Archivo
Conferencia inaugural
Intensa sed de venganza
Por Enrique Vila Matas
El escritor español inauguró oficialmente la sexta edición del Festival con la lectura de un texto que vuelve sobre un viejo debate: la tensión entre literatura y vida.
Me fascina escribir los viajes antes de hacerlos y luego, ya en el punto de destino, vivir lo escrito. Conviene que quienes no lo hayan experimentado sepan del inmenso placer que puede uno sentir al conseguir sutilmente cambiar lo que iba a ocurrir y lograr que pase lo que él quiere que pase, aunque sólo sea porque lo escribió previamente para que pasara.
Una tarde de julio de 2010 en Lima. Un bar de las afueras. Estoy junto a un amigo de Cuzco y en un momento determinado, sin venir a cuento, le digo:
–Ser incomprensibles nos protege.
Mi amigo me mira sin comprender nada.
Pero yo no he hecho más que decirle lo que previamente, antes de salir de viaje, conté que le decía cuando nos quedábamos solos en una café de las afueras de la ciudad de Lima.
Esta llamémosla afición a escribir los viajes antes de hacerlos nació en un viaje que, hará ya un buen número de años, tuve que hacer al barrio de Boavista, en Oporto. Como no tenía entonces ordenador portátil y no sabía cómo hacerlo para poder narrar desde la ciudad portuguesa lo que allí estuviera viviendo –cada domingo, en forma de diario personal, publicaba una crónica en El País-, decidí adelantarme y contar lo que allí me ocurría antes de que me ocurriera; lo describí todo previamente y luego, tras enviar el artículo, salí hacia Oporto para vivir lo que, cuando llegara el domingo, iba a poder leer, perfectamente expuesto, en mi crónica del periódico.
Sabía que el tiempo en el norte de Portugal sería persistentemente lluvioso, y había visto en internet los horrendos tonos azulados de las cortinas de los cuartos del hotel de Boavista donde iba a hospedarme. Y, gracias a estos conocimientos previos, fui desde mi casa de Barcelona construyendo y escribiendo una primera y sencilla, aunque dramática, secuencia de viaje que ocurría nada más llegar a mi habitación portuguesa: al entrar en mi cuarto del hotel, me asaltaba una gran angustia al acercarme a la ventana para ver cómo caía la lluvia sobre la ciudad; movía entonces con gran desesperación la cortina de horrendos tonos azulados, y poco después me entregaba a pensamientos en torno a la constancia de las tormentas en las ciudades del Norte, un tema que hoy reconozco que era un tanto confuso y espeso, pues siempre hubo muchos Nortes y muy diferentes tempestades…
El caso es que cuando llegué de verdad a aquel cuarto de hotel de Oporto traté de que las cosas ocurrieran exactamente como las había ya escrito, así que fui a la ventana y comprobé con satisfacción que, en efecto, seguía lloviendo igual que lo hacía cuando había entrado en el hotel. Toqué a continuación las cortinas de horrendos tonos azulados y de pronto algo falló en medio del clima de angustia metafísica: falló la desesperación, hasta el punto de que no tuve más remedio que fingirla, lo que me confirmó que la desesperación no se puede programar.
El caso es que fingir esa consternación me despistó y aún más me desorientó tener que, por imperativos del guión, pasar a meditar sobre la constancia de las tormentas en las ciudades del Norte. Porque para empezar, ¿era Oporto una ciudad del Norte? Aquella ciudad estaba al norte de Portugal, pero no podía decirse que al norte de Europa. Ahí en ese punto empecé a perderme y a sentir de pronto la entrada en mi ánimo de una inesperada y furiosa sed de venganza. ¿De venganza? Era raro. ¿De dónde salía aquella repentina e impetuosa sed, aquel ánimo brutal de desquite? ¿Y de qué diablos deseaba vengarme con tanta urgencia?
Terminé descubriendo con relativo asombro que en realidad aquella intensa sed de venganza había estado plenamente insertada –literalmente empotrada- de forma natural en mi espíritu desde hacía muchísimo tiempo, desde mis primeros poemas, desde mis primeras escaramuzas literarias.
¿Y todo eso tenía yo que pensarlo en esa habitación de hotel de Oporto donde tenía pensado desde hacía días pensar otras cosas?
Pronto vi que eran ideas que en realidad habían estado siempre en mí, sólo que por un largo tiempo las había olvidado.
De hecho, podía decirse que yo no era nada sin aquella profunda y radical sed de venganza contra la imperfección del mundo, la misma sed que precisamente me había llevado a escribir.
Y si lo pensaba bien, ¿no había intentado en realidad, al escribir previamente aquel viaje, protegerme de lo que pudiera pasarme allí, es decir, adelantarme a los acontecimientos diseñados por el destino y vengarme de forma anticipada de lo que éste con mala idea me pudiera tener preparado y que estaba casi seguro de que sería menos agradable que cualquier cosa que yo pudiera escribir a modo de alternativa?
¿Cómo había podido olvidarme de que literatura y venganza eran hermanas de sangre y de que la misma historia de la literatura podía ser leída como el relato de una larga venganza de siglos, el relato de una inagotable venganza general de la palabra escrita contra la famosa vida?
Desde aquel viaje fundacional a Oporto he seguido haciendo lo mismo a lo largo de casi todos mis viajes; los escribo previamente, consciente de que tratar de vivir lo escrito puede ayudarme a modificar mi destino, a tratar de gobernarlo, al menos ligeramente, a través de mi propia escritura.
De hecho, ya desde aquel viaje fundacional a Oporto, se vio que era posible modificar el destino con la ayuda de la escritura, pues en aquella ciudad, gracias precisamente a la locura de haberme impuesto a mí mismo tener que pensar en tempestades del Norte, terminé perdiéndome en pensamientos que el destino sin duda no había trazado para mí; terminé acordándome de algo esencial que tenía olvidado, acabé preso de una inesperada y furiosa sed de venganza, sed que en un primer momento me pareció totalmente ajena a mi modo de ser, pero que no era en absoluto un cuerpo extraño, sino todo lo contrario, no podía haberme situado en una geografía más familiar; es más, pude ver que mi alma se confundía con aquel paisaje de venganza, que aquel paisaje tan familiar no era más que el lugar del que no me había movido desde que borroneara mis primeros poemas: el lugar de la pasión, de la furia, del afán instintivo por vengarse de todo; el lugar, en definitiva, de la literatura; el único paisaje que desde siempre había llevado insertado, literalmente empotrado en mi ánimo, en todo mi ser, como aquella manzana que lanza el padre y queda incrustada en el cuerpo de Gregor Samsa.
Con el tiempo, fui viendo que ese paisaje y, sobre todo, su clima tan especial, estaba emparentado con lo que conocemos como l´esprit de l’escalier, el ingenio de la escalera. Fue Paul Valéry el primero en asociar la totalidad de la literatura a una vasta venganza de l´esprit de l'escalier, expresión acuñada por Diderot en los tiempos en los que la palabra esprit, que hoy significa espíritu o mente, se usaba comúnmente para designar el ingenio.
Recuerdo la primera vez que oí hablar del “ingenio de la escalera”, fue en 1981 en Antibes, en una taberna del viejo puerto, cuando a altas horas de la madrugada alguien comparó de pronto a la totalidad de la literatura con una “inmensa venganza del esprit de l’escalier”. No entendí nada, pero, como suelo hacer en estos casos, memoricé la rara comparación, y sobre todo aquella enigmática expresión francesa. Tardé décadas en saber de qué hablaban porque no volví a encontrarme con la expresión hasta el año pasado en la ciudad de Nantes, cuando los participantes en una mesa redonda, tras una larga sarta de inconmensurables rodeos, asociaron de pronto la literatura con el “ingenio de la escalera”, es decir, con ese momento en el que encontramos la perfecta réplica a ciertas palabras que nos han molestado, pero la respuesta ya no nos sirve, porque estamos bajando la escalera y la contestación ingeniosa deberíamos haberla dado antes, cuando estábamos arriba.
De modo que escribir, pensé allí en Nantes, es dedicarse a dar respuestas ingeniosas a las afrentas de la existencia, bajar escaleras vengándose, poner en la literatura lo que tendrías que haber puesto en la vida. Eso pensé mientras me admiraba de la cantidad de años que llevaba escribiendo previamente mis viajes para ir tratando de modificar mi destino, para ir transformando mi vida desde la literatura, desde la escalera, siempre bajándola, como aquel desnudo de Duchamp, siempre descendiendo, jamás urdiendo la venganza arriba, nunca urdiéndola en la vida, siempre maquinándola abajo, en el descenso, siempre maquinándola por escrito. Aunque he de advertir que ese abajo estará siempre arriba para los que sabemos que la escritura, hermana de sangre de la venganza, tiene mucho a su favor para alcanzar una clase de intensidad más alta que la de la famosa vida.
Hoy en día me parece evidente que en la atmósfera que respira el “ingenio de la escalera” habita una gran duda que crea una pregunta hamletiana y clásica: ¿Escribir o vivir? Dicho de otro modo, ¿vengarse a través de la escritura y hasta intentar modificar el signo de nuestra estrella, o ponerse a vivir sin más?
Es inevitable: siempre que me planteo esta disyuntiva, me pregunto de dónde vendrá el mito de que la muerte de la literatura significa desembarcar en la vida, acceder a lo real. ¿Acaso al escribir no vivimos?
En todo caso, de admitir que vivir y escribir son actividades distintas, me gustaría que alguien me explicara qué nos perdemos al escribir. ¿Cazar elefantes como Hemingway, o quizás una apasionante vida abisinia a lo Rimbaud?
Sí. ¿Qué nos perdemos?
Seguro que cada uno de ustedes tiene una respuesta distinta.
La mía hoy podría ser ésta: Nada nos perdemos, sospecho que nada, si acaso nos perdemos, pero eso ya va adherido de forma natural a la vida, nos extraviamos normalmente y, además, la escritura tiene el fascinante poder de descaminarnos a fondo, y eso es todo.
Claro que ahora parece que quien se ha perdido soy yo. Sin embargo, más bien sucede lo contrario, pues precisamente la tensión del momento nos ha hecho llegar al mismísimo centro del laberinto de esta conferencia. Es más, esa tensión –la misma que en las grandes novelas circula entre la literatura y la vida- es ese centro al que acabamos de llegar. Es una tensión que ha sido desde Cervantes, desde Flaubert, desde Proust, el tipo de debate que ha desarrollado la novela.
De hecho, como dice Ricardo Piglia, la novela es ese debate en realidad.
Me acuerdo de tantas historias que me fascinaron y cuyo centro neurálgico, por invisible que a primera vista pareciera, me acostumbré a localizarlo en una pregunta doble que para mí atravesaba sus tramas: qué quiere decir ser un escritor y qué quiere decir dedicar la vida a la literatura…
Hubo una época en que cuando hablaba de esto, me miraban como a un tipo extraño y me preguntaban por qué le daba importancia y tantas vueltas a ese doble asunto.
-¿Acaso son cuestiones sin importancia? –contraatacaba cuando me cansaba.
Por delicadeza y también por mi ansia de ir aún más allá en mi literatura, terminaba por alejarme de ellos sonriendo, forzándoles a seguir viéndome como un tipo raro. Hoy en día les recuerdo a todos perdidos en su mezcla de letargo y asombro, incapaces de ver que mi actitud no era más que un modo de estimular mi lado literario más activo, porque en cuanto me alejaba de sus miradas represoras me entraban unas ganas aún más inmensas de vengarme de todo en general y en particular de sus recriminaciones, por lo que siempre acababa lanzándome a la escritura de algo nuevo, siempre con un ánimo combativo muy grande y con el esencial tema de fondo de la tensión entre literatura y vida.
Ha sido siempre mi estilo de vivir, de escribir. Entiendo el arte no como una “producción”, sino como una actitud, como una forma de estar en el mundo, como una forma de vivir. El futbolista Mascherano lo dijo hace poco a su manera: “En definitiva, juego como vivo”. Le busqué ayer a Mascherano en el aeropuerto de Eceiza, pero seguro que él estaba ya en Barcelona, la ciudad que he dejado.
Llegué ayer por la mañana a Buenos Aires, ciudad a la que he viajado para permitir que la ficción, una vez más, se infiltre en mi biografía –he llegado con mi viaje ya escrito- y adonde he venido, además, a seguir modificando sutilmente el destino que en anónimos parajes trazaron para mí. Vine también para escribir un último texto. Llegué ayer. Y nada más poner pie en tierra tuve la sensación de estar ya viviendo lo escrito. Llegué como llegó en su día Stendhal a Milán, llegué al atardecer y ya totalmente enamorado del país que pisaba, aunque “deshecho de fatiga”, como un maniático que desembarca en una ciudad dócil a su pasión y esa noche misma se precipita a los sitios de placer que ya tiene marcados.
Esta mañana, superada la intranquila y larga noche, pensé que los signos de una verdadera pasión son siempre algo incongruentes y sobre todo diminutos, fútiles. Y, además, muy desconcertantes. En su ensayo póstumo sobre el amor (quedó inacabado), Roland Barthes habló de la nimiedad de esos objetos en los que se acuña la trasferencia principal del enamorado: “Conocí a una mujer que amaba Japón como Stendhal amaba a Italia. Como se sabe, Stendhal se entusiasmaba con los brotes de maíz del campo milanés que consideraba lujuriosos; se entusiasmaba con el sonido de las ocho campanas del Duomo, o con las costillitas empanadas. Pues bien, en esa mujer que amaba tanto al Japón, reconocí la misma extrema pasión, pues la cautivaban, entre otras cosas, nada menos que las bocas de incendio pintadas de rojo en las calles de Tokyo…”
En esta exaltación enamorada de lo que habitualmente consideramos detalles insignificantes, reconocemos un elemento constitutivo de la trasferencia (o de la pasión): la parcialidad. En el amor por un país extranjero hay una especie de racismo inverso: la Diferencia encanta, lo Idéntico aburre, lo Otro exalta”.
Llegué ayer a Buenos Aires y quedé fascinado por lo Otro, encantado por la Diferencia. Y durante un buen rato paseé por la luz, la dulzura, la calma de un barrio de esta ciudad extrema. Sabía lo que tenía que hacer porque lo había ya previamente escrito, incluida esta conferencia, donde sabía que comentaría que en caso de indecisión entre la vida y la literatura ganaba ésta última, porque me permitía saciar siempre mi sed de venganza contra ese rostro malcarado que nos ofrece la vida, la famosa y desdichada vida.
Desde la relativa tranquilidad de tener una cierta idea de lo que iba a ocurrir y de cómo iba a tratar de gestionar, lo más hábilmente posible, una parte de mi destino, he caminado por las calles de esta ciudad y luego, al regresar al hotel, he ido hasta la ventana de mi cuarto –con vistas al cementerio de la Recoleta- y he tocado ligeramente las cortinas grisáceas y he susurrado algo en torno a la necesidad que tenía de venganza contra tantas cosas que me incordiaban.
Sentado poco después en el escritorio del cuarto, me he acordado de Eric Satie, que no abría nunca las cartas que recibía, pero las contestaba todas; Satie miraba quién era el remitente y le escribía una respuesta; cuando murió, encontraron todas las cartas por abrir, y algunos amigos se lo tomaron a mal y, sin embargo, no era para enfadarse. Cuando publicaron las cartas juntamente con sus respuestas, el resultado fue muy interesante. Se trataba de una correspondencia perfecta, porque todos ahí hablaban de cosas distintas y, como todo el mundo sabe, esa ha sido siempre la esencia del diálogo…
El wifi del hotel ha funcionado de forma tan irregular que me ha desquiciado. Como venganza, pero también como juego de despedida y guiño a Satie, voy a homenajear hoy a la verdadera esencia de todo diálogo respondiendo emails que me han llegado durante las vacaciones y que no he leído ni pienso leer.
Al email 1 (un gran amigo) le he respondido que no somos tan cabrones y que la prueba está en que algunos figurones literarios deben más de uno de sus éxitos a que nos ha dado apuro parecer envidiosos.
Al email 2 (sospecho que un entrevistador) le he respondido que hay una escritora, Elisabeth Robinson, que a la cuestión de si es autobiográfica o no su obra narrativa, siempre contesta: “Sí, el diecisiete por ciento. Siguiente pregunta, por favor”.
Al email 3 le he recomendado no leer a los que tratan de imponer algún tipo de escritura excluyendo a las demás, porque es de mendrugos no defender que han de existir múltiples formas de literatura, tantas como formas de vida.
Al email 4 le he escrito diciéndole que los críticos presumidos sólo mejoran cuando están morenos.
Al email 5 le he confiado que en Marsella soñé todo el rato que encontraba en la calle balas sin detonar.
Al email 6 (editor en crisis que sólo ha defendido intereses comerciales y nunca intelectuales) le he insinuado que en la adversidad conviene muchas veces tomar por fin un camino atrevido.
Al email 7 le he dicho que me habría gustado refugiarme un año entero en París o en Nueva York y huir de los capullos de mi tierra, pero ya es tarde para todo.
Al email 8 (remitente de naturaleza envidiosa) le he contado que no iba a tardar nada yo en untar de mantequilla una tostada.
Al email 9 le he dicho que la verdad tiene la estructura de la ficción.
Al email 10 le he explicado que no me molestaría conocer Abu Dabi si pudiera volver el mismo día.
Al email 11 le he dicho que entre mis autores preferidos están David Markson y Flann O´Brien, y todos los autores preferidos por Markson y O´Brien, y todos los autores que éstos, a su vez, preferían.
Al email 12 le he escrito como si le estuviera enviando una carta postal: De vacaciones en Buenos Aires. Buen tiempo. Comida espectacular. Me he negado a hacer amigos. Abrazos.
Al email 13 le he contado que me he cansado ya de esperar, de emprender, de lograr, de abrochar y desabrochar, de perseverar, de insistir.
Al email 14 (un escritor principiante) le he dicho que no leo nada por miedo a encontrar cosas que estén bien.
Al email 15 le he explicado que he podido confirmar que es cierto que cuando miras al abismo, el abismo también te mira a ti.
Al email 16 le he contado que la mayor discusión de mi vida la tuve en Nueva York y duró dos días y llegó a ser violenta: discutí sobre cómo se pronunciaba Robert Mitchum.
Al email 17 le he confirmado que Norma Jean Baker se mató.
Al email 18 le he recordado que todo permanece pero cambia, pues lo de siempre se repite mortal en lo nuevo, que pasa rapidísimo.
Al email 19 le he comentado que no me siento obligado a ser perfecto, ni a concentrarme en una sola materia y que varío cuando me da la gana, entregándome a la duda y a la incertidumbre, y a mi estado habitual que es la ignorancia.
Cuando iba a cerrar el ordenador, ha entrado desde Barcelona in extremis el email 20, al que he contestado que no voy a pagarle mi deuda y que lo siento pero voy con prisas, porque salgo de inmediato hacia el barrio de Palermo, donde –ya sabrá disculparme- lo he dispuesto todo para que los acreedores me pierdan para siempre de vista.
Tal vez me envíe otro correo. Da igual. Entiéndase, es algo serio y yo sé que definitivo: no leeré más emails.