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Elogio del lector

Conferencia inaugural

Elogio del lector

Por Edgardo Cozarinsky

La botella al mar

El libro está dormido a la espera del lector.
El lector lo despierta, lo devuelve a esa vida que asomó en el momento en que el autor lo escribía.
Alguna vez comparé ese largo sueño entre el nacimiento del texto y su lectura con el trayecto de una botella echada al mar.
En este caso el mar está poblado de editores, distribuidores, libreros. Según los casos: auxilios o escollos.
No hay dos lectores que lean el mismo libro. Si se trata de ficción, cada uno prestará especial atención a un personaje, a una anécdota, al lenguaje, al tono con que se narra esa ficción. En el ensayo, una idea, la puesta en relación de dos conceptos, pueden iluminar a un lector, dejar indiferente a otro.
La mención de un lugar real, el nombre de una ciudad, el de una calle, aún una fecha, despiertan en cada lector ecos insospechados que resuenan solo para él. El autor no los previó aunque haya esperado que surgieran, ya que son ellos los que harán vivir su texto en la imaginación del lector.

Para quién escribir

Entre 1935 y 1940, la gran poeta rusa Anna Akhmatova trabajó en secreto en “Réquiem, poema sin héroe”, un ciclo de poesías que solo vería la luz en 1963, tres años antes de su muerte. En el prólogo a esa obra de intensidad impar, recuerda su origen:
“En los años terribles, hice fila durante diecisiete meses delante de las cárceles de Leningrado. Una vez alguien me reconoció. Entonces, una mujer que estaba detrás de mí, con los labios azules de frío y que, evidentemente, nunca había oído mi nombre, despertó del desasosiego habitual en todas nosotras y me preguntó al oído, ya que allí todas hablábamos entre susurros:
-¿Usted puede describir esto?
Y yo dije:
-Puedo.
Entonces, algo similar a una sonrisa se asomó en lo que una vez había sido su rostro”.
Me gusta pensar que Akhmatova escribió para esa mujer cuyo nombre no conoció, que esperaba a su lado en la fila ante la cárcel de Leningrado. Y esa mujer se hizo muchos lectores una vez el poema publicado, cuando pudo ser leído.
En Hijo de mala madre, novela del brasileño Bernardo Carvalho, ese episodio de la vida de la poeta rusa aparece incorporado a la biografía de un personaje de ficción. Akhamatova escribió, Carvalho leyó y más tarde reescribió su historia.
“Uno siempre escribe para alguien. Rara vez para varias personas. Nunca para todos” (Colette).

Primeras lecturas

Me parece necesario decir quién habla, más bien desde dónde habla. O escribe.
Algunos amigos populistas han ironizado sobre el hecho de que las primeras lecturas que dejaron una impresión fuerte en mí, antes de que aprendiese idiomas, fueron traducciones. Los escucho divertido: nunca hubo en mí voluntad alguna de snobismo.
En mi infancia, en los años en que hice la escuela primaria, no era posible encontrar estímulo para la imaginación en Platero y yo ni en El santo de la espada; sí, en cambio, en Las aventuras de Tom Sawyer de Mark Twain y en La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson.
Tenía once o doce años cuando leí Martín Eden de Jack London. Por primera vez encontré un personaje protagónico con vocación de escritor, un personaje cuya acción en la novela era escribir. London presentaba como una empresa heroica la vocación del escritor, y yo me sentí como su personaje, un intrépido futuro escritor autodidacta. Más tarde, cuando estudié Letras, la universidad anestesió esa vocación pero no logró matarla: iba a resurgir con fuerza muchos años más tarde.
Sé que tenía trece años cuando leí La metamorfosis de Kafka y entendí, deslumbrado, que se podía contar de manera realista una historia fantástica. En aquel momento, desde luego, no había oído hablar de realismo psicológico, ni de la metáfora como instrumento para acceder a una verdad no inmediata.
Creo que el primer escritor que leí en castellano fue también el primer autor argentino que me marcó: una antología de cuentos de Borges, de título La muerte y la brújula. Fue una revelación. No había imaginado que se pudiese escribir en mi idioma como si cada palabra descubriese lo que mencionaba, con frases a la vez precisas y alusivas.
En aquellos años Borges no era popular como a partir de mitad o fines de los años 60, gracias a las revistas People y a la televisión. Cuando leí en el diario que daría una conferencia, me precipité con un ejemplar de El aleph y después de escucharlo me acerqué para pedirle que lo firmara. Me preguntó mi nombre, se lo deletreé y lo escribió con esa letra minúscula, que alguien llamó patas de mosca.
Para mí, ver en carne y hueso a un escritor admirado era como acercarse a una estrella de cine.
Borges que en su poema “Un lector” iba a escribir: “Que otros se jacten de las páginas que han escrito / a mí me enorgullecen las que he leído”.

Del lector al escritor

Nadie elije escribir si antes no ha leído. Si no siente ganas de medirse con lo que otros han escrito. Si no tiene la ambición de escribir algo que toque, conmueva, sacuda a un lector como él ha sido ha sido tocado, conmovido, sacudido por lo que otros han escrito. Es su experiencia de lector la que forma al futuro escritor.
Los libros que importan nunca son los que se proponen educar. Son las obras de imaginación las que, si se quiere, pueden educar sobre la vida. Podría decir, como Susan Sontag, que yo no sería la persona que soy si no hubiese leído ciertos libros. En mi caso, Joseph Conrad o Dostoievsky en mi juventud; aún en años recientes he descubierto libros que me han marcado: los de Sebald.
Creo que una novela que vale la pena leer amplía nuestra noción de las posibilidades de la experiencia, de lo que me atrevería a llamar, con palabras que ya nadie usa, la naturaleza humana.
Pero es siempre el lector el que define, mide, asimila o rechaza lo que el libro propone.

Lector salteado

Macedonio Fernández adelantó lúdicamente prácticas que décadas más tarde iba a sistematizar la teoría. Una de las fórmulas más simpáticas de Macedonio fue la del “lector salteado”, el que recompone los fragmentos del texto, interrumpido en su lectura, en un orden ajeno a la intención del autor, ya entonces desconsiderada tanto por él como lo sería por Borges.
El lector, además, inventa una persona para el escritor. El autor de ficción presta a sus criaturas desechos de su experiencia, y los completa con esa imaginación que alimenta el deseo: “esto es lo que hubiese querido que ocurriese, esto es lo que hubiese temido”. La memoria ya ha trabajado en silencio, con una técnica parecida a la del montaje cinematográfico, eligiendo qué guardar, qué desechar. En la instancia siguiente, ese suplemento de imaginación que aporte el escritor se apropia de aquel montaje, lo reacomoda a su deseo, lo tergiversa, y sin embargo esta operación le confiere una verdad, ignorada por el documento y que surge de las entrañas de la ficción, que la ficción descubre.
Y esto el lector lo percibe inmediatamente. Es el material con el que construirá la persona del escritor. Cuántos novelistas se han topado con lectores que habían percibido su intimidad con una claridad de la que él mismo carecía…

El escritor, primer lector

Hablé del montaje que realiza la memoria y lo asocié con el cinematográfico. Los formalistas rusos señalaron el parentesco entre montaje literario y montaje cinematográfico. Sin aliento, el film de Godard, puede ser un ejemplo tardío pero válido.
Truffaut, coproductor y en aquel entonces aún amigo de Godard, o la montajista Cécile Décugis, nunca se sabrá exactamente quién, tomó la iniciativa de proponerle al cineasta debutante cortar a hachazos en el montaje consecutivo original, que sentían ramplón, ripioso, para suprimir todo material meramente informativo, nexos narrativos superfluos y toda noción académica de continuidad en el movimiento de los personajes. El resultado fue una nueva sintaxis, deslumbrante en su primera encarnación, luego banalizada por imitadores que la convirtieron en una nueva convención.
El montaje cinematográfico tiene su doble en la reescritura del primer texto confiado a la página. Mucho antes del cut and paste, es en ese momento cuando el escritor convertido en su primer lector entiende de qué trata lo que ha escrito, no necesariamente lo que pensaba escribir. Ese texto primero ya anuncia su propio carácter, aun en germen. En medio de lagunas y aproximaciones, en el mejor de los casos, también permite entrever sus riquezas aún encubiertas.

Kintsugi

El lector competa la práctica, iniciada por el escritor, del kintsugi.
Es la tradición japonesa, se llama kintsugi al arte de llenar las fisuras de un objeto roto, porcelana por ejemplo, con una resina donde se ha diluido oro en polvo. En vez de disimular la grieta se la subraya con una substancia luminosa, a menudo de mayor valor que el objeto mismo. En vez de ocultar las cicatrices de su vida, el objeto las exhibe y al hacerlo adquiere una forma de nobleza.
El escritor hace algo parecido con esa suma de detritus que algunos llaman experiencia.
El lector lo hace llenando con su imaginación las grietas, los resquicios elocuentes que va reconociendo en lo escrito por un desconocido: el autor que se va entregando, revelándose línea a línea, palabra a palabra, en su lectura.
Donald Richie, escritor y artista norteamericano que eligió vivir en Japón toda su vida adulta, habló de una escritura que responde a lo que en pintura y caligrafía japonesas se llamaría “seguir el pincel”. Lo cito: “La estética oriental sugiere que una estructura ordenada aprisiona, que la exposición lógica falsifica, que los argumentos consecutivos eventualmente limitan. El artista japonés prefiere un conjunto de asociaciones compuesto de listas y apuntes, conectados intuitivamente; es adicto a la yuxtaposición, al ensamblaje, al bricolage. Muchos escritores japoneses aprecian cierta cualidad de indecisión en la estructura de su trabajo. Al escribir, logran evitar lo demasiado lógico, lo simétrico. Para decirlo con una frase japonesa, sencillamente escriben siguiendo el pincel”.

El lector como heredero

El libro leído es muchas cosas.
Voy a citar a Alberto Manguel: “Un libro es un receptáculo de la memoria, un medio para superar las limitantes del tiempo y el espacio, un lugar para la reflexión y la creatividad, un archivo de nuestra experiencia y la de los otros, una fuente de iluminación, de felicidad y, en ocasiones, de consuelo, una crónica de eventos pasados, presentes y futuros, un espejo, un compañero, un maestro, una convocatoria de los muertos, un divertimento; el libro en sus muchas encarnaciones, de la tableta de arcilla a la página electrónica, ha servido por mucho tiempo como una metáfora de muchos de nuestros conceptos y empresas esenciales”.
En cualquiera de sus encarnaciones actuales, ya sea en papel impreso o en una página electrónica, el libro ha tenido el privilegio de llegar indemne a este presente donde, por ejemplo, el arte se ha convertido en mercadería. En la bolsa de valores del arte se barajan cifras millonarias con la consiguiente prostitución de los críticos y artistas que acatan su mandato.
El lector que en una librería de la calle Corrientes de Buenos Aires supera las primeras mesas, donde agonizan los best-sellers del mes pasado, llega a recintos menos ruidosos, donde – tres volúmenes por un precio modesto – lo espera una experiencia que puede llegar a marcar su vida.
El lector: heredero del escritor y de todo el mundo que permitió llegar al texto que está leyendo.

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