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Bitácora
El geógrafo
Por Philippe Claudel
Seis escritores fueron invitados a realizar una experiencia particular dentro del marco de Filba y escribieron sobre eso.
Claudel escribe sobre su visita a Montevideo.
Ha caído la noche ya hace algunas horas. He caminado mucho por el barrio de Palermo escudriñando las veredas cuyas superficies desparejas y rotas reclaman la atención del caminante tanto como su fantasía.
Hace más de viente años conocí a un hombre al que, para mis adentros, terminé por llamar El Geógrafo. Cuando estábamos en el café donde solíamos parar él y yo, no podía dejar de sacar de sus bolsillos, o de una bolsa de plástico de la que nunca se separaba cartas, planos, indicadores de ferrocarriles, papel de carta sobre el que había dibujado las redes de subterráneos de las principales metrópolis del mundo y anotado interminables listas de nombres de ciudades, de países, de ríos, de cordilleras, de lagos y de desiertos.
Tenía un olor un poco fuerte; sus medios de subsistencia no eran demasiado claros y, por momentos, debido a sus ropas gastadas y a los cuellos de camisa siempre un poco sucios, me hacía pensar que era un vagabundo y no más geógrafo que yo. A menudo yo lo invitaba una o dos cervezas. Él me convidaba un cigarrillo y hablábamos durante horas sobre climas y mares.
Un día desapareció, luego de entregarle a George, el mozo del Grand Cafe Central, donde nos reuníamos, un posavaso de cartón sobre el que había garabateado esta frase dirigida a mí : «Me reencontrarás un día en Buenos Aires». En esa época me encogí de hombros, convencido de que había tratado con un loco y que, en lugar de buscarlo en Argentina, sería suficiente con visitar los hospitales psiquiátricos de nuestra ciudad, donde seguramente habría terminado recluido.
En mi memoria, el tiempo ha depositado un fino polvillo ceniciento sobre el rostro de ese hombre y he incluso olvidado su nombre, de sonido italiano me parece. Me doy cuenta hoy, cuando el azar de mi corta estancia en Buenos Aires hizo renacer este recuerdo, de que nunca hablamos de nosotros, sino que alimentamos nuestra conversación solo de la geografía, de la que ambos estábamos convencidos que era una forma de poesía del mundo, una manera también de soñar la tierra, como escribió el filósofo francés Gaston Bachelard.
Es mientras termino una botella de Malbec que vuelvo a pensar en este hombre con un poco de nostalgia, pero sin estar seguro ya de que él haya existido. Estoy sentado en la terraza de un restaurant modesto, en la esquina de J.A. Carranza y Guatemala. Fumo con deleite un Hoyo de Monterrey Petit Robusto. Mi cansancio y la embriaguez se mezclan con el humo de mi cigarro y escucho, comprendiendo tan solo fragmentos, la conversación de dos mujeres un poco corpulentas, sentadas frente a cafés con leche, a pocos metros de mí, que hablan de champú con aceites esenciales y de carreras de caballos.
Ha caído la noche ya hace algunas horas. He caminado mucho por el barrio de Palermo escudriñando las veredas cuyas superficies desparejas y rotas reclaman la atención del caminante tanto como su fantasía. Es sin duda durante este andar sin rumbo que mi memoria ha abierto uno de sus cajones desvencijados para dejar salir el momento del pasado que ha alojado al Geógrafo. Creo también que la presencia, en el seno mismo de la ciudad, de miles de árboles que elevan sus ramajes contra las fachadas y hacia el cielo y cuyas raíces, en la oscuridad del suelo, se abren para anclar la gran ciudad a la tierra y evitan de ese modo su desplazamiento hacia el río y el océano, me hizo reflexionar, sin darme cuenta y de manera metafórica, en la razón que nos arraiga en lo real y en la locura que, como una nube, nos empuja hacia la deriva.
Desde hace algunos días, me imagino los pasos del geógrafo que preceden a los míos en las calles de Buenos Aires, a donde viajé. A lo largo de las horas se ha convertido en una suerte de guía invisible salido del tiempo perdido y de una ciudad en la que, según parece, nunca puso un pie. Pero la ausencia misma de este hombre no fue nada parecida a su presencia mental, que ha confirmado el poder de ciertas ciudades que, además de ser reales, se duplican en una segunda ciudad, una suerte de sombra proyectada, literaria y sensible, en la que sobreviven los sueños, los desaparecidos, los viajeros muertos y también eso que fuimos cuando, sin conocer esas ciudades, nos las imaginábamos.
En los numerosos garages viejos, en desuso o no, del barrio de Palermo, se reparan más que solo autos: algunos talleres presentan sin duda aquí vocaciones que no tienen nada de mecánicas y, para quien sepa dejar atrás las apariencias, no me sorprendería que pudiera descubrir que sirven para fabricar, sin nota falsa y en silencio, lo que André Breton denominaba l’or du temps [el oro del tiempo].
Al Géografo no le gustaba Breton para nada, pero lo citaba a menudo y, cuando me hablaba de los polos, del norte magnético, de las brújulas y del compás, no podía dejar de elaborar una lista de ciudades a las que él denominaba superiores, en las que —según él— el espíritu vibraba en su punto más alto en la mezcla eléctrica de la arquitectura y el telurismo.
Sería un poco fácil para mí hoy afirmar que a la cabeza de esa lista se encontraba Buenos Aires. Sería un cierre muy bello para mi historia. Pero nuestras conversaciones de antaño abrevaron en demasiadas cervezas para que yo haya guardado un recuerdo lo suficientemente nítido. Lo cierto es que la ciudad de Buenos Aires, apenas me adentré en ella, dio a luz con su gran cuerpo la reminiscencia de la silueta del Geógrafo, que debe hoy dar vueltas en círculos en la habitación acolchada de un psiquiátrico, sin siquiera recordar nuestros encuentros ni Buenos Aires, a menos que haya muerto hace ya tiempo o que se haya convertido en escritor —son cosas que pasan— o incluso, última hipótesis, que haya terminado antes que yo su botella de Malbec, sentado algunas calles más lejos de mí en una terraza rigurosamente idéntica a aquella en la que todavía estoy. Comprendiendo apenas más que yo la conversación de dos mujeres robustas que toman cerca de él café con leche y que hablan de champús con aceites esenciales y de carreras de caballos y que, momentos después de haber apagado su cigarro en el cenicero, esté por levantarse para perderse en la noche.
Traducción: Mónica Herrero.