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Las primeras siete cuadras

Bitácora

Las primeras siete cuadras

Por Carlos María Domínguez

Luego de cuatro días de actividades, el Festival se despidió con una lectura colectiva de textos escritos a partir de recorridos por diversos puntos de la ciudad de Santa Fe.

Las primeras siete cuadras

Roberto Maurer saca del bolsillo un atado de cigarrillos negros con una marca que me recuerda a mi juventud, y mientras avanzamos por las veredas de Santa Fe me cuenta de un viejo cenicero que vio una vez, con el dibujo de un toro a punto de embestir un monolito con el nombre “Monopolio” y la marca “Particulares”. Enseguida nos cruza un hombre que intenta saludarlo, se da cuenta de que va ocupado y sigue de largo con una sonrisa.
Es difícil conversar en las veredas de la ciudad, demasiado estrechas. A un lado avanza Patricia Suárez y detrás Kazunori, el amigo japonés que prepara su tesis de doctorado en la universidad de Tokio sobre la obra de Felisberto Hernández, Juan Carlos Onetti y Juan José Saer. “¿Fuiste amigo de Saer desde la infancia?”, le pregunto a Roberto. “No —me dice—, nos presentó un amigo común cuando teníamos alrededor de veinte años y desde entonces anduvimos juntos”. Por la ciudad y por las 21 cuadras de las páginas de Glosa, porque Roberto es “Leto” en la novela, conversa con el Matemático sobre una reunión a la que no asistieron, y Saer le inventa una muerte acorralado por la policía. Beatriz Sarlo interpretó que Leto era montonero, porque mordió la pastilla de cianuro que utilizaban los cuadros de la organización en situaciones desesperadas, y otros críticos entendieron que Leto estaba en el ERP. “Pero decirme, ¿vos dónde militabas?”, aprovecho a preguntarle. “En el Movimiento de Liberación Nacional de Ismael Viñas, en el Malena, ¿recordás?”. Entonces Roberto cuenta que militó hasta el 68, y que Juani y otros amigos no lo acompañaban en esa aventura. Saer había tenido un paso fugaz por el Partido Comunista, todos eran simpatizantes de izquierda, pero huían de las acostumbradas manipulaciones que hacían los dirigentes políticos de los intelectuales.

Subimos a un colectivo que nos lleva a Colastiné y durante el trayecto Roberto habla de personas que debemos imaginar en “el asiento de los bobos”, los últimos del colectivo que nos lleva a los tumbos y sacudidas en un estado de suspendida distracción porque ahora Roberto cuenta que Mario Medina y la madre tenían en Colastiné un salón comedor, un cabaret y un motel al que solía llegar Juan L. Ortiz a conversar con Mario, Saer, Hugo Gola, Roberto y otros amigos, hasta muy avanzada la madrugada. Se turnaban para dormir, porque Ortiz conversaba largamente y su voz era una vela encendida que merecía cuidarse. La madre se ocupaba del cabaret y Mario del motelito, donde guardaba los sobrantes de una librería que había fundido. Un tipo culto y alocado, que estuvo internado en un psiquiátrico y con mayor frecuencia de la necesaria iba a parar a los calabozos de las comisarías, una vez por tirarse a tomar sol en la playa vestido con medias y zapatos, de traje y corbata.

El colectivo avanza por una ruta cargada de tránsito de camiones y por el paisaje anodino de las edificaciones que crecen al costado de las rutas cuando una zona progresa entre bolsas de cemento, grúas, aberturas de aluminio y montañas de pedregullo. De pronto Roberto se alarma porque ya estamos en Colastiné y nos hemos distraído. Quiere mostrarnos el motel de Mario y la casa donde vivió Saer con su primera mujer, antes de irse a París con una beca, en 1968. Entonces Roberto baja y fatalmente se pierde.

*

Las segundas siete cuadras

Durante el largo rato en que lo seguimos entre cunetas, veredas de cemento roto y bolsas de portland, comprendo que también debemos imaginar bajo el sol impiadoso, la tranquilidad del paraje que eligió Saer para vivir, cerca del motel de Mario y alentado por algo que les repetía Juan L. Ortiz: cualquier lugar del mundo es el mundo. Si es tu mundo, mucho mejor, corrige Roberto, desentendido de las cuadras por las que avanzamos y regresamos, sin dar con la casa ni con el motel, que se vuelven cada vez más innecesarios porque estamos hablando de Medina y de los asados de los domingos con las chicas del cabaret, y puedo sentir el fresco de la parra. Roberto es un gran narrador oral, cuenta que Medina tuvo un lío con una menor que se llevó a vivir a una pieza, fue en cana y los amigos lo dejaron finalmente caer y perderse. Lo dice con un resto de culpa que compartió con Saer a lo largo de los años. “No hicimos nada. Debimos intentar recuperarlo”.

Saer no hablaba de lo que escribía con sus amigos. “No sé cuándo escribía — dice Roberto—, pero sé que cuando venía a casa y nos íbamos al centro, prefería tomar el colectivo que pasaba por las barriadas en vez del que se pegaba a la costa, mucho más vistoso, y que el tipo registraba en silencio lo que le importaba. Cuando lo conocí trabajaba con el padre en la distribuidora mayorista de telas, pero se llevaba mal con el padre. El negocio estaba en la planta baja, arriba había tres o cuatro dormitorios y más arriba la terraza y una piecita donde Juani tenía su biblioteca y dormía. No abandonaba ese refugio ni con cuarenta grados de calor. Después trabajó en el Instituto de Cine de Santa Fe, donde daba clases de Historia del Cine”. “¿Era muy cinéfilo, había estudiado?”, le pregunto. “Era cinéfilo más o menos como todos —dice Roberto mientras intenta descubrir dónde putas estamos parados—, entonces había en Santas Fe cuatro cineclub, pero estudiar, no. Yo que sé qué les decía, lo que sé es que los alumnos quedaban contentos. A él no le gustaba trabajar. Lo único que le importaba de verdad era la literatura. Trabajó dos años en el diario El Litoral. El personaje de Tomatis es él, no cabe duda, lo pinta a Juani en aquellos años.

Al cabo de dar muchas vueltas en busca de una carpintería metálica que debía guiarnos, Roberto descubre al otro lado de la ruta los restos del motel, dos ventanitas sucias y un viejo portón al lado de un comercio nuevo y todavía en obra. No hay nada que mirar, ya estuvimos ahí, y ahora nos encaminamos por una calle transversal sombreada de pinos, álamos y casuarinas, que nos lleva por casas de fin de semana hacia lo de Beceiro, que es nuestra última esperanza porque nuestro Virgilio se siente traicionado por el progreso de la zona. Sale al portón Marilyn Contardi y dueña de ese femenino apego a la materia del mundo nos guía con facilidad a la casa de Saer, con un frente recto y desangelado. Pero entramos por el portón de la carpintería de al lado, cuyo terreno era el de Saer, y vemos la palmera inmensa donde una vez le tomaron una foto, el fondo y la casa integrada. Otra vez hay que imaginar un quincho y un parrillero donde ahora hay una piscina. El lugar no importa, ya lo sé. No es con los ojos, es con la imaginación la única forma de mirar el sitio que dejó una literatura. Pero el muchacho de la carpintería le pregunta a Marilyn si es verdad que en la casa hubo guerrilleros, y cuenta que luego de comprarla su padre descubrió una cámara hueca de un metro cuadrado bajo el piso cerámico y por temor a lo que podía encontrar nunca se animó a romper el piso y ver lo que había. El cuento trae historias de la dictadura. Asegura el muchacho que en el frente había huellas de balazos, y Marilyn da fe de que vivió ahí hasta el 74, también su madre, y al menos hasta entonces no hubo guerrilleros. Pero che, me digo, ¿no habrá ahí más inéditos?

Entonces Patricia Suárez nos deja.

*
Las terceras siete cuadras

Mientras buscamos un lugar para comer, Roberto cuenta que en la casa lindera, del otro lado, vive la mujer que trabajaba en la empresa a la que se dirigía Leto, cuando bajó del ómnibus en la esquina de Boulevard y San Martín, y se encontró con el Matemático. Es que yo le llevaba unos papeles a ella, aclara, sin advertir que acaba de ingresar a un nuevo círculo del estado de flotación que nos ha llevado entre la realidad y la ficción durante la mañana.

Encontramos un restaurante abierto y la copiosa cerveza Santa Fe, a pedido de Kazunori, que quiere probar el gusto local, ampara la confesión de que Saer se fue mal de la ciudad. La vida que llevaba parecía agotada. Era jugador de punto y banca varias noches a la semana, y perdía en el juego lo poco que ganaba. Alguna vez fue en cana durante el allanamiento de un garito y para que se entretuviera Roberto le llevó a la cárcel “El jugador” de Dostoievski. “Una noche llegó a casa en taxi a pedir plata y mi mujer le prestó el dinero que tenía para un viaje a Buenos Aires. Le dijo que tenía que devolvérselo antes del sábado. Cumplió. Pero muchas veces perdía y la vida se le complicaba”.

Durante el almuerzo llegan muchos bueyes perdidos. Roberto es contador, pero también muy cinéfilo y hablamos de los cineclubs y de Homero Alsina Thevenet. Kazunori tiene una banda rock con un argentino y un brasilero que fueron a parar a Tokio y Roberto toca el saxo y el clarinete. Durante muchos años integró una big band. Entonces cuento algunas anécdotas de Dizzy Gillespie y recuerdo que vino a tocar a la calle Florida de Buenos Aires con la orquesta de Osvaldo Fresedo. Roberto acaba de pasar esa grabación en un programa de radio. Tiene un programa de radio y antes tuvo uno de jazz. No sé cómo derivamos a Jorge Corti, también amigo de Saer, que trabajó conmigo en la tercera etapa de la revista Crisis. Por el camino quedan las experiencias de ácido lisérgico que hacía la clínica Fontana en los años sesenta, los famosos experimentos de psicoanálisis y drogas a los que asistían muchos amigos de la barra de Santa Fe, el cine de Birri y su polémica dirección del instituto de cine. Roberto ama la conversación flâneur y cultiva la ironía y la piedad con templada alegría.

De pronto comparece Atahualpa Yupanqui, el músico filósofo. Cuenta Roberto que cuando pasaba por acá, lo protegía un médico de la ciudad. El médico tenía un hijo bueno y un hijo homicida. Dos veces homicida. “Malas muertes —dice—. Muertes feas. Pero tenía una mina muy bella”, agrega, y arriesga una hipótesis: “yo creo que Juani se fue porque cuando el tipo cayó en la cárcel, Juani le gateaba a la mujer, y se fue cuando el otro estaba por salir”.

A las tres y media de la tarde el calor aprieta y volvemos en taxi a la ciudad. Nos bajamos en boulevard y San Martín para hacer el recorrido de las últimas siete cuadras, que en Glosa son las primeras. Entonces Roberto dice que el aspecto de la calle en esas cuadras es parecido al de aquellos años.  A poco de andar, como si el espíritu de la novela lo hubiese tomado por asalto, cuenta que él no estuvo, pero le contó un amigo que sí estuvo, la noche en que Juani se fue de Santa Fe. Esa noche llegó al bar Baviera a despedirse de los amigos, antes de tomar el ómnibus que debía llevarlo a Buenos Aires. Estaba mal. Al rato cambió el horario del pasaje por otro posterior y se fue a jugar la plata del viaje a París en una timba. Lo perdió todo. Se puso como loco. La volvió a recuperar, se metió en una fiesta de gente que apenas conocía y finalmente consiguió subirse al ómnibus.

Las cuadras inaugurales ya dieron paso a la peatonal, y al llegar al restaurante España, Kazunori recuerda que Tomatis acompañó a Leto y al Matemático en un tramo del camino. Entonces los tres nos damos vuelta y contemplamos asombrados, incluso Roberto, el antiguo edificio donde funcionaba El Litoral, en cuyo frente permanece el nombre del diario grabado en el mármol. De nuevo hay que imaginarlo salir del edificio y ganar la calle. A Tomatis, digo, al tipo que hizo entrar un mundo dentro de otro en una saga de novelas, y con ellas a una barra de intelectuales menos previsibles de lo que el decoro podía reclamar, para dar un giro extraordinario a la literatura argentina. Permanecemos un momento callados, nos miramos, nos reconocemos, nos despedimos.

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