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Bitácora
El postre con el que nos vamos a la cama los argentinos
Por Patricia Kolesnicov
En cinco días de intensa actividad literaria, seis autores se hicieron el tiempo de recorrer la ciudad y producir literatura. Aquí, a modo de despedida, nos entregan sus textos más personales, escritos a pedido del Festival.
Pertenecer –se sabe- tiene sus privilegios. Hace un rato oscureció acá, en Chacarita y la flaca le insiste al gorila de la entrada que sí, que sí, que el productor -¿cuál?- le dijo que viniera hoy. No está en la lista. Se puso el jean como una lamida sobre el cuerpo, tiene la panza al aire, el push up a todo lo que da, pero no hay mérito que valga: la morochita no está en la lista y el gorila –amablemente, hay que decirlo- la devuelve a la soledad de la calle Olleros. “Debe haber sido una promesa nocturna”, ironiza el que sigue, ya metido en el espíritu del programa. Atrás venimos nosotros. Estamos en la lista. Pertenecer.
Como la fama, Showmatch cuesta y es aquí donde empezás a pagarlo. Pasamos el primer control, caminamos entre barandas, el sendero nos deja en una puerta con detector de metales y a abrirse de carteras. Un paso más, separar las piernas, los brazos extendidos: otro comando antiterrorista te escanea con una especie de bate de cricket y severo, como un bulldog satisfecho, te da el ok. Provisoriamente admitidos. Atentos, que habrá más instrucciones.
En el piso en declive de un garaje esperamos más de una hora, sin un pobre banquito a la vista. Hemos sido tan puntuales que delante nuestro sólo hay un grupito de tres. Uno –no es un niño- viene de bermudas amarillos y guarda un cartel. No se ve qué dice, pero cogoteando lo desciframos. Viene a tentar a una de las participantes, a ofrecerle su paraíso: “Mi luna de miel con Candela Ruggeri será en Villa Gesell”.
Pregunto si es parte del show, claro que es parte del show, igual que nosotros, pero yo pregunto si es parte-parte porque, aclaro, “nunca vi el show”. “Ahh, por supuesto, nadie lo vio”, se burla Andrés. “Los argentinos son todos tan sofisticados, ninguno lo vio”. Andrés es colombiano. Me siento una tarada, pero finjo.
Detrás llega un malón adolescente, serán unos 100. Por el corte de pelo de los varones –franja central enhiesta- entiendo que representan a un estilista. “Escuela de danza”, tira Andrés. Negativo: parece que son de una empresa de viajes de egresados. El aire se empieza a entibiar.
Finalmente, por fin, de una puta vez, otro muchacho musculoso y adusto nos indica que pasemos al estudio. Una mujer trata de desviarse y escurrirse por otra puerta y recibe su correctivo. Luces del estudio: estamos en el ombligo de la televisión argentina. Es una especie de antialeph: no un lugar desde el que se ve todo sino el blanco donde van a hundirse millones de miradas. Lo último que ven millones de compatriotas antes de dormir o en vez de dormir. El sitio es chico, ha de ser muy denso, como un agujero negro.
Seguimos de pie, a morir como los árboles. Nos mandan a un costado, una especie de pasillo para el público al lado de la pista. Estamos apretados, incómodos. Nos tapan, además de otras cabezas, varios carteles y unas espaldas con mensajes de amor: “Ayuda al paciente en la lista de espera para transplante y transplantado”. Mi desventaja es definitiva: mido un metro y medio y no veo nada. No veo, no me ven, la cámara no me amará, nadie ansiará mi escote, los vecinos no me saludarán mañana en la verdulería, el carnicero no me regalará un churrasco, como le pasó a mi amiga escritora la vez que su foto salió a tres columnas en Clarín.
En la pista ensayan unas chicas, ya saben, en este escenario las chicas sólo entran casi desnudas así que ensayan chicas altas casi desnudas, es aburrido decirlo, dicho está. “No bailan nada, bueno, bailan como argentinos”, dice Andrés. Le pongo unas fichas a su bitácora.
El maloncito entra a la tribuna. Laburan bien: cantan, gritan, llaman a los famosos que se cruzan. Cinco minutos y aparece un tipo de vaqueros y auricular con micrófono. De espaldas al revoleo de las bailarinas, el tipo se para frente a la tribuna como el sargento negro de Reto al Destino. Viene a dejar las cosas claras: 1. No sacar fotos. 2. Baño: cuatro personas por vez; cuatro varones o cuatro mujeres, hacen rápido, salen. 3. Si cruzan el garaje no vuelven. 4. Cuando el jurado habla, silencio. Y: El que no cumple, vengo y lo saco. No quiero hacer eso.
Sube la música. El malón de Pavlov palmea.
El ensayo termina. Varios luchadores de sumo más, todos con microfonito, se despliegan a lo largo de las vallas que nos contienen “contienen” a nosotros, los civiles. A mi lado se entusiasma una señora que vino de Santa Cruz: la cuñada es amiga de una bailarina, por eso consiguió un lugar en la lista. Una sola noche en Buenos Aires tiene, logró venir acá, está feliz. Los luchadores se paran mirándonos y así seguirán hasta el final: ya me siento un poco peligrosa y esto todavía no empezó. Tendría que haber venido en zapatillas.
Una voz muy Gran Hermano llena el aire. “Un minuto de atención”, dice, “para las medidas de seguridad”. “Ante una emergencia/ mantenga la calma.” “Este estudio / dispone / de las siguientes salidas de emergencia”. Ajústense los cinturones, muchachos, faltan seis minutos y la tripulación, a sus puestos.
Así –ohhh ohhh ohhh- aparece Moria Casán que, como una supernova, mueve las caderas en 1986 y la tribuna recibe el reflejo de un baile sensual, su simulacro. A su lado viene, con el teléfono en la oreja, una mujer que tiene el pelo como un caniche; después dirán que es Nacha Guevara. Debajo de las cirugías, del maquillaje pesado, de los tacos y la ironía, Moria y Nacha están ahí cobrando regalías de una antigua belleza. O mostrándoles lo que les espera a las divas de hoy; será de eso que se ríen tanto.
Volumen al taco, aire y nuestros sesos se desparraman por el piso. Sobre ellos patinarán los bailarines, que ocuparán la pista –cronometra Andrés- durante dos minutos y medio por pareja. Cuatro parejas, diez minutos de baile. El resto del programa se irá en hacer muchas veces el mismo chiste: variaciones de “son todas putas” y su corolario “te hace cornudo”. El mismo chiste: una puesta en escena del discurso más viejo del mundo. Ese es el postre con el que nos vamos a la cama los argentinos. Muy sofisticados, Andrés.