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La hora de la siesta

Bitácora

La hora de la siesta

Por Daiana Henderson

La hora de la siesta en una ciudad argentina puede ser paralizante, de una quietid engañosa. Daiana Henderson salió a caminar las calles vacías y silencionas de la capital de Santiago del Estero a las tres de la tarde. 

La vegetación en el viaje es parecida a la del Litoral pero espaciada, como esparcida, lo que deja más lugar al horizonte. Primero me llaman la atención unos postes de hierro oxidado que se repiten al costado de la ruta, muchas veces coronados por unas hilachas secas, como un nido de loro chiquito y viejo. Después aparecen sus soportes aislantes –sombreritos de cerámica–, cables cortados que caen como cabellos gruesos, algunos trepados por enredaderas silvestres, y descubro que esos postes acompañan una extensa vía de tren. ¿Seguirá andando el tren? Pareciera que sí, por el espacio que hacen los yuyos.

Alguna vez ya estuvo todo conectado.

Un pueblo llamado Lugones. Vota Casti. Manaos. Secco. Baños, ducha. Peligro: paso del ferrocarril (el cartel es nuevo). Un camino cruza una vía. Un camino cruza una vía. Un camino cruza una vía. Me duermo.
Al llegar a Santiago del Estero me dicen que me tocó un día de suerte, esta mañana llovió, aunque no queda un vestigio bajo el cielo despejado, y ahora el clima está más que agradable. Me encanta lo que llamo “la horrible belleza de las terminales” pero la de Santiago es linda, tiene escaleras mecánicas y un carro antiguo en la entrada. Veo un tren nuevísimo moverse en altura y me emociona. Leandro, el chico que me recibe, me cuenta que llega hasta La Banda. “Si Santiago es Springfield, La Banda vendría a ser Shelbyville y ese es el monorriel”, me dice en código Simpson.  
Esto que se supone una bendición –el clima– resulta casi un inconveniente para la tarea que se me encomendó: recorrer el centro a la hora de la siesta. No solo no está el calor sofocante del que toda mi vida escuché hablar a cada persona que visitó Santiago, sino que las calles no están precisamente vacías. Hay sobre todo adolescentes con sus uniformes de educación física haciendo coreografías de reguetón y trap, o besándose tomados por la cintura. Más tarde me dirán que el parque Aguirre, tras el que se esconde un río dulce (redundancia aparte), es el lugar preferido de los adolescentes que se escapan de la escuela, siempre de a dos o de a más.

Cuando voy a una ciudad por primera vez me encanta ir a la plaza central, ahí se puede ver lo que se ha hecho en al menos los últimos 100 años con la pretensión europea del trazado urbano, las eventuales formas de apropiación (lo ya dicho: 40 adolescentes ensayando una coreografía bajo una glorieta del siglo pasado), personas haciendo tiempo con una valija, sentadas cruzadas de brazos, mandando mensajes o mirando el sacudirse sereno de los árboles por esta ventisca deliciosa, el ritmo que los habitantes de una cuidad componen, el pulso específico que resulta de la suma de los pasos de todas las personas que caminan en el mismo lugar en simultáneo, las reglas implícitas del tránsito, los pocos autos, la prioridad que en el 99% de las ciudades del país nunca la tiene el peatón, la música que sale de los quioscos: chacarera y reguetón, las vidrieras, los carteles, las franquicias que aterrizaron acá (Grido, Bonafide, Balbi). Palo borracho, ceibo, rosa sinesia, flor de san esteban, palmeras, cítricos, un olivo muy jovencito y varios árboles que con tristeza no reconozco. Los pájaros son poquitos, pocas palomas, unos gorriones y uno que es como un hornero pero más chiquito y con la panza clara camina como un pancho (yo soy la que anda persiguiendo a ese pájaro con el celular para preguntarle a un amigo cómo se llama, ¿me ven? hola), la arquitectura moderna y la conservación de edificios antiguos, la ausencia o presencia del estado reflejada en la salud de los mosaicos, algunos pocos locales vacíos exhiben sus letreros de ALQUILER junto a la huella del último manotazo de ahogado: afiches escritos a mano con fibrones, oferta, liquidación total, liquido por cierre, todo al costo. 

La contundencia de la siesta no debe ser vista como una costumbre tradicionalista ni pintoresca, es pragmática. La gente duerme siesta por una cuestión muy sencilla y hasta de supervivencia. En las horas en que más se concentra el tan mentado e insufrible calor no hay otra que guardarse, sumado a la modorra pos-almuerzo. Si la actividad de la ciudad se ordena con ese paréntesis en el medio y todo funciona igual, insistir con producir dinero para otros a costa de sufrimiento corporal y anímico, ¿no sería, siendo sinceros, falta de sentido común? Habla de las prioridades que las comunidades eligen para sí y para los suyos respecto a cómo usar las horas de nuestra vida limitada, en qué, para qué, para quién. A lo mejor se convierte en un comportamiento automático (o en una imposición, en el caso de los niños, para que no interrumpan la siesta de sus padres) pero hay en su origen un movimiento voluntario, una elección, una acción para el cuidado y el bienestar, y eso me parece muy sano.

La siesta no es extraña para mí, soy entrerriana y mi niñez está surcada por horas y horas de aburrimiento en las que, si optaba por no dormir, debía rebuscármelas para jugar en el patio sin hacer el menor ruido, bajo amenaza de aparición de la Solapa y con la única compañía de las chicharras. Les deseo a les niñes del presente y futuro que experiencien el aburrimiento, no sin irritación. Las consecuencias de conseguir ante la mínima sensación de tedio una dosis inmediata de evasión y entretenimiento son absolutamente impredecibles para el devenir del cerebro humano, además de que te obturan la capacidad de elaborar una manera propia.

Quisiera terminar con dos pequeñas anécdotas que tienen que ver con la misma cosa. 

La primera es de cuando recién me había mudado a la ciudad de Rosario. Habíamos quedado con una compañera de la facultad en juntarnos a hacer un trabajo “tipo cuatro de la tarde”. Fui caminando tranquila hasta su casa, adonde llegué pasadas las cuatro y cuarto, todavía en horario según el rango de mi reloj entrerriano. Al abrir la puerta mi compañera me cuestionó: “¿No habíamos dicho a las cuatro?”, a lo que inocentemente contesté que “Dijimos tipo cuatro”. En ese tipo se signa toda una relación de grados de laxitud o rigurosidad con los horarios que, pese a la convención universal del tiempo, cada lugar maneja según criterios compartidos e implícitos, es decir, culturales. 

Para intentar explicar las dilaciones grandiosas aquí en Santiago, me gustó algo que escuché ayer: “Acá la hora es una idea”. Y eso me hizo acordar a la segunda anécdota, relacionada con el tema de esta bitácora. Una vez, en mi anteúltimo día de visita en una ciudad de Entre Ríos, estaba teniendo una charla distendida con un montevideano que me preguntó a qué hora me iba al día siguiente. Mi respuesta fue “A la siesta” y él, impresionado, me dijo: “¿Cómo? ¿La siesta es una hora para ustedes?”.
 

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