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Conferencia inaugural
La memoria de la orquídea: historias para hacer visible un planeta herido
Por Gabriela Massuh
En una experiencia de intercambio de textos, tres escritorxs que trabajan con lenguajes propios y definidos, reflexionan sobre la dimensión humana en sus procesos creativos: el error, la emoción, el desvío, la espera y sus derivas.
Los pétalos de un tipo de orquídea llamada orquídea Ophrys simulan el sexo de una abeja hembra. Con la emisión de sus feromonas, fuertes sustancias químicas olorosas, la orquídea atrae sexualmente a las abejas macho y, en esta jocosa cópula, la orquídea obtiene su polinización mientras el abejorro absorbe sus líquidos. Un verdadero intercambio erótico entre especies diferentes. ¿Qué pasa cuando las abejas desaparecen? La memoria de la orquídea reproduce el placer erótico extinguido y logra autopolinizarse.
Son bisagras que ponen en funcionamiento la representación continua de la memoria que tiene la orquídea de su abeja extinguida.
Hay también un intercambio fructífero entre humanos y especies del mundo animal. Lynn Margulis, científica creadora del concepto de Gaia, analizó frecuentemente a los simbiontes. Este término, simbionte, se utiliza para describir una relación entre dos organismos diferentes en la que ambos, o al menos uno de ellos, se beneficia. Es la convivencia con el desconocido. Es la interacción de dos especies en la que una ocupa el espacio corporal de otra, pero sin perjudicarla. Es convivir con un desconocido que es parte de nuestra salud, por ejemplo la utilidad de las bacterias para el funcionamiento de nuestro sistema digestivo.
Estos ejemplos son dos de las cientos de historias que con furor le gusta contar a Donna Haraway, sobre todo cuando se refiere a una manera otra de narrar, de crear. De hacer un nuevo ensamblaje de ciencia y de ficción que ella llama ya no science fiction sino simplemente SF. Son historias para hacer visible un planeta herido.
Otro ejemplo de su libro Seguir con el problema es el de la simbiosis evolutiva. Convivencia de especies para subsistir, la larga intimidad de dos desconocidos. Existe un tipo de calamar hawaiano en cuyo vientre habita una bacteria luminiscente llamada Vibrio fischeri. Esa bacteria le permite al calamar salir de caza por las noches. Cuando el calamar se despliega en la oscuridad y asciende en dirección a la superficie, la bacteria hace que su vientre se ilumine. Es así que sus presas confunden el vientre del calamar con un cielo estrellado desde las profundidades del mar oscuro y se dirigen directamente hacia sus fauces.
Hasta el año 2015 la seguridad alimentaria de 850 millones de personas de todo el mundo dependía de la ecología de los arrecifes de coral. Un informe señalaba que el 85% de esos arrecifes estaba en serio peligro de extinción. Sobre todo en el llamado “triángulo del coral” que abarca los mares de Indonesia, Malasia, Filipinas, Papúa y Nueva Guinea, zona considerada epicentro mundial de la biodiversidad marina. Científicos han demostrado que el definitivo colapso de los arrecifes se produciría en el año 2050
Científicos han demostrado que el definitivo colapso de los arrecifes se produciría en el año 2050 produciendo migraciones y miseria sin precedentes para los humanos y no humanos.
En conocimiento de esta situación de peligro, la matemática Daina Taimina de la Universidad de Cornwell inventó en 1997 inventó un modelo físico que permitiera una forma de recrear los arrecifes en una realidad otra imitando, sintiendo y explorando la belleza y la textura de esos imprescindibles bosques del mar que son los arrecifes. Una suerte de reproducción póstuma, un homenaje después de su desaparición. El material que usó para demostrar las formas de su hallazgo fue simplemente… el crochet.
Años después, las hermanas Wertheim de California, una de ellas matemática y artista, la otra artesana y poeta, se dejaron inspirar por Daina Taimina y decidieron tejer arrecifes de coral no solo en crochet. Para ello convocaron a mujeres de todo el mundo. Ocho mil mujeres de veintisiete países tejieron al crochet con lana, algodón, bolsas de plástico, cintas descartadas, hilos de nylon y vinilo y cualquier elemento que les permitiera hacer bucles y rizos según los códigos del tejido a crochet. No funcionó como imitación sino como proceso exploratorio con final abierto. El experimento, dolorosamente evocador, se convirtió en uno de los proyectos artísticos colaborativos más grandes del mundo. Navegó por salones de arte y museos de varios países del hemisferio Norte y el sistema fue imitado, ya no en crochet, tampoco con referencia a los arrecifes, sino en tejidos para exhibir las heridas de la Pacha Mama en América Latina.
A propósito Dona Haraway: El arrecife coralino es una configuración de mundo que mezcla activismo, arte y ciencia que reúne a personas para hacer figuras de cuerdas con matemática, ciencia y arte con el fin de activar acoplamientos que dejaron de existir en el Antropoceno y el Capitaloceno.
Como lo hace Vinciane Despret observando a los animales, Haraway analiza, compone y produce comunidades compost, generando un humus que permita, así más no sea a modo de ficción, relatos que tejan nuevas alianzas entre los humanos y el resto de especies vivas en un planeta lanzado a un futuro incierto.
Vinciane Despret citando a Haraway: Importa qué historia contamos para contar otras historias con ella; importa qué conceptos pensamos para pensar conceptos con ellos. Y agrega: entender otra mente puede sólo significar ver con los ojos de otro oler con la nariz de otro, u oír con el tímpano de otro.
Ambas operan para una comunidad de compost. Las dos construyen relatos que tejen nuevas alianzas entre los humanos y el resto de especies vivas en un planeta herido, exánime que cada día pierde poder de resiliencia. Se trata de recrear la vida en el planeta por más que sea una ficción.
Tanto Haraway, Despret, Lyn Margulis, Ursula Le Guin o las hermanas de California escriben y producen acumulando retazos, caminando entre relatos con la intención de obligarnos a transitar entre formas muy distintas de pensar y morar este mundo. Aquí no hay una racionalidad única, no hay omnipotencia, no hay colonialidad del saber. En ese mundo tampoco existe esa banalidad de la negligencia, tan inherente a la época en que vivimos. Una época que dejó de proteger, amparar, cuidar y sanar todas las formas de vida que no son las nuestras. Recordemos aquella apelación urgente de Ursula Le Guin que tanto le gusta citar a Haraway:
La historia debe cambiar.
Por lo tanto busco no sin urgencia,
la naturaleza, el sujeto, las palabras de la otra historia,
la no contada, la historia de la vida.
Se trata de una manera de pensar-con un sinfín de colegas enhebrando, filtrando, enredando, rastreando y clasificando de manera simpoiética, es decir, a través de una red tentacular de alianzas y empatías creando comunidad. Es aprender a vivir entre ruinas, como el Ángel de Benjamin que ya no puede desplegar sus alas porque desde el futuro le arrojan gruesos cascotes de hormigón. Se trata de aprender a vivir en la precariedad, en tiempos de extinción, en tiempos de duelo. Por eso, en este contexto, toda narración se convierte de algún modo en un recuerdo de la pérdida.
Y finalmente, este enhebrar pensando es lo opuesto a la inteligencia artificial, que va desde la ejecución de sencillos algoritmos hasta la interconexión de complejas redes neuronales artificiales que intentan replicar los circuitos del cerebro humano. La IA es manejada por empresas como Google o Microsoft que por cierto no son neutrales sino que están influenciadas por intereses económicos y por las ideologías de quienes la crean. La inteligencia artificial es el gozoso laberinto premasticado del copy-paste. Hay personas, algunos de ellos candidatos a presidente, que se arrebatan en un éxtasis orgásmico cuando nos prometen un futuro paradisíaco porque en pocos años tendremos un chip incrustado en el cerebro. ¿Seremos personas más felices cuando podamos ver nuestros estudios médicos proyectados dentro del cerebro? Puede ser, pero la inteligencia artificial no crea comunidad. Tampoco entiende el goce de una sombra reparadora bajo árboles añosos, ni la conmoción ante la maravilla y el misterio de la creación de este mundo. Aquella creación que por cierto no fue humana y sin embargo nos parió a la vida. Y creo firmemente que nosotros, los humanos, deberíamos abandonar la jactancia de suponer que somos el centro de esa creación maravillosa e infinitamente bella hoy puesta en jaque.