por las primeras colinas en serio, hacia la cima conocida como Parliament Hill, con una vista estupenda de Londres.

Acá puede ser que me cruce con gente, muchas veces llevando un perro o a algún pariente mayor. Después es cuesta abajo, por una avenida bordeada de castaños, junto a una plaza de juegos y una pista de atletismo -en la que corría con mi escuela cuando era chico- y dando la vuelta a la pileta vieja. Acá puede ser que me encuentre con mi hermano Marc, la única persona con la que me animo a correr, porque sabemos hablar de cosas que son amables temprano a la mañana, como nuestros hijos o padres o la frustración o esperanza por nuestro amado equipo de fútbol, Arsenal. El siempre fue el más aventurero, se salía de los caminos probados y se metía en los bosques, donde el tiempo y el espacio parecen pasar más rápido, mientras te preocupas por las raíces y otros peligros. Y entonces salimos del bosque y entramos en la gloriosa Kenwood, con una vista que no te permite imaginar que estás en el corazón de una de las ciudades más grandes del mundo.

Es un lugar para pensar e imaginar, con la cabeza y la vista despejadas, el ritmo del corazón firme y regular. Acá es donde tomo decisiones: qué hacer o decir o escribir en las horas que tengo por delante. Parece que lo hago en voz alta, hablando conmigo mismo, practicando lo que va a hacerse público en la página o en un evento o en la corte.

De vuelta en casa, si no debo ir a mi minúsculo pero acogedor cuartito en la universidad, en Bloomsbury, o a mis oficinas de abogado en el Gray’s Inn, un edificio que solía ser un destacamento policial, regreso a mi escritorio. Puedo mirar por la ventana, disfrutar del apóstrofe, admirar la pared que se ve detrás de la computadora, prometerme que voy a hacer orden y saber que no lo haré. 

Comienzo a tipear. “En Londres, soy una persona de hábitos, rutina y detalle”.

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