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Bitácora
La casa puente
Por Rafael Cippolini
Seis autores recorrieron lugares emblemáticos de la ciudad y los reflejaron a través de su escritura más personal. En esta lectura de cierre, comparten con el público su propio mapa de Mar del Plata.
No soy un bitacorista nato. Días atrás, leyendo mis libretas de apuntes, mi mujer me dijo que era un descaro llamar a eso diario personal. “Ni vos te los creés”, concluyó.
Quizás por eso soy de los que afirman que la memoria literaria moderna no es una invención proustiana, sino darwinista. Me gusta pensar que nuestros recuerdos forman parte de un ecosistema neuronal adocenado de dopamina, que como selectivos y sobreestimulados cardúmenes se devoran unos a otros, sobreviviendo a fuerza de astucia, azar y acaso silencio.
Atento a las circunstancias, y seguramente también a saldar el déficit neurótico de tener varios amigos sociólogos, en los últimos días me enfrasqué en una brevísima encuesta doméstica.
Consulté a 20 marplatenses –no necesariamente marplatenses por nacimiento, sino por coordenadas de trabajo u ocio, esto es kiosqueros de revistas, kiosqueros de golosinas, recepcionistas de hotel, crupier de ruleta, crupier de blackjack, taxista, chica paseando perro, etc.- sobre sus noticias o conocimientos acerca de algo denominado Casa Puente o Casa sobre el arroyo.
Solo uno de ellos confesó recordar que su hija, estudiante de arquitectura, le habló de un edificio (sic) “muy importante con un destino de telenovela” (otra vez sic). Asimismo recordaba el nombre de Amancio, pero nada del apellido, Williams.
Otros nueve no tenían ni idea del arquitecto, pero sí tenían muy presente la radio de frecuencia modulada LU9, que funcionó en las habitaciones de la casa durante 7 años, y aún más su eslogan, “Desde la Casa del Puente un puente hasta su casa”.
De estos nueve, siete me comentaron distintos ribetes bastante morbosos de la sucesión de Héctor Lago Beitía, dueño del inmueble y mentor de la radio desde 1970 hasta su muerte, en 1991. No fue difícil darme cuenta que si retenían algo de la casa, era por el sonado litigio.
La primera vez que visité la Casa Puente fue en el otoño de 1999. El primer impacto visual me enseñó la diferencia y cercanía entre dos términos amorosos: ruina y arruinado. En todo caso, era el efecto del tiempo y no las virtudes de la arquitectura las que se impusieron a mis ojos.
Por entonces, estaba obsesionado con una lectura que comenté ayer en la cena: supe por una edición del Fondo de Cultura Económica, que si se construyera una puerta de dos metros por setenta centímetros, se la colocara en cualquier punto de la frontera china y se obligara a salir por ella un chino detrás de otro, cada 30 segundos, estos nunca dejarían de salir. La tasa de natalidad en china es de tal magnitud que el flujo diaspórico chino, constreñido por la puerta, se volvería incesante, infinito. Alguien en la cena dijo que esto explica el por qué de tantos supermercados.
Es un poco perturbador pensar que nacemos, vivimos y morimos y en todo momento hay chinos saliendo. Es más, podemos calcular nuestra vida o cualquier fragmento de ella tomando al flujo de chinos salientes como unidad. Por ejemplo, teniendo en cuenta que, el quantum promedio de una hora son 1200 chinos, y por lo tanto de un día son 28.800 chinos, esta edición de Filba Mar del Plata nos daría un total de 115.200 chinos.
Ahora bien, mis cálculos de aquella primera visita a la Casa Puente fueron, recalculándolos para esta ocasión, los siguientes.
La casa se terminó de construir en 1945. Alberto Williams, su primer habitante junto a Irma Paats, esposa de este, falleció en 1952. Por lo cual, esos seis años y medio, de 1945 a 1952, nos proporcionan la cifra de 408.844.800 chinos.
La propiedad perteneció a la familia hasta 1970, fecha en que se vendió. Pero de estos 18 años, únicamente dos años fueron habitados en forma constante por Irma Williams, hija de Alberto y hermana de Amancio. Por lo cual, nada más que ocho años y medio de los 18 en cuestión, fueron los que la casa estuvo habitada, lo cual es igual a 92.180.800 chinos.
Los que pudieron disfrutar del documental de Gerardo Panero, saben que Héctor Lago Beitía, dueño de la casa después de la venta de los Williams, tuvo en funcionamiento la radio hasta 1977, por un período de 7 años o 73.382.400 chinos. Sintetizando: de los 60 años de existencia de la casa, sólo 15 estuvo ocupada, lo que arroja la cifra final de 157.248.000 de chinos de habitación contra 440.294.400 de chinos de abandono, vandalismo lúdico y proyecto de museo.
Por lo demás, la casa, aún en estado deplorable, es preciosamente sobria y a la vez cálida, y esto a pesar del hormigón (palabra que me asusta un poco porque me alucina una hormiga gigante).
Confieso que lo que más me atrae, y además resalta la inteligencia de la familia Williams, es el descubrimiento de esa chacra determinada originalmente entre las calles Matheu, Rodríguez Peña, Dorrego y San Juan, que perteneció al Ingeniero Emilio Mitre pero que fue exquisitamente forestada por su siguiente propietaria, la Señora Matilde Anchorena.
Mi hipótesis de taoísta aficionado pero fundamentalista, es que la construcción proyectada por Amancio Williams, descendiente del célebre Amancio Alcorta, lo cual subraya la pertenencia a una ilustre familia de músicos, se erige como una pieza de cámara (dos violines, viola y violoncelo) entre esos árboles, plantas, arbustos y piedras. La geometría, la pulcritud, la síntesis y la falsa sencillez están consagradas al servicio del paisaje, acotado, artificial y romántico. Ayer, María Sonia Cristoff analizó una de mis obras predilectas de todos los tiempos, A contrapelo, Al revés o Contranatura según las traducciones, escrita por Joris Kart. Huysmans a fines del Siglo XIX. A su modo, la Casa Puente es una versión estrictamente inversa a su antecesora finisecular, aquella mansión del exquisito y trágico Des Esseintes, inversa y por eso pariente favorecida.
Sospecho que por esta razón, la sala que más disfruté de la vivienda-ex radio-ruina-proyecto-de-museo, fue el baño.
Mientras Cuqui, mi socia en la visita, escribía, dibujaba fuera de la casa y hacía topless, en la restringida foresta, me recosté en la bañadera frente al ventanal, y canté un mantra.
Recién en ese momento iluminado, mi sensación fue que el universo y mi vida tenían sentido. Me sentí un lobo marino en un friso de mi admirado Alejandro Bustillo.