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​La lectura en la infancia: algunas marcas

Filbita

​La lectura en la infancia: algunas marcas

Por Lucía Laragione

Filbita 2012: La infancia como territorio
POSTALES DE INFANCIA
El paso del tiempo otorga la posibilidad de tomar distancia y poder mirar hacia atrás. A veces con nostalgia, otras con humor, y otras tantas, creando nuevas ficciones a partir de pizcas de recuerdos. En este texto, la autora compartió un breve texto inédito en el que la lectura o la literatura son protagonistas de su niñez.

La primera marca vinculada a la lectura en mi infancia es la voz de mi padre que me leía poemas del cubano Nicolás Guillén, del chileno Pablo Neruda, del colombiano Porfirio Barba Jacob. Claro que se me escapaba el sentido de las palabras, pero disfrutaba enormemente de la musicalidad, del ritmo, la respiración, los acentos. Yo bebía el placer que mi padre encontraba leyendo aquellos versos. Después, claro, estaban los cuentos con personajes y tramas que él inventaba. Muchos años más tarde, Camila, mi nieta, llamaría a los inventados “cuentos de la boca”. No me leas, contame un “cuento de la boca”, pedía. 

Aprendí a leer a los seis años, pero no fue exactamente en la escuela porque al terminar la primera parte del año, antes de las vacaciones de invierno, no lograba reunir las letras en palabras, ni las palabras en frases. Durante esas vacaciones, mi madre me enseñó a leer. Seguramente necesité de esa dedicación materna y amorosa para encontrar, finalmente, el sentido. Y volví a la escuela, en poder de la nueva habilidad que tanto placer me depararía a lo largo de mi vida. 

En mi casa, había muchos libros, los suficientes como para que yo pensara que eran las verdaderas paredes de ese hogar. Mi padre, Raúl Larra, era escritor y editor y solía traerme libros de regalo. Muchos de ellos eran los de la colección Robin Hood: Salgari, Verne, Alcott, los libros de Bomba, el niño de la selva, cuyo autor no recuerdo. 

Pero había otros libros, los que venían de la editorial Progreso de Moscú. Libros que hermanaban a los hijos de los intelectuales del Partido Comunista. Libros que exaltaban al héroe capaz de todos los sacrificios en defensa de la revolución proletaria. Libros que me producían inquietud, que me transmitían una especie de mandato, demasiado pesado para mis hombros de niña. Para mi felicidad y alivio, estaban también los libros de Alvaro Yunque, amigo de mi padre. Escritor social, del grupo de Boedo, indignado ante la injusticia, sus cuentos con niños de hogares humildes, cerca del melodrama, no me producían ningún tipo de conflicto sino que me atrapaban y emocionaban hasta las lágrimas. Sufría y disfrutaba al mismo tiempo. Creo que esas narraciones y Yunque mismo, un hombre alto, con una hermosa cabellera blanca y una voz un tanto ronca, que parecía un personaje de sus cuentos, fueron una marca muy fuerte en mi deseo de escribir para niños y jóvenes. 

Más tarde, ya en la adolescencia, hubo en mi vida un encuentro afortunado. En la escuela secundaria conocí a Elsa Bornemann, que desde muy niña, tenía una marcada vocación por la escritura y la literatura dedicada a la infancia. Y, sin duda, la amistad que forjamos, fue también una marca en mi propia elección. 

En la infancia aprendí, además, que la lectura como un refugio podía a ponerme a salvo de ciertos infortunios, que los libros me prometían caminos, salidas, encuentros y finales felices. 

Hace unos días atrás, y para mi sorpresa, Camila, mi nieta que ya tiene quince años, mientras se limaba las uñas (podía haber sido también mientras mandaba mensajitos de texto) me preguntó: Abuela cómo se te ocurren las cosas que escribís. 

Tomada de improviso, apelé a la consabida imaginación de los escritores, a las lecturas inspiradoras, a la inscripción en tradiciones literarias y después le pregunté, a mi vez, a qué venía la inquietud. Me contestó que charlando con una amiga sobre el tema, la otra le había dicho que para que se les ocurrieran cosas tales como las aventuras de Alicia o los sucesos de Harry Potter, los escritores, seguramente, debían fumarse. 

Pienso que, de alguna manera, ella tiene razón. No sólo porque recuerdo la anécdota contada también por mi padre y referida al poeta colombiano Barba Jacob, de quien solía leerme, “La canción de la vida profunda”. Se cuenta que cuando Barba Jacob murió, la persona que trabajaba en su casa le señaló con pena a alguien “aquellas plantitas” que el poeta tanto cuidaba. Ya se imaginarán ustedes qué clase de plantitas eran aquellas. Pero cuando yo digo que la amiga de mi nieta algo de razón tiene, me refiero a las palabras. Porque cuando las palabras te toman, ya no te sueltan. Son una droga dura.


Podés escuchar este texto en Spotify leído por su propia autora haciendo click aquí.

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