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Filbita
Infancia minúscula
Por Philippe Lechermeier
Filbita 2015: Literatura y juego
¿DALE QUE ÉRAMOS..?
¿Dale que éramos súper héroes? ¿Dale que estábamos perdidos en la selva y teníamos que sobrevivir una semana? ¿Dale que yo era la maestra y vos…? Aquí el escritor francés recrea su infancia a través de escenas de juego que habitan en su memoria.
El texto fue leído por su autor en francés durante el festival, acompañado por la traducción que aquí compartimos.
Cuando era niño, pasaba los veranos en lo de mi abuela.
Detrás de la pequeña casa donde ella vivía, había un jardincito, mitad huerta, mitad jardín. Me gustaban los senderos mal delineados, las plantas olvidadas, las raíces que brotaban de la nada y desordenaban el suelo, las malas hierbas.
Me gustaba ese lugar minúsculo e inmenso a la vez, pegado a esa casa de cuento de hadas y rodeado por los árboles del huerto de al lado.
Me gustaba a tal punto que pasaba allí la mayor parte del día.
Yo tenía un carácter más bien contemplativo, por lo que una de mis ocupaciones preferidas consistía en observar insectos. Los había por todas partes, que volaban, zumbaban, reptaban, cavaban, removían, horadaban, murmuraban, y ese bullicio incesante, esa abundancia inagotable me producía una especie de placidez.
En mis largos períodos de observación, por mucho tiempo las hormigas fueron mis predilectas. Conocía cada especie, cada variedad, cada nido. Sabía cómo se desplazaban, qué caminos tomaban, qué territorios se disputaban. Por eso, apenas salía el sol y vaciaba mi tazón de leche, corría a su encuentro.
Había un hormiguero que me atraía más que los otros. Era el más importante de las inmediaciones, se extendía por varios metros y la actividad en él era permanente. Con el índice extendido, seguía a las hormigas por entre las hierbas y el follaje, las alentaba cuando escalaban un obstáculo o cuando desplazaban el cadáver de un insecto cincuenta veces más pesado que ellas. A veces, solo para ver cómo se las arreglaban, me divertía colocando escollos en su camino.
A medida que pasaban los días, dejaron de desconfiar de mí y podía acercarme al hormiguero sin provocar el menor susto. A veces, estaba tan cerca que podía verlas entrar en las innumerables galerías que atravesaban la construcción. ¿Cuántas podían acumularse en esos pasillos? ¿Cientos? ¿Miles? ¿Millones?
Acostado sobre el pasto, me olvidaba de que era más grande que ellas. Imaginaba que podía deslizarme, seguirlas y penetrar en su dédalo. Me veía seleccionando un viejo carozo o un gusano en descomposición, cargándolos sobre mi espalda, introduciéndome en una galería y desapareciendo en las profundidades de la tierra…
Hubiera dado todo para saber cómo era eso. Pero la mayor parte del tiempo, mecido por el rumor de millones de patas y mandíbulas que se activaban, con la cabeza apoyada sobre la cúpula del edificio, caía en un sueño profundo.
Mientras dormía, las hormigas proseguían su actividad como si nada sucediera. La mayoría me eludían. Otras me escalaban y las más curiosas aprovechaban para observarme. Como si exploraran una isla misteriosa, se aventuraban por debajo de mi camisa, traspasaban las mangas y el cuello, recorrían mi nuca. Protegidas por mi sueño, visitaban los orificios de mi nariz, surcaban mis axilas o se perdían entre mis cabellos.
A una de ellas le gustaba sobre todo demorarse en el lóbulo de mi oreja. Y cuando sus congéneres partían a ocuparse de otras tareas, antes de unírseles, frotaba detenidamente sus antenas una contra otra y chasqueaba con sus mandíbulas, lo que producía un sonido casi imperceptible que me despertaba infaliblemente. Recuerdo que al principio, sorprendido, pestañeaba buscando qué era lo que me había sacado de mi siesta.
Con el tiempo, la hormiga se volvió atrevida. Se quedaba cada vez más tiempo, saltaba a mi oreja aunque estuviera despierto. Producía cada vez los mismos sonidos minúsculos que poco a poco aprendí a distinguir.
En un cuaderno, trataba de anotarlos. Estaban los que silbaban, los que persistían, los que cepillaban y los que rozaban. Los que hacían fssssshhhhh, los que hacían crrrrrrrrrrrrrshhh. Los que hacían ishishishishshshsh y los que hacían mrshhmrshhmrshh.
Todos los días, con sol, lluvia o viento, me encontraba con mi hormiga. Ahora, apenas me veía llegar, abandonaba sus obligaciones y salía apresurada a mi encuentro. Y muy excitada, frotando sus mandíbulas y orientando sus antenas en diferentes direcciones, producía sonidos que yo identificaba y reconocía. Y como cualquier chico, que trata de repetir las palabras de de su entorno, yo intentaba reproducir los sonidos que escuchaba.
Claro, al estar desprovisto de patas, antenas y mandíbulas, tuve que probar numerosas técnicas antes de llegar a reproducir correctamente un sonido. Primero, froté dos ramitas una contra otra, pero el resultado no fue satisfactorio. Entonces, deslicé mis dedos mojados sobre un guijarro bien seco, luego sobre otro cubierto de tierra y sobre uno más, lleno de polvo. Aunque se acercaba cada vez más al sonido que intentaba reproducir, el resultado nunca era muy preciso. Y durante días, por más que froté, rasgué, susurré, desmenucé, no hubo modo.
Lo conseguí por casualidad.
Una noche, cuando ya el cansancio me vencía, clishhhhhh, comencé a pestañear. En ese momento, para mi gran sorpresa, la hormiga que vagabundeaba por mis dedos se paró en seco con las antenas erguidas.
Rápido, para entender lo que había pasado, repetí el movimiento dos, tres, diez veces. ¡A cada pestañeo, clishhhhhhh, clishhhhhh, clishhhhhhh, ella reaccionaba de la misma manera! No cabía duda, finalmente había logrado reproducir lo que decía la hormiga. ¡Qué momento extraordinario! ¡Acababa de entender que el susurro de mis pestañas se parecía increíblemente a dos mandíbulas que se frotaban una contra otra!
Las primeras palabras que logré frotar –porque, como acababa de deducir, contrariamente al lenguaje humano, en hormiga, no se articulaba–, fueron muy simples:
Buen día
Gracias
Si / No
Después, a medida que mejoraba mi pronunciación perfeccionando el modo de mover las pestañas, agregué otras palabras:
¿Cómo estás?
Es un hermoso día
¿Estás triste? ¿Alegre?
O también, cuando se acercaba la hora de almorzar:
¡Tengo hambre!
Pero me cuidé mucho de pronunciar esa frase por segunda vez. En efecto, apenas había formado esas palabras, la hormiga se apresuró a ofrecerme rocío de miel, una golosina a base de secreciones de pulgones que enloquecía a los insectos.
Como un alumno estudioso y aplicado, adquirí rápidamente un amplio vocabulario que anoté en mi cuaderno, y luego de algunas semanas, fui capaz de mantener un verdadero diálogo con cualquier hormiga, aunque la mayor parte del tiempo los temas eran bastante superficiales. Normalmente, la conversación giraba en torno de la lluvia o del buen clima, del descubrimiento de un terrón de azúcar, la calidad del rocío de miel o un insecto muerto especialmente sabroso.
Solo con « mi » hormiga podía abordar temas más íntimos. Día a día, nuestra relación se hacía más estrecha y disfrutábamos compartiendo nuestros secretos. A ella le gustaba también repetir rumores que circulaban por las galerías y adoraba contar chistes, aunque la mayoría de las veces no llegaba a terminarlos de tanto sacudir y frotar sus mandíbulas.
Cuando mi maestría de hormiga negra –Lasius Niger– fue a su juicio satisfactoria, me enseñó a escribirla. Gracias a sus consejos, progresé rápidamente y me volví un experto en ortografía, pues casi no cometía faltas en los dictados.
Entusiasmado por la rapidez de mi aprendizaje, hasta intenté aprender hormiga roja. Fue un fracaso: era una lengua mucho más complicada, con declinaciones incomprensibles y una gramática en la que se multiplicaban los casos particulares. Pero sobre todo, apenas me acercaba para escuchar bien, las hormigas me picaban, y ese recibimiento más que hostil me disuadió de profundizar mis conocimientos.
Con el tiempo, sin duda me bastaría con frotar el hormiga negra. Además del aprecio de mi amiga, me había ganado el de toda la colonia. Es justo decir que los numerosos servicios que les había prestado acrecentaron mi popularidad: había desplazado una piedra grande que entorpecía la extensión del hormiguero, prohibido al perro de mi abuela que cavara a menos de diez metros del edificio y, un día en que llovió copiosamente, había construido una presa que protegió numerosas galerías. Al final del verano, unos días antes del comienzo de clases, hasta la reina de las hormigas vino a agradecerme por los servicios prestados. En una ceremonia oficial, me condecoraron con la orden del gran protector.
Durante todo el año escolar, además de hacer mis tareas, repasaba las largas listas de vocabulario que había anotado en el cuaderno. No quería perder ni una pizca del nivel que había alcanzado y, sobre todo, tenía la secreta ilusión de mejorar mi acento a fuerza de ejercicios regulares.
Pero la vida puede ser cruel, y el verano siguiente, cuando volví a lo de mi abuela, experimenté por primera vez la injusticia. Cuando corrí hacia el jardín, ansioso por encontrarme con mi hormiga preferida y ávido de palabras llenas de pestañeos, la tierra había sido removida y el hormiguero había desaparecido completamente.
Por más que froté gritos desesperados, lancé SOS, nada sucedió.
El hormiguero había quedado definitivamente sepultado y con él, habían desaparecido la reina, mi hormiga y las mil millones de valerosas obreras que allí vivían.
Durante varios días, como un rey destronado en medio de su reino destruido, erraba entre los senderos removidos. Luego, cuando la pena se atenuó, recurrí a otros insectos. Aprendí en pocas semanas –a pesar de una serie de disgustos que no vale la pena detallar–, la lengua de las cucarachas, langostas, escarabajos peloteros, piojos, avispas y hasta mosquitos. Pero no había modo, el interés que había sentido por aprender hormiga negra no volvió a aparecer.
Cuando comenzaba a aburrirme y mi abuela se quejaba de mi humor taciturno, descubrí una lengua excepcional, sin duda la lengua más bella del mundo: el mariposa. Ese verano, comencé mi aprendizaje…
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Traducción: Estela Consigli