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Lecturas iniciáticas

Cruce epistolar

Lecturas iniciáticas

Por Daniel Mella y Mauro Libertella

Durante las semanas previas al festival, dos autores que no se conocen intercambian cartas y conversan a cada lado del río sobre cómo fueron sus lecturas fundamentales. 

Carta de Mauro Libertella a Daniel Mella

Daniel, empiezo a escribir esto un domingo a la tarde y trato de imaginar o de evocar esa Montevideo hermosa y silenciosa, una ciudad perfectamente detenida en donde supongo que vas a recibir este mail. Como sé que te pasó a vos, desde que apareció la idea de esta correspondencia y con ella el tema de “los libros iniciáticos”, empecé no solo a recordar sino directamente a ver esos libros; objetos que ya no guardo pero que puedo reconstruir con increíble precisión, con esa memoria material con la que sobreviven las cosas que en un momento fueron verdaderamente importantes. Pienso en las ediciones de tapa amarilla de la colección infantil de Alfaguara, por caso, que no solo fueron fundacionales por lo que contaban sino que me hicieron inferir por primera vez la idea de una colección editorial: esa especie de confianza absoluta en un sello. Alrededor de esos libros, de hecho, podría erigir mi propio mito de fundación.

Mi madre trabajaba en aquellos años, cuando yo tendría ocho o nueve, como lectora de Alfaguara, evaluando originales. Cada uno o dos meses tenía que pasarse por la editorial, que era entonces un enorme galpón por la zona de Pompeya, y yo la acompañaba. Cuando llegábamos, lo primero que hacíamos era ir a saludar al editor de la colección infantil, que era amigo suyo. Nos sentábamos frente a él, escritorio de por medio, ventanas amplias a sus espaldas, papeles y libros por todos lados, y me preguntaba qué me habían parecido los libros que me había dado hace un mes para que leyera. Esa instancia de crítica literaria feroz me ponía bastante nervioso, yo me sentía meticulosamente observado, esa misma sensación claustrofóbica que después tuve durante los exámenes orales de la universidad. Yo consumía especialmente una serie de libros alemanes sobre un vampiro adolescente, una literatura medio gótica y barroca en la que hoy no me reconozco. Pero también me había llevado, en una de esas visitas, los libros de los franceses Sempé y Goscinny, El pequeño Nicolás. El editor me preguntó entonces una de aquellas tardes por mis impresiones de los últimos libros que me había pasado, y le dije que la saga del Pequeño Nicolás me parecía genial, lo mejor de todo. “Ah, qué curioso, porque es para chicos mucho mas chicos que vos”, me dijo, de modo lapidario. Fue terrible. Si quisiera exagerar, podría decir que ese día perdí por primera vez la inocencia de lector. Pero no quiero exagerar.

Por lo demás, trato de pensar ahora, un poco en voz alta, si los libros realmente iniciáticos son esos, los primeros que recordamos, o si cuando hablamos de libros iniciáticos tendríamos que pensar, en realidad, en nuestras primeras lecturas “adultas”, en mi caso en Salinger, en Kerouac, en Cortázar y en todos los grandes mitificadores de la juventud. Me arriesgaría a decir, incluso, que lo puramente iniciático es eso que nos modifica el modo de leer, y que es como un terremoto que sacude el suelo unas pocas veces en la vida. Quiero decir: ese día en el que descubrimos de verdad a Borges, por ejemplo, y nos damos cuenta inmediatamente de que ya las cosas no van a volver a ser iguales. Son esos momentos de nuestro propio relato en los que llegamos al punto exacto de la página en la que el héroe ya no es tan inocente como lo fue en el pasado.

Te mando un abrazo, y disculpá si esto sonó algo melancólico. Es domingo, como bien comprenderás. 

Quiero saber de tu propio relato de origen.

Mauro

Carta de Daniel Mella a Mauro Libertella

Mauro, empiezo a responderte un lunes a la tarde desde Parque del Plata, un balneario cuyos amos nocturnos son los perros. No está lejos de Montevideo ni de lo que imaginaste: se trata de un lugar hermoso, detenido y silencioso si son silenciosos el ladrido, los pájaros, el viento y la ocasional moto adolescente de caño recortado. Por otra parte, Buenos Aires ha sido el destino de mis cartas más emocionadas, escritas para Inés P., mi primer amor, cuando yo tenía dieciséis y ella quince, así que celebro la ocasión de poder nuevamente hilar palabras en esa dirección, que hoy es la tuya, para hablar nada menos que de los libros que marcaron el fin de ciertas inocencias, como decías en tu carta bien a lo último.

El lobo feroz y los tres chanchitos encabeza mi lista. Mi hermana Mariana, año y medio mayor que yo, me lo leía en el living de casa. Yo tenía cuatro años y le pedía que lo leyera una y otra vez y ella, santa, accedía. Si bien no retengo ninguna de las ilustraciones al detalle sí puedo ver el remolino de colores en la página.

También recuerdo la sensación macabra que me causaba la boca abierta y babeante del lobo y el efecto vagamente erótico que tenían las ancas rubicundas de los cerdos. Ese es mi origen como lector, aunque en realidad no sea otra cosa que el origen de un mito. Se supone que una de esas tardes Mariana hizo una pausa en la lectura y yo seguí de largo. La conmoción fue increíble. Mari salió corriendo y trajo a mis padres. Me pidieron que les leyera y yo iba dando vuelta las páginas y no fallaba, pero no porque hubiese aprendido las letras sino porque ya me sabía el cuento de memoria. Este detalle, aunque obvio, parece habérseles pasado por alto, y hasta el día de hoy mis padres y mi hermana repiten, para quien esté interesado en leyendas, que aprendí a leer por ósmosis a los cuatro. Si lo dicen en mi presencia no me ocupo en desmentirlo. ¿Por qué habría de hacerlo? Me hace ver genial y por momentos juro que hasta me lo he creído, especialmente durante la adolescencia, cuando intenté repetir el procedimiento con el piano. Mi hermana estudiaba para el conservatorio y yo pasaba horas a su lado mirándole los dedos.
Me vienen mil libros ahora. Me viene, inevitablemente, El libro de Mormón. Crecí en una familia mormona y durante un buen tiempo ese libro fue, como lo es para todo mormón, el mejor libro sobre la faz de la tierra. Es extraño, es vertiginoso creer que hay un libro supremo, donde reside la verdad. Un libro que vale más que todo lo que escribieron Shakespeare y Dante y Cervantes y todos los escritores juntos y lo tenés en tu mesita de luz. Hubo una época, a los once o doce, en que lo llevaba a todas partes en la mano izquierda, que es la que hunde sus raíces en el corazón, pero esa ya es otra historia.

Tuvo que venir Cien años de soledad, en mi cumpleaños número quince, para romper ese hechizo y abrirme de una vez por todas a la literatura universal. Yo empezaba a desgajarme de la iglesia y esa novela pagana me dio terrible mano. Fue el primer libro que me la puso dura. Lo leí en una hamaca paraguaya en La Paloma, donde estábamos veraneando, y lo leía y volvía a leer maravillado por la novedad que era hacerse la paja al compás de los efluvios de la palabra impresa.

Y todo bien con la melancolía. Digo, hasta cierto punto. Es melancólico recordar y es melancólico hacer listas, pero más melancólicos son los domingos, razón por la cual me libré de ellos hace algunos años. El secreto es simple aunque no necesariamente fácil de lograr: no trabajes los lunes.

Seguime contando de los libros que te cambiaron la vida o la mirada.

Abrazo grande,

Daniel

Carta de Mauro Libertella a Daniel Mella

Daniel, dejé pasar un par de semanas para contestar tu correo en parte por pereza, es cierto, debo admitirlo, pero también por una razón mucho más romántica: para emular, aunque fuera de modo ficticio y espectral, la vieja temporalidad de la correspondencia del siglo XX. Porque finalmente estamos hablando del siglo XX, ¿no? Siempre me gustó, con la idealización con la que revestimos esas cosas que no llegamos a vivir, el efecto del tiempo en las cartas manuscritas, sobre todo esas cartas que tenían que cruzar el océano en un barco lento y trabajoso y que, cuando llegaban al destinatario, semanas e incluso meses después, el tipo que las escribió y el tipo que las recibió ya eran otros. En cierto modo esas cartas tenían que incurrir en una especie de futurismo: adelantarse a ese tiempo muerto del servicio postal y contar lo que todavía no ha sucedido. Pero basta; hoy no es domingo, así que no puedo arrancar ya, tan rápido, con la nostalgia de otro siglos.

Pensaba en esa imagen que me contabas de tu hermana leyéndote a tus cuatro años, o la misma escena años después pero frente a un piano, con vos tratando de aprender todo de golpe, como por efecto relámpago, y me preguntaba si en toda escena de iniciación no está siempre esa voluntad un poco demencial por absorber la mayor cantidad de información en el menor tiempo posible. En todos esos momentos en los que descubrimos algo nuevo y que intuimos que puede llegar a ser definitivo, sentimos que hay un mapa muy enorme por desplegar y queremos allanarlo ya. Vos elegí: debut sexual, iniciación con la música, el descubrimiento de la amistad, del dolor, de la traición, de la familia, de la muerte, del amor. Tratá de acordarte del contexto en que te iniciaste en cada una de esas…¿cómo llamarlas?…grandes zonas de sentido. A veces pienso que me acuerdo de esas escenas con una claridad casi enfermiza, hasta en sus mas mínimos detalles, y que luego no me acuerdo de nada mas. Estas recortadas y protegidas en mi pequeño panteón portátil. Y eso me hace concluir, de un modo casi filosófico, que así funciona la memoria: como un reservorio de momentos-bisagra que quiebran nuestra relato en dos, que lo parten. Yo siento a veces que esa va a ser mi prisión, y que estoy condenado a narrar una y otra vez esos momentos-quiebre, como si con palabras pudiera terminar de clausurar esa experiencia abrumadora que en su momento no pude entender del todo. No me quejo: no es la peor de las cárceles para pasarse una larga temporada…

Bueno, finalmente me empantané en estos devaneos seudoteóricos y no te conté ninguna anécdota, que es siempre mas divertido y más visual. Así que te paso la antorcha a vos, por si te dan ganas de contar cualquiera de estas iniciaciones que enumeré o cualquier otra cosa.

Abrazo de este corresponsal que fantasea que está del otro lado del océano, a semanas de distancia.

M.

Carta de Daniel Mella a Mauro Libertella

Mauro, tu última carta me produjo un efecto de belleza por el que te estoy agradecido, y luego quedé con una sensación agridulce. Porque, como decís en la primera línea, estos son más bien correos, breves en primer lugar por imposición del FILBA (vamos a leer en público en plena era de déficit atencional), pero también porque los correos electrónicos deben ser, casi por ley, breves o brevísimos, al punto de que cuando uno se explaya demasiado siempre acaba pidiendo disculpas.

Honrando a ese espíritu que invocaste -el del siglo XX y por qué no el de siglos anteriores-, situándonos a océanos de distancia, es que no voy a hacer caso ahora de las restricciones y voy a escribir largo, como se hacía antes, con la conciencia de que el volumen de páginas era indispensable para mitigar la cantidad de vacío que se abría entre los corresponsales, cartas tan largas que uno necesariamente debía releerlas para acordarse de lo que decían.

Me venía preparando, en las semanas que duró tu silencio, para escribir exclusivamente sobre los libros y los autores que me enseñaron a leer y a escribir, pero me pusiste a pensar en la música y en el amor, en el sexo y en la amistad, y de pronto me vi debutando en un prostíbulo en el sur de Chile con una prostituta flaca y sin dientes en un cuartucho de madera, tan oscuro que no se podía ver nada. Tanto era lo que no se podía ver que tengo la sensación de haber sido víctima de un engaño. Ella me manipulaba la erección tratando de encajársela y sospecho que al final nunca lo hizo, al menos no recuerdo la sensación de estar entrando en ninguna angostura novedosa del cuerpo humano. Tiendo a creer que lo que hizo la mujer fue simular una vagina con su mano, que dejó abajo, entre sus piernas hasta el final, y que le acabé en el puño, porque se reía continuamente como de un chiste.

Pero afortunadamente la iniciación no coincide necesariamente con la primera ocasión en la que parece que hiciéramos algo. A veces uno es iniciado luego de años de práctica, luego de mil ensayos, y es solo a la mil y una vez que uno puede decir que finalmente, extrañamente ha tenido acceso al asunto verdadero, como por vez primera. Eso fue lo que sucedió cuando a mis veintinueve años, luego de más de una década de coger intentando evitar a toda costa un embarazo, me encontré haciendo el amor abierto a tener un hijo, enamorado como un animal de la mujer con la que me mezclaba, deseando que el niño -en este caso una niña-, naciera con sus ojos.

También recordé, a raíz de tu carta, la primera vez que vi un árbol después de haber visto mil. Fue la primera vez porque el árbol ahora me devolvía la mirada y me decía: ¿viste que soy infinitamente más de lo que jamás imaginaste? Y volví a acordarme de Inés P. y lo que supe con ella. Que el corazón es el órgano con que nos abrimos a los otros y que el amor se le ríe a la muerte en la cara y que entra danzando a cualquier infierno. Con Inés en particular tuve la sensación, mientras todo ocurría, que algún día iba a tener que contar esa historia. Lo intenté y nunca pude, pero la sensación es esa a que vos aludías: hay experiencias que solo parece que se fueran a completar cuando las contemos. Algunas, supongo que felizmente, se escapan, se resisten a la palabra concreta. Quizás sean esas las que acaban informando invisiblemente nuestra literatura, acaban proveyendo el pulso para todo lo que alguna vez sí escribiremos.

Avisé que me iba a ir al carajo sin pedir perdón, como si no hubiese otra cosa que vos y yo y tuviéramos todo el tiempo del mundo y ahí voy, con una anécdota de las que me pediste. Se trata de una iniciación negativa, por así decirlo, pero viene al caso: hay libros y escritores famosos. No sé si es lo suficientemente visual, pero ojalá que te resulte divertida:

Por los años en que comenzaba a escribir “seriamente” tuve una novia que me comparaba con el Paul Auster de la foto que salía en las primeras ediciones de Anagrama. La foto está tomada de arriba, Auster lleva una campera negra de cuero, con cierre. Ella decía que por más que sus ojos eran marcadamente libaneses había algo en la mirada que compartíamos, además de las entradas en el pelo y la forma de la mandíbula, y que cuando yo tuviera esa edad me le iba a parecer mucho, éramos el tipo de hombres que envejecían bien. Yo lo tomaba por lo que era, un piropo, pero también es cierto que siempre había sentido una afinidad especial con Paul Auster. Comenzando por la sublime La invención de la soledad, yo leía todo lo suyo. Sabía de lo que estaba hablando. Sus historias eran como las de mis abuelos, mis padres y mis tíos: llenas de casualidades extravagantes. Historias que venían a decir que a la naturaleza le gustaban la simetría y el absurdo, que los mecanismos del mundo eran misteriosos, que había algo así como milagros y le ocurrían hasta al más miserable de los hombres, que dejaba de ser miserable por su causa. Eso o que la vida era una fábula contada por un autista que no sabía más de diez palabras y las repetía y rimaba irresistiblemente, sin ton ni son.

La vida de Auster estaba marcada por la música del azar desde su más tierna infancia, desde que un compañerito de los boy scouts, que iba un lugar adelante suyo en la fila, a menos de un brazo de distancia, perdiera la vida al ser fulminado por un rayo. Auster vivía embelesado y atormentado por eso. Su vida era como una de sus novelas y en imitación de sus personajes Auster no conseguía ver en aquellas circunstancias más que una ilusión de significado. Las casualidades que lo asolaban lo hacían dudar de la naturaleza de la realidad y el mundo se transformaba en un bosque de símbolos triviales -imposibles de leer, pura forma-, empecinados en apuntar a otra cosa al tiempo que se mantenían opacos como jeroglíficos. Sus personajes caminaban todo el tiempo y se perdían continuamente. Caminaban de acá para allá huyendo de algo y en busca de alguna otra cosa y perdiéndose al ritmo de un mambo endemoniado, que se ofrecía como una especie de hechizo muy antiguo y que no podías comprender porque te incluía como a una sílaba más del conjuro o porque lo habías olvidado. Yo sabía, también, lo que era caminar.

Lo que más hice, durante mis veintes, fue caminar. Caminar y escribir. Caminar y ver conciertos. Caminar y fumar. Caminar y leer. Caminar y coger. Caminar al trabajo. Siempre caminar. Tenía la costumbre de pegar tres gramos los viernes de noche a la salida del trabajo. Empezaba a tomar en casa y aprovechaba el primer par de horas para escribir y mirar tele, luego iba caminando de mi casa a La Botavara, de La Botavara a Ku, de Ku a Zorba y la vuelta, si no estaba detonado, la hacía por la playa. Era el único momento de la semana en que podía estar lejos de mi escritorio. La Botavara quedaba a diez cuadras de casa, Ku quedaba a quince de La Botavara, y de Ku a Zorba había casi cinco kilómetros. Si estaba demasiado duro o demasiado compenetrado con mis pensamientos no entraba a los boliches. Me quedaba un rato haciendo puerta y prefería caminar solo, escuchando música por los audífonos del discman. Mi mente se relajaba especialmente en esas ocasiones y no pensaba, como el resto del tiempo, en lo que estaba escribiendo ni sentía necesidad de estar trabajando contra reloj.

En 1998 publiqué Derretimiento, mi segundo libro pero que en cierto sentido fue mi primero: el que comenzó a construirme como escritor en los ojos de los demás. La novela fue elogiada, publicada en España, me ganó una invitación todo pago a Madrid. Promediando el año, quiso el misterio que se desatara un escándalo que involucraba a Daniel Auster, hijo del escritor. Daniel era drogadicto, le había robado tres mil dólares a su dealer y había estado presente en el apartamento cuando el dealer había sido descuartizado. Su participación en el asesinato no pudo probarse. Sólo se pudo establecer que estaba ahí en el momento de los hechos. Había nacido en el ’78, dos años después de mí, pero Paul Auster había nacido en el ’47, dos años después de mi padre, así que la diferencia de edad entre padres e hijos era la misma. Paul Auster se convirtió, de la noche a la mañana, en la última de mis figuras paternas platónicas, linaje que había pasado por Harry el Sucio y Leonardo Favio. Daniel Auster no podía ser su verdadero hijo. Para serlo tendría que haber podido evitar estar en la escena de un descuartizamiento. Tendría que haber sido capaz de entrar en esas tinieblas del alma de otro modo, escribiendo un libro por ejemplo, una novelita corta y furibunda, pero para eso tendría que haber tenido más huevos y nacido sudamericano. En un arranque de vanidad o de locura o de no sé qué, le escribí a Paul Auster. Le escribí en inglés contándole sobre esto que nos unía: el año en que yo publicaba un libro sobre un asesino su hijo se veía envuelto en un asesinato. Le expliqué mi intuición de que yo era su hijo espiritual. Creía que con ello podría aliviarlo un poco del peso que debía de sentir por los actos de Daniel Auster, que era poco más que un impostor, un hijo de su carne, un mero depositario de su adn. Luego hice una copia de la carta y mandé un sobre a la dirección de Anagrama y otro a Simon & Schuster, su editorial norteamericana.

Paul Auster nunca me respondió. Puede que mis cartas no le hayan llegado. El hecho es que mi respeto por él empezó a menguar cuando poco después sacó Tombuctú (¡una novela sobre un perro!) el mismo año en que salió Noviembre, mi último esfuerzo narrativo en mucho tiempo. Además de Tombuctú aparecerían, en un lapso brevísimo, un libro autobiográfico que contenía una novela de detectives inédita y un juego de cartas que Auster había diseñado en sus años de buscavidas, un libro de poemas y ensayos sobre artistas judíos, un recopilación de cuentos (180) escritos por gente común de un taller que el tipo coordinaba titulado Yo pensaba que mi padre era Dios y el guión de Lulu on the Bridge. De repente todo estaba inundado de Paul Auster y ninguno de esos libros estaba realmente bueno. Ninguno parecía realmente necesario. Impresionaba más como una estrategia editorial para convertir su nombre en una marca o para generar una inercia que acabara depositándolo a las puertas de un Nobel. Su presencia en los medios también era extraordinaria y en una entrevista que diera para el Paris Review me desayuné que Auster no podía dejar pasar un día sin escribir. Se sentía mal cuando no escribía, la vida para él no tenía sabor si no estaba embarcado en algún proyecto de escritura, y ese breve comentario, que podría haber pasado desapercibido entre sus ideas sobre el expresionismo alemán, Philip Roth y el final de la novela, los entretelones de la filmación de Blue in the face y una larga diatriba sobre crecer y jugar al béisbol en Nueva Jersey, me deprimió sobremanera. Yo conocía esa ansiedad. Iba asociada a la sospecha de que nada de lo que había escrito hasta el momento era lo suficientemente bueno, al menos no si lo comparaba con lo que habría de escribir en el futuro. Me parecía una noción justificada -yo era muy joven y no llevaba mucho tiempo en el oficio. Pero más que nada tenía que ver con la certeza, que me asaltaba cada vez más seguido, de que sin la escritura no era nadie.

Si me sacaban la escritura, lo que quedaba de mí no me gustaba demasiado. Aunque lo disfrutaba enormemente –escribo desde que tengo memoria- lo vivía cada vez con mayor angustia. Antes escribía cuando me acordaba. Me venían ganas, conseguía un cuaderno, escribía, lo guardaba en un cajón. Ahora era lo único mío que tenía algún valor, y me urgía escribir todo el tiempo. No podía aceptar la idea de que esta manía resultara de algo tan repugnante como un problema de autoestima. El hecho es que los días que escribía algo bueno estaba feliz conmigo mismo, me sentía participando de algo superior a las tareas mundanas del resto de los mortales, pero con más frecuencia ocurría todo lo contrario y los días eran un infierno. Pasaba horas sentado frente a la máquina, y aunque lo que iba saliendo fuese una mierda, perseveraba con el convencimiento, siempre extenuante de sostener y nunca muy duradero, de que al menos estaba dedicando mi tiempo a perfeccionarme en algo sublime, algo que me haría crecer en formas inauditas. Me cazaba a veces con la tensión en la sienes, la sensación torturante de placer clandestino y el mismo rostro desencajado y anhelante de un adolescente dedicado al consuelo sistemático.

Por diez años dejé de escribir. Seguramente esté haciendo literatura al decir que lo que desencadenó mi deseo de tomarme unas vacaciones de la escritura fue esa pequeña confesión de Paul Auster, pero con todo este éxito minúsculo que yo estaba experimentando descubrí que yo también, de la noche a la mañana, me había puesto a pensar, en contra de mis principios fundamentales, en términos de carrera. No había que hacer carrera. Eso era lo primero. Escribir sin jamás, por ningún motivo, caer en la trampa de hacer carrera. Hacer carrera era escribir por más que no hubiese nada quemándote las tripas. Era publicar por publicar, presentarse a concursos, concurrir a eventos como éste, hacer lobby, preocuparse por lo que ocurría con tu libro una vez publicado, quejarse de lo que decía la prensa o de que nadie se hubiese dignado a reseñarlo, pensar en términos acumulativos, en términos de obra, de méritos, y era pensar siempre en el próximo libro, que no es otra cosa que pensar continuamente en la nada: la nada a la que Auster se enfrentaba cada segundo que pasaba lejos de la máquina de escribir, la que se va tragar a las galaxias allá al final de todo. Hacer carrera era tener esa nada siempre presente y escribir en su contra como si fuese cosa de héroes sin dejar de pensar al mismo tiempo, desquiciadamente, en la huella que ibas a dejar, en la posteridad. Lo que quiero decir es que esa entrevista ayudó a abrir mis ojos al hecho de que los problemas a los que me enfrentaba podían llegar a perpetuarse sin solución, desastrosamente, toda una vida -Auster pasaba de los cincuenta, había sido claramente tocado por las musas y los dioses de la fortuna y aún así vivía en un estado de insatisfacción permanente-, y me pareció que todavía estaba a tiempo para evaluar en qué mierda me estaba metiendo.

Espero que esta carta te encuentre bien, rodeado por las señales de la primavera

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