Archivo
Filbita
La infancia prodigiosa
Por Franco Vaccarini
Filbita 2013: Literatura y Derechos del niño
El autor compartió un texto surgido de la relectura de un libro entrañable de su infancia o juventud, reviviendo la experiencia lectora del pasado. Un viaje en el tiempo para reencontrarse con los niños o adolescentes que fueron.
Sobre la relectura de “Crónicas marcianas”, de Ray Bradbury y específicamente del capítulo “La tercera expedición”
Leí “Crónicas marcianas” de Ray Bradbury, a mis catorce o quince años, en un diciembre implacable, lejos de mis amigos que estaban en la ciudad, en Lincoln. En cada fin de curso volvía resignado al campo donde se ganaban la vida mis padres: Estancia Las Urracas, en Chacabuco, muy cerca de Cucha Cucha, muy lejos de Illinois y no tan lejos de Marte, siempre encima de mi cabeza en el espinazo de la noche. Aquel ejemplar, regalo de mi hermana profesora de letras, se extravió y me gusta imaginar que está en el planeta rojo, como mis abuelas y abuelos, como mis padres ahora, y mi hermano menor de pronto, como la casa y la bicicleta, los caballos y mi media docena de tíos con calvicies marcianas y nombres musicales: Wilton, Seledonio, Herberto, Jorge, Ronaldo y Aurelio. O mis tías no calvas: Elive, Enilda, Catita, Chela, Marta. Y más. Si algo no faltaba en mi familia eran parientes.
Hablando de nombres, recuerden: John Black. El inolvidable capitán de la tercera expedición a Marte.
“La nave vino del espacio. Vino de las estrellas, y las velocidades negras, y los movimientos brillantes y los silenciosos abismos del espacio. Era una nave nueva, con fuego en las entrañas y hombres en las celdas de metal, y se movía en un silencio limpio, vehemente y cálido. Llevaba diecisiete hombres, incluyendo un capitán. En la pista de Ohio la muchedumbre había gritado agitando las manos a la luz del sol, y el cohete había florecido en ardientes capullos de color y había escapado alejándose en el espacio ¡en el tercer viaje a Marte!”
Ray Bradbury me llevó a Marte aquel verano, el verano del cohete. Abundaban las ciruelas en el monte, kinotos, peras; y los caballos y los perros y los chanchos en el chiquero donde florecían largas hileras de jazmines del cabo. Leí el capítulo-cuento de La tercera expedición, trastornado hasta el hueso, no podía creerlo, no podía ser cierto. El capitán John Black dormía junto a su hermano muerto en una réplica de su casa de infancia, allá, en Marte. Se resistía a creerlo, pero la evidencia lo arrastró. ¿Cómo discutirle a un hermano muerto? ¿Cómo decirle que está muerto sobre todo si él está junto a uno, creyéndose tan vivo? Al final, ya no sabemos quién es nuestro hermano. No sabemos quiénes somos. No sabemos qué cosa es Dios y Dios no sabe quiénes somos. Nadie nos conoce. Algo parecido escribió Borges en el prólogo de Crónicas marcianas.
Hacia el año 2012 quise tener otra vez un ejemplar en mi biblioteca. Conseguí una edición de tapa retro, barata, de la editorial Minotauro. Uno puede dejar de ser uno, pero Bradbury siempre será Bradbury. En todo caso, volverá a juntar nuestras partes tal como entonces, nos volverá a dar aliento, nos permitirá pisar la misma gramilla roja de aquel verano.
A mí me gusta pensar que con Bradbury empezó todo, por ejemplo: mi admiración por los escritores. A partir de Bradbury, descubrí que los escritores podían ser magos.
Volví a impresionarme con La tercera expedición. Los marcianos ya habían asesinado a los dieciséis astronautas –eran diecisiete, pero uno murió en viaje –. El poder atómico del hombre, sus armas letales habían sido vencidas. ¿Cómo? La respuesta la encontró el capitán John Black cuando intentaba dormir en esa imposible casa de infancia, junto al lecho de su hermano. Leo: “Casi se echó a reír en voz alta. De pronto se le había ocurrido la más ridícula de las teorías. Se estremeció. Por supuesto, no tenía ningún sentido. Era muy improbable. Estúpida. Olvídala. Es ridícula.
Sin embargo, pensó, supongamos…Supongamos que Marte esté habitado por marcianos que vieron llegar nuestra nave y nos vieron dentro y nos odiaron. Supongamos ahora, solo como algo terrible, que quisieran destruir a esos invasores indeseables, y del modo más inteligente, tomándonos desprevenidos. Bien, ¿qué arma podrían usar los marcianos contra las armas atómicas de los terrestres?
La respuesta era interesante. Telepatía, hipnosis, memoria e imaginación”.
Son los atributos con los que suelen ganarse la vida los escritores. Como los marcianos. Como los magos. Como Ray Bradbury.
El prólogo escrito por Jorge Luis Borges a la edición en lengua castellana es una joya. Señala “La tercera expedición” como la historia más alarmante del volumen, su capítulo preferido y también el mío. Así descubrí que la lectura es, también, como la muerte, la gran igualadora.
Y entonces, un descubrimiento nuevo, en esta relectura.
Última página. Ya murieron todos. Los astronautas son enterrados por sus asesinos y estos, los asesinos, conservan todavía sus falsas formas humanas. ¿Por qué? Ya no hay nadie a quien engañar. El falso padre y el falso hermano de John Black lo lloran. El alcalde del falso pueblo pronunció un discurso breve y triste con una cara que a veces parecía la del alcalde y solo a veces alguna otra cosa. Caen paladas de tierra sobre los ataúdes. ¿Por qué los marcianos mantienen la farsa? ¿Por qué la banda de música toca la marcha fúnebre, por qué los cortejos? ¿A quién quieren engañar ahora los marcianos?
Esa ambigüedad de significados es también marca de fábrica de la prosa arrasadora de Ray Bradbury que nos deja en estado de epifanía y nos devuelve a una infancia prodigiosa cargada de preguntas sin responder.
Podés escuchar este texto en Spotify leído por su propio autor haciendo click aquí.